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EDITORIAL


La importancia de la deontología en la práctica profesional, y en definitiva en la calidad de los servicios que prestan los psicólogos y las psicólogas exigen no una breve aproximación puntual, como la que podemos realizar desde aqui, sino una presencia permante y central en nuestro desempeño individual así como un trabajo continuado de estudio, discusión e intercambio profesional en nuestro colectivo.

El objetivo de este editorial no es por tanto analizar con detenimiento los aspectos deontológicos sino plantear algunos problemas que aparecen, por desgracia, con cierta frecuencia y discutir varios artículos de nuestro código que pueden tener cierta relevancia en nuestro quehacer profesional.

Es preciso tener en cuenta que el Código Deontológico, con todas las limitaciones que pueda tener, se elaboró tras un estudio en profundidad y con el esfuerzo de numerosas organizaciones y profesionales de distintas tendencias teóricas, por ello no puede ser considerado exclusivamente como normas que deben orientar la práctica profesional de la psicología independientemente de la adscripción teórica, del ámbito profesional o de la situación laboral. Mencionamos este aspecto porque durante bastante tiempo la mayoría de las cuestiones deontológicas que se suscitaban provenían de profesionales, o de actuaciones profesionales, que ejercían de forma privada en el ámbito clínico. La deontología parecía casi un tema exclusivo de la práctica clínica o de la psicología jurídica, pareciendo que no existían problemas deontológicos en los demás ámbitos de la psicología aplicada, incluida la investigación en psicología, y que trabajar en una institución pública suponía un factor de protección ante las dudas deontológicas.

Obviamente ambos supuestos no son verdaderos, de hecho, han aumentado las consultas observándose que determinadas prácticas comunes en algunas instituciones, como los listados de alumnos con determinadas necesidades educativas y algunos aspectos de las evaluaciones psicoeducativas individuales y colectivas, pueden entrar en conflicto con la ética profesional.

Vamos a centrarnos en algunos aspectos básicos que pueden resultar conflictivos en la actuación respecto a los alumnos, como son el consentimiento del sujeto, el derecho a la información y la confidencialidad de los datos.

El artículo 25 del Código Deontológico establece la obligación de facilitar una información adecuada sobreentendiéndose que los sujetos participan voluntariamente y que pueden abandonar la intervención cuando deseen (Art. 27). Generalmente no suelen surgir problemas con los adultos, ya que salvo que estén incapacitados legalmente o internados en alguna institución (sanitaria, penal .... ), son ellos mismos los que acuden al profesional, sin embargo los niños y adolescentes rara vez acuden por propia iniciativa, en estas etapas esto es algo excepcional y la intervención viene solicitada por un adulto: padres, profesores...

Se considera que los niños no tienen la competencia o capacidad para consentir, (el tema de los adolescentes sería más discutible), por lo que son sus padres o tutores legales los que deben dar el consentimiento pero por ejemplo: ¿Qué ocurre si los padres están separados?, ¿Y si son los profesores los que consideran necesaria la intervención?, ¿El consentimiento de los padres nos exime deontológicamente de procurar el consentimiento del propio sujeto?, (además de que sin la colaboración del sujeto, en la mayor medida posible, difícilmente se va a poder actuar con eficacia).

En el caso de las evaluaciones psicoeducativas y otro tipo de intervenciones individuales, la costumbre de solicitar el permiso de los padres está bastante extendida, pero a veces esta solicitud no se realiza a los casos en que se actúa de forma más amplia (por ejemplo: pruebas colectivas) realizándose actuaciones (evaluaciones de madurez en el aula, la antigua orientación al término de la E.G.B., etc.) de forma sistemática, todos los años en determinados cursos, sin haber obtenido previamente acuerdo de los padres, los cuales por otra parte, reciben a veces una información muy pobre, si es que la reciben, sobre la utilidad y utilización de la propia evaluación y de los resultados.

La compleja relación de la práctica psicoeducativa del profesional con la acción tutorial del educador difumina, a veces, estos aspectos, pero no justifica que la actuación del psicólogo educativo no esté regida por los mismos criterios que el resto de las intervenciones psicológicas.

Las mismas consideraciones deben hacerse cuando se trata el tema de la confidencialidad, o lo que es lo mismo, quién tiene derecho a la información que se obtiene en la actuación con el sujeto. En primer lugar, independientemente de quien haya solicitado dicha actuación, es el propio sujeto o sus representantes legales en este caso, los que tienen el derecho a recibir los resultados. Esto entra claramente en conflicto con una práctica bastante extendida en algunos profesionales y servicios públicos que es la de facilitar la información (el informe) a los centros educativos, pero no a los padres, a los que, en el mejor de los casos, se les proporciona una información verbal.

Una de las razones que se esgrime para defender esta costumbre es que los padres no van a comprender el informe o que se trata de una información escolar que no tiene sentido entregar a la familia. En numerosos casos estas razones son ciertas, pero no justifican que se actúe de forma incorrecta cuando pueden tomarse diversas medidas para solucionar estos problemas: explicación de los datos de forma comprensible, realización de otro informe más adecuado, etc. No podemos olvidar que la información verbal se olvida o se deforma con facilidad y difícilmente va a poder ser utilizada por los padres cuando acudan a otro profesional o cuando se encuentren en una situación en que les resulte necesario reutilizar esa información.

Otro punto al que hay que prestar atención es a la recogida de datos en la evaluación (art. 39). Hay cierta tendencia a recoger un exceso de datos, especialmente relativos al contexto familiar, y profundizar quizás demasiado, en la dinámica, problemas, etc., sin que después estos datos tengan utilidad, ni se vaya a tomar ninguna medida respecto a los problemas encontrados. Esta recogida exhaustiva de datos podría justificarse, si así lo considera el profesional que realiza la intervención, pero lo más grave es cuando se ponen por escrito en un informe que no va destinado a la familia sino a una tercera persona: el profesor. Pensamos que el mismo cuidado que recomienda el artículo 12 respecto a las "etiquetas" es aplicable en este caso. Hay que tener en cuenta que el psicólogo es responsable de la confidencialidad de los datos, pero resulta difícil garantizar dicho carácter confidencial una vez que los datos se han propagado, y por escrito, entre otras personas.

En último término queremos hacer referencia a un aspecto que afecta principalmente a los profesionales que desempeñan su labor en servicios públicos.

Es lógico y normal que a efectos de previsión de recursos, plazas escolares, etc, se elaboren listados de alumnos con necesidades educativas especiales, y que dichos listados sean solicitados y utilizados por las administraciones educativas; para los profesionales que han vivido épocas en que cosas tales como la obligada evaluación psicoeducativa para la determinación de modalidad de escolarización por parte de servicios públicos reconocidos, no existían, la actual situación normalizada de previsión y asignación de apoyos y recursos en función de dichas evaluaciones se vive como un avance importante, aún con sus numerosos defectos y limitaciones.

Pero lo que ya no es tan normal es que esos listados se soliciten de foma repetida desde diferentes instancias de las mismas administraciones, ni que en ellos deban figurar datos de identificación personal que carecen de utilidad concreta, además de ir acompañados de etiquetas diagnósticas que en este contexto carecen de sentido y en numerosos casos no son adecuadas a los fines de racionalización de recursos que se pretenden con estas acciones. Los artículos 43 y 65 hacen referencia a estos aspectos y las normas que deben guiar la actuación del psicólogo a este respecto.

En conjunto las cuestiones aquí suscitadas muestran dudas, preguntas más que nada, que revelan que junto a la preparación adecuada, a la permanente actuación, etc., existen aspectos sobre los cuales merece la pena reflexionar individual y colectivamente. Esa reflexión como camino, más que las respuestas como meta, significa un aparte sumamente importante a una actuación de cada vez mayor calidad que la comunidad educativa y social y nuestra propia conciencia profesional nos demanda.