Menu

ESTUDIOS

 

IMPUTABILIDAD Y RESPONSABILIDAD:

LOS NIÑOS COMO ACTORES,

DESDE LA MIRADA DE LOS ADULTOS.

 

Ferran CASAS

Profesor Titular de Psicología Social. Universidad de Barcelona


Nota: Este artículo ha sido elaborado en base a los puntos centrales tratados en una ponencia con el mismo título presentada a las Jornadas "Justicia Juvenil. ¿Un cambio hacia donde?", organizadas en Barcelona del 21 al 23 de octubre por el Centre d'Estudis Juridics i Formació Especialitzada de la Generalitat de Catalunya.


1. El RECONOCIMIENTO DEL NIÑO COMO ACTOR, DESDE LAS CIENCIAS HUMANAS Y SOCIALES

2. CAMBIOS SOCIALES EN EL SENO DE LA FAMILIA: LAS NUEVAS RELACIONES PADRES-HIJOS.

3. LAS REPRESENTACIONES SOCIALES QUE LOS ADULTOS TIENEN DE LOS NIÑOS Y DE SUS CAPACIDADES.

4. LA CONVENCION SOBRE LOS DERECHOS DE LOS NIÑOS Y NIÑAS: RECONOCIMIENTO DE UNOS DERECHOS CIVILES

5. PARTICIPACION SOCIAL Y RESPONSABILIZACION.

6. SOCIALIZACION Y CONTROL SOCIAL EN EL CONTEXTO DE UNAS DINAMICAS ACELERADAS DE CAMBIOS SOCIALES.

REFERENCIAS


1. El RECONOCIMIENTO DEL NIÑO COMO ACTOR, DESDE LAS CIENCIAS HUMANAS Y SOCIALES

Debemos reconocer que no es muy frecuente que los descubrimientos y avances de las Ciencias Sociales y Humanas tengan repercusiones tan inmediatas y contundentes en los debates y la opinión públicos como ocurre (y parece que cada vez más) con las ciencias biológicas y físicas, o incluso con las nuevas tecnologías. Sin embargo, si comparamos los avances a lo largo del siglo XX, y especialmente en su segunda mitad, con los conocimientos anteriores, no cabe duda que han sido espectaculares.

Las últimas décadas se han dado grandes pasos en el conocimiento y relaciones, nuestra cotidianidad, lo cual comprensión de las necesidades humanas y sociales de desarrollo. Ciertamente, por ejemplo, se ha adquirido una progresiva comprensión de las capacidades de aprendizaje de niños y niñas, y de las formas de potenciar la adquisición de conocimientos, y se ha ido asumiendo la trascendencia de la necesidad natural de todo niño para descubrir, explorar, actuar, responsabilizarse, ser autónomo. El distinto impacto social de los avances en las Ciencias Humanas y Sociales tiene muy diversas raíces. Entre las mismas, el abismo de inversión económica en investigación es, presumiblemente, la más crucial. Con todo, hay otras dos realidades que tienen un peso importante en este hecho y que quiero destacar: Por una parte, la dispersión de los trabajos en multitud de escuelas y paradigmas teóricos, demasiado a menudo alejados e inaccesibles para el ciudadano de calle, lleva a que, cuando las polémicas trascienden, se conviertan en debates abstractos e interminables; por la otra, y paradójicamente, los descubrimientos de dichas ciencias cuestionan a veces directamente nuestras vidas, nuestras no está exento de moralejas incómodas, que muchas veces se quieren acallar rápidamente, simplificando maniqueamente las cosas y evitando los debates sobre la complejidad de nuestro mundo social.

Es bien sabido que, cuando aparece en el mercado un producto con claras ventajas sobre otro anterior, la producción y venta del producto mejor acostumbra a incrementarse de forma clara y rápida. Pero, cuando se descubre que comportamientos distintos podrían mejorar mucho nuestras interrelaciones humanas o la calidad de nuestra vida cotidiana, también sabemos todos que de la aceptación teórica a la puesta en práctica hay un largo trecho. Las resistencias al cambio que desplegamos los humanos en relación con los hábitos adquiridos, opiniones estereotipadas, sistemas de creencias, etc..., son bien distintas, al menos en nuestra sociedad occidental, a las bajas resistencias ante el uso y abuso de nuevos productos comerciales (curiosamente, también capaces de cambiar nuestras vidas en formas radicales y nada premeditadas).

Pues bien, gracias a múltiples descubrimientos y avances de un amplio abanico de disciplinas científicas, el niño cabe decir que ha sido progresivamente asumido como un mayor actor social, intensamente interactuante con su entorno, con importantes capacidades de influencia y cambio sobre lo que le rodea, incluidos los adultos que viven con él. El niño ya no puede ser entendido como un ser pasivo que se moldea exclusivamente según las influencias externas, "a diferencia del adulto".

Todos partimos de la evidencia de que las capacidades de un niño no son las de un adulto, pero, de vez en cuando, los adultos no dejamos de sorprendernos sobre cuan increíbles capacidades tiene "ya" un niño: ello debe remitirnos con frecuencia a la cuestión de si nuestra perplejidad no será debida a unas expectativas demasiado bajas, a una imagen mental del niño como mucho más incapaz de lo que realmente es, a una especie de desconfianza generacional. A lo largo de los siglos se ha configurado una especie de cultura adulta sobre los niños basada en sus incapacidades; a partir de esta imagen del niño, hay adultos que evitan interactuar con niños, salvo en claras condiciones de superioridad intelectual o moral (piénsese, por ejemplo, en el comportamiento de rechazo de muchos adultos ante los videojuegos infantiles). Disponemos ya de bastantes datos de investigaciones que evidencian al niño, a la población infantil, como grandes "ausentes" de la vida social adulta (AGUINAGA & COMAS, 1991; CASAS, 1992).

Es así como, si bien el niño ha sido científicamente" asumido como un actor social, tal protagonismo resulta aún negado o desconsiderado por buena parte de la población adulta. Posiblemente se este llegando a un singular punto crítico: cada vez son más los padres que se percatan que, ante determinadas tecnologías, los niños desarrollan habilidades mejores y más rápidamente que los adultos, y se las enseñan. Ello pone en crisis el tradicional concepto de socialización unidireccional y generacional, para tener que aceptar una socialización interrelacional e intergeneracional, es decir, que los niños también "socializan" a los adultos. Algo inadmisible desde posiciones adulto-céntricas tradicionales.

Por si eso fuera poco, se va haciendo también evidente que, en nuestras sociedades tecnológicamente avanzadas los niños son capaces de crear culturas propias. Y no me refiero sólo a las culturas del consumo incentivadas por la actividad publicitaria hacia los niños. Los niños llegan a ser capaces de organizarse al- margen de la "sociedad adulta" para satisfacer determinadas aspiraciones (ver un curioso ejemplo en MUNNE, 1992).

El reconocimiento de tamaño protagonismo infantil parece resultar insegurizante para muchos adultos, cuya primera reacción es de exigencia de "organización y control" sobre la población infantil. Reacción que, por lo demás, ha sido constante en la historia de la humanidad: la mayoría de generaciones se han quejado del "mal camino" emprendido por los más jóvenes.

Hoy, sin embargo, es comprensible que la perplejidad de muchos adultos sea superior a la de cualquier momento anterior. En una sociedad cambiante a ritmos acelerados muchos conocimientos y habilidades se prevén de muy corta utilidad; el futuro está lleno de inciertos tecnológicos y sociales. Hoy, más que nunca, las cuestiones sobre cómo educar a los niños y para qué, recobran nueva trascendencia, porque: ¿qué comportamientos y orientaciones preparan mejor a las personas para un futuro no conocido? El futuro social en el que vivirán nuestros niños y niñas el día de mañana será, sin duda, muy distinto al actual, en muchas cosas. Aceptar tal realidad nos obliga a reconocer la urgente necesidad de formar a las personas para que sean capaces de afrontar y tomar decisiones responsables sobre cuestiones nuevas y situaciones nuevas. 

Hoy, más que nunca en la historia, nuestras sociedades necesitan formar personas "responsables", sabiendo que la responsabilidad deberá ejercerse incluso ante situaciones inéditas.

Me he extendido mucho para llegar hasta este punto: Este es el contexto social amplio en el que nos movemos. Y es en este contexto que se nos plantean las cuestiones de derechos y deberes de los menores, y, por tanto, sus responsabilidades legales.

En la historia de la justicia de menores parece que ha habido múltiples intentos de encontrar un equivalente personal o "psicológico" al concepto de "imputabilidad", es decir, a la existencia de plena responsabilidad criminal. En los Códigos Penales españoles de 1822 y 1848 no podía haber responsabilidad antes de los 7 y los 9 años respectivamente, y el sustrato justificativo era el "discernimiento", que podía eximir de responsabilidad hasta los 17 y los 15 años también respectivamente. El concepto de discernimiento siempre fue difícil de definir, especialmente a partir de que se le diferenciara claramente de la inteligencia o "capacidad de raciocinio". Algunos autores y legisladores han preferido conceptos como "madurez psíquica" o "madurez mental", mientras que, como dice RODRIGUEZ DEVESA (1 991) un sector de los expertos se inclina por estimar que se refiere a la capacidad moral

Parece que estuvo tempranamente presente, en la conciencia de los legisladores, que esa capacidad que otorga responsabilidad no siempre se adquiere a una misma edad, ni es válida en cualquier circunstancia, ya que siempre se plantean amplios intervalos en los que debe ser "estimada" de alguna manera. Ello entra en abierto conflicto con uno de los objetivos que en el fondo se ha seguido persiguiendo con todo Código Penal: un criterio clasificatorio que divida objetivamente a las personas entre responsables y no responsables, por razón de su momento evolutivo, y aunque sea con matices.

A pesar del enorme interés y resonancia que tuvo el temprano trabajo de PIAGET (1932) sobre el desarrollo del criterio moral en el niño, no ha sido este un terreno en que la investigación ha sido tan abundante como en otros (como el desarrollo de la inteligencia, por ejemplo), posiblemente por lo escurridizo que resulta el tema desde un posicionamiento científico.

A pesar de todo, hoy contamos ya con un cuerpo sólido de investigaciones que, si bien aún nos deja muchas incógnitas por resolver, nos posibilita plenamente un amplio debate, inimaginable hace tan sólo tres décadas.

El marco teórico que sin duda ha resultado más productivo es el propuesto por KOHLBERG (1958, 1964, 1976, 1978, 1980), que ha descrito el desarrollo moral en una secuencia de tres niveles (preconvencional, convencional y autónomo), cada uno de los cuales comprende, a su vez, dos estadios. Cada estadio implica una coordinación de la reciprocidad a un nivel superior que el anterior. Dichas coordinaciones permiten ir descubriendo progresivamente formas más justas de resolver los conflictos morales.

Los trabajos de este investigador han obtenido un sólido respaldo empírico en relación con los cinco primeros estadios, tanto a través de investigaciones longitudinales (COLBY, KOHLBERG, et al., 1978) como transculturales (SNAREY, 1985). En el Cuadro 1 se puede apreciar esquemáticamente la secuencia que suponen dichos cinco estadios.

 

Cuadro 1

 

Este aval teórico hizo que el propio KOHLBERG y otros autores experimentaran modalidades de intervención que permitieran elevar o acelerar el nivel de desarrollo moral de determinadas personas. Uno de sus alumnos realizó su tesis doctoral y mantiene una notable línea de investigación sobre las "intervenciones educativas basadas en el conflicto y la discusión, como métodos de educación moral" (BLATT & KOHLBERG, 1975). Su modelo de intervención ha sido aplicado e investigado en instituciones de reforma por otro discípulo, HICKEY (1972).

Diversos trabajos han confirmado que un buen número de menores infractores presentan estadios de desarrollo moral inferiores a otros muchachos de su misma edad. Sin embargo, se apreció que acostumbra a haber una alta correlación entre desarrollo cognitivo y desarrollo moral, mientras que la madurez cognitivo-moral no siempre esta altamente asociada con el comportamiento social (JURKOVICK & PRENTICE, 1977).

Por una parte, para llegar a discutir sobre cuestiones hipotéticas y abstractas que suelen ir parejas a los problemas morales desde el estadio tercero, al nivel necesario para que surjan conflictos, hace falta haber alcanzado el nivel del pensamiento formal (DIAZ AGUADO, 1991). Los estudios llegan a la conclusión que el desarrollo lógico es una condición necesaria, pero no suficiente, del desarrollo del razonamiento moral. Para llegar al razonamiento post-convencional es necesario un pleno dominio del pensamiento operatorio formal. Por otra parte, la posibilidad de ejercitar un comportamiento madurativamente viable depende de que el contexto social en que el sujeto vive así lo posibilite o potencie.

A decir del propio KOHLBERG (1 972), el método de la discusión moral es muy positivo, aunque debe ser un componente dentro de un modelo de intervención mucho más amplio: "la condición fundamental para el desarrollo moral, para el desarrollo del sentido de la justicia, no es la participación en grupos de discusión moral, sino la inserción en una comunidad justa ".

Para que la discusión moral favorezca la construcción de nuevas estructuras, deben existir como mínimo tres condiciones (KOHLBERG, 1976).

- que implique la exposición a un estadio superior de razonamiento.

- que se planteen problemas y contradicciones, creando insatisfacción con las estructuras construidas.

Es fácilmente presumible, conociendo las historias personales de muchos menores infractores, que en sus ambientes familiares y sociales no se han dado estas condiciones de discusión moral, y, a menudo, tampoco las de ser una comunidad justa. Parece, pues, lógico esperar que entre las poblaciones de menores infractores encontremos niveles inferiores de desarrollo moral a igual edad: Es la inevitable consecuencia de haber tenido menores oportunidades de estimular tal desarrollo que la media de la población.

En cualquiera de los casos, estamos hablando de la posibilidad de haber vivido determinadas experiencias, no de edades concretas. Hemos apuntado que existe una condición previa, relativa al desarrollo intelectual, para que sea posible alcanzar un determinado estadio del desarrollo moral. Sabemos que las propias capacidades de desarrollo intelectual mantienen sólo una relación aproximada u orientativa con la edad, y que existen importantes diferencias personales que no son cualificables ni mucho menos de patológicas (además, obviamente, de existir también diferencias originadas por patologías graves, aunque ello sea poco frecuente). No podemos pues eludir la consideración de que si la capacidad de responsabilidad de un niño depende de su desarrollo moral (y todo parece indicar que sí), la edad no es más que un indicador muy relativo, poco potente, poco discriminante y, en definitiva, poco fiable. Se hace inexcusable evaluarla siempre junto con otros indicadores que aparecen como igual o más relevantes a la cuestión.

Al presentar este supuesto de estrecha relación entre responsabilidad y desarrollo moral no quiero dejar en el olvido muchas otras contribuciones de las Ciencias Humanas y Sociales que han hecho y siguen haciendo importantes aportaciones al conocimiento de la realidad que afecta a los menores infractores, sino todo lo contrario. En mi opinión, las líneas de trabajo que he apuntado en relación con los investigadores del desarrollo moral posibilitan una gran integración de elementos personales o más psicológicos del niño o niña, con elementos de su entorno social (familiar y societal), incluyendo los aspectos evolutivos, experienciales e histórico-familiares, ya que todos ellos se evidencian como interactuantes.

Precisamente creo que se puede hacer una importante tarea integradora considerando los logros ya obtenidos por otras líneas de investigación, que en principio parecen compatibles, como es el caso de los desarrollos de la teoría de la equidad y los estudios sobre adquisición de conductas pro-sociales.

 

2. CAMBIOS SOCIALES EN EL SENO DE LA FAMILIA: LAS NUEVAS RELACIONES PADRES-HIJOS.

La familia, reducto de la intimidad tanto para las relaciones de pareja como para las relaciones intergeneracionales, desde hace unas pocas décadas, viene cambiando profundamente sus estilos mayoritarios de relación. A ello han contribuido, sin duda, los nuevos conocimientos sobre el desarrollo del niño y los consejos y técnicas educativas que han ido sensibilizando a los padres y a los adultos en general. Pero, también han contribuido grandemente otros muchos factores: En nuestro país, en concreto, el clima de proceso democratizador generalizado; pero también, por ejemplo, los planteamientos de igualdad de la mujer y de reparto de roles de crianza, con los correspondientes cambios de roles sociales y profesionales, y el mayor nivel cultural medio de los padres.

A medida que las relaciones entre los miembros de la familia se han ido democratizando, el niño y la niña han ido adquiriendo nuevos protagonismos: Se les escucha más, se tiene más en cuenta su opinión previamente a la toma de decisiones familiares, se les reserva y respeta más un espacio propio de intimidad, etc... Por otra parte, el castigo físico ha ido desapareciendo de la mayoría de las familias como medida educativa o como medida de exigencia de responsabilidad por actos intencionales; si bien los sistemas de manipulación psicológica e incluso de amenaza pueden haberse sofisticado mucho. Además, un buen número de niños cuentan con cifras suficientemente notables de dinero de bolsillo como para convertirse en consumidores con criterios relativamente autónomos, configurando así su entorno propio y sus hábitos de conducta cotidiana a partir de los elementos de que él mismo se dota.

En un estudio reciente (FACTAM, 199 l), en base a una muestra de 1200 hogares españoles, que utilizó como referentes los tres modelos tradicionales de relación educativa padres-hijos, aparece la siguiente distribución de porcentajes:

 

modelos autoritarios ..................20%

modelos "laissez-faire"................. 7%

modelos inductivos de apoyo.... 41 %

modelos mixtos .........................32%

 

De estas cifras podemos desprender que, posiblemente mejorando el pasado reciente, ya casi en la mitad de las familias españolas existe una relación relativamente democrática con los hijos. Ello sin omitir que el porcentaje de familias netamente autoritarias es aún alto.

En el Cuadro 2, extraído del mismo estudio, podemos ver el grado de apertura al diálogo con los hijos, en función de distintas decisiones a tomar y de la edad, tanto de los padres, como de los hijos.

Cuadro 2

 

Paralelamente, las nuevas formas de organización familiar que han aparecido los últimos años y que crecen de forma notoria en todos los países industrializados (familias monoparentales, familias reconstituidas, padres divorciados o separados que se reparten la atención de los hijos, etc... ), han hecho que los niños y niñas tengan que aprender a manejarse en nuevas situaciones que, a menudo, implican el depender menos de una única relación emocional estable con dos progenitores, buscando compensaciones a la menor intensidad o regularidad de tal vínculo.

Ello, en la práctica, significa que los niños y niñas tienen mayores espacios de autonomía y libertad, a veces obligados por las circunstancias que les rodean, con las correspondientes responsabilidades que ello les ha obligado a asumir. No es infrecuente que los adultos sobrevaloremos esas nuevas libertades (porque nosotros no las tuvimos),y tendamos a minorizar las nuevas responsabilidades.

Ahora bien, las expectativas de los padres en relación con las capacidades de sus hijos han demostrado ser importantes variables intervinientes en el proceso, y ello incluye el proceso de responsabilización. Cuanto más temprana es la edad en la que para un niño o niña tiene un progenitor la expectativa de que domine una determinada habilidad, más presión educativa se ejerce para que la adquiera, confiriéndole una alta valoración positiva (CASAS, 1992).

Distintas investigaciones han demostrado que las expectativas evolutivo-educativas de las madres están estrechamente relacionados con su estatus, tanto si se considera el nivel de estudios como el nivel profesional. En una muestra española, por ejemplo, PALACIOS & OLIVA (1991) encuentran que cuanto más bajo es el nivel de estudios, más tendencias se observan en las madres a actitudes de tipo represivo y coercitivo, más se inclinan a que el niño o niña adquiera conductas prosociales de forma obligada, y más valoran los resultados académicos y la obediencia. Es decir, tanto las actitudes, como las expectativas de los progenitores, condicionadas por su estatus, influyen en el estilo educativo, creando experiencias y contextos distintos en el proceso de socialización del niño o niña.

 

3. LAS REPRESENTACIONES SOCIALES QUE LOS ADULTOS TIENEN DE LOS NIÑOS Y DE SUS CAPACIDADES. 

Algunas de las observaciones constatadas en el seno de las relaciones familiares son, presumiblemente, extrapolables a niveles sociales amplios: Si las expectativas del conjunto de la población adulta son altas en relación a la adquisición de determinadas capacidades o habilidades por parte de nuestros niños y niñas, posiblemente se desarrollan presiones sociales tendentes a la consecución de tales objetivos.

¿Queremos unos niños y niñas más responsables, más autónomos para afrontar los cambios sociales futuros, con criterios morales más desarrollados? ¿ 0 queremos unos niños y niñas mejor controlados, más a la imagen y semejanza de los adultos de hoy, con unos criterios morales prefijados?

Las respuestas a tales preguntas no son, en absoluto, ni fáciles ni banales. Como tampoco, son cuestiones muy objetivables: están cargadas de opciones de valor. Además, cualquier análisis simple de las mismas estará fácilmente sesgado por nuestras representaciones colectivas sobre qué es la infancia.

La propia pertinencia de la pregunta o el mero hecho de considerarla de interés social para debate, puede generar fuertes reacciones emocionales. Para buena parte de los españoles, los niños o la infancia son conceptos que pertenecen a la esfera de lo privado, y sólo su devenir como adultos (es decir, no su presente) tiene repercusiones colectivas y exige responsabilidades públicas. Ello parece explicar el fundamental desinterés, no sólo por la población infantil como un todo, sino incluso por las instituciones que se dedican a los niños. La mayoría de los ciudadanos desconocen las instituciones públicas o privadas que actúan en el ámbito de la infancia en su propio barrio o en el municipio (AGUINAGA & COMAS, 1991).

El discurso social sobre la infancia está cargado de discrepancias entre las afirmaciones teóricas (por ejemplo, sobre los derechos) y las actuaciones concretas. Aunque la opinión general está cada vez más a favor de compartir las tareas de crianza entre ambos progenitores, en la práctica se sigue justificando el absentismo del padre, mientras que se persigue la culpabilización de la madre que no atiende suficientemente a sus hijos (JUSTE, RAMIREZ, & BARBADILLO, 199l). Los artículos de la Convención sobre los Derechos de Niños y Niñas que les otorgan autonomía están peor valorados que los que se refieren a la protección (AGUINAGA & COMAS, 1991).

 

4. LA CONVENCION SOBRE LOS DERECHOS DE LOS NIÑOS Y NIÑAS: RECONOCIMIENTO DE UNOS DERECHOS CIVILES.

Aunque resulte repetitivo, no puedo dejar de señalar una vez más la trascendencia histórica de la Convención. Como algunos autores han apuntado, sus repercusiones a nivel internacional sobre la concepción del niño abren, sin duda, un nuevo período histórico para la infancia. Llegar a ella ha supuesto una larga secuencia de pasos, separados por larguísimos intervalos, como se ilustra en el Cuadro 3. Podemos hablar ya de una "Nueva Era de la Infancia" o incluso de una "nueva infancia".

Cuadro 3

1924 - Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño.

1959 - Declaración de los Derechos del Niño de las N.U.

1989 - Convención sobre los Derechos de los Niños y Niñas.

(En vigor a partir del 2-11-1990).

 1990 - Cumbre Mundial de Jefes de Estado y de Gobierno, en Nueva York, con la firma de:

• Declaración Mundial sobre la supervivencia, la protección y el desarrollo del niño.

• Plan de Acción para la aplicación de la Declaración.

Algunos artículos de la Convención tienen especial relevancia por referirse no a los problemas o carencias que un niño pueda tener, y que requiere protección, sino a derechos civiles, claramente vinculados a las libertades básicas, y, en su promoción, a la calidad de vida. Los artículos más destacables entiendo que son los 12 al 16, que, resumidamente, dicen:

Art. 12.- El niño tiene derecho a expresar su opinión libremente en todos los asuntos que le afectan. También debe ser escuchado en todo procedimiento judicial o administrativo que le afecte. Su opinión será tenida debidamente en cuenta en función de su edad y madurez.

Art. 13. El niño tiene derecho a la libertad de expresión. Ello incluye la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de todo tipo. Con las únicas limitaciones que establece la Ley.

Art. 14.- El niño tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. Con la guía de los padres y las limitaciones establecidas por la Ley.

Art. 15.- El niño tiene derecho a la libertad de asociación y a la libertad de celebrar reuniones pacíficas. Con las únicas limitaciones que establezca la Ley como necesarias en una sociedad democrática.

Art. 16.- El niño tiene derecho a no ser objeto de injerencias ilegales en su vida privada, con su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques ilegales a su honra y a su reputación.

 

En el artículo 12 nos aparece como condicionante para tener en cuenta la opinión del niño o niña, su "madurez" concepto que vuelve a referirse, es de suponer, a su capacidad de responsabilizarse de sus actos, en este caso en relación con el ejercicio de un derecho.

Ciertamente no podemos ignorar que la asunción social de la nueva visión de la infancia que exige el nuevo período histórico nacido con la Convención, no es mera repetición o divulgación de un redactado. Es imprescindible que también los contenidos de la Convención lleguen a todos los ciudadanos (incluidos los propios niños) de forma que les sean asequibles y fácilmente interiorizables, más allá de la literalidad normativa, ya que sólo así se puede hacer realidad su intención profunda.

En el fondo estamos apuntando hacia un cambio de los sistemas de relaciones entre adultos y niños, todos los niveles sociales, tanto a nivel macrosocial como de la vida intrafamiliar. La tendencia, obviamente, se orienta hacia un mayor reconocimiento del niño como persona y como ciudadano, hacia la superación de antiguos esquemas de dominación, autoritarismo, machismo y paternalismo, y hacia un mayor reconocimiento y participación social de los niños y niñas. Los adultos debemos aprender a mejorar nuestra escucha, la atención que prestamos a los niños y niñas, a abrir nuevas vías de diálogo en todos los espacios que la vida cotidiana posibilite. La infancia debe hacerse más próxima y más presente en la sociedad adulta, para evitar que persista el que se sienta a los niños como ajenos a nuestro propio mundo social del presente, e incluso a ese propio futuro colectivo que empieza hoy mismo.

 

5.- PARTICIPACION SOCIAL Y RESPONSABILIZACION.

La construcción de una sociedad cada vez más democrática y participativa exige la práctica de tales principios desde la infancia. Dicha práctica no debe ser restrictiva de determinados espacios institucionales (aunque sea evidentemente positivo que se profundice en ella, por ejemplo, en la escuela), sino que debe ir impregnando toda la vida social. Sólo así el niño podrá asumir una actitud más solidaria con aquellos que tienen mayores dificultades para ejercer una igualdad de oportunidades.

 La interiorización de la responsabilidad social que ello comporta, resulta inseparable de la construcción de una representación de la vida social en la que cada cual puede y debe aportar para mejorar su propia sociedad. En un momento histórico en donde muchos jóvenes parecen dejarse llevar por los sentimientos de impotencia y desencanto, es crucial que niños y jóvenes dispongan de espacios sociales en donde puedan sentirse protagonistas de ciertos aspectos de la construcción de su futuro colectivo.

Para ello es necesario superar la raíz etimológica de la palabra "infancia" (los que no tienen palabra) para ofrecerle canales auténticos de expresión y práctica responsable en la medida de sus capacidades, aceptando los adultos que se de cabida a una paulatina mayor escucha de la voz de los niños, desde los mismos niños y niñas, en el contexto de cada realidad territorial concreta. Por ejemplo, los niños podrían ser más escuchados al configurar el diseño urbanístico de los espacios públicos de juego en su barrio, en ocasiones de grandes cualidades estéticas pero de pocas cualidades prácticas para jugar, pongamos por caso, a fútbol o con la bicicleta de forma segura y sin molestar a los transeúntes; ciertamente, no sería muy complicado.

En el marco normativo español debemos apuntar algunos cambios recientes que, presumiblemente, van a contribuir en alguna medida en la dirección del necesario cambio de actitudes. Un paso importante, por ejemplo, está en la participación de los alumnos en los consejos escolares, y en la creación de Juntas de Delegados, que se regula a partir de la LOGSE, Como dice el artículo 1 0 de Real Decreto 1 543/1988: "los alumnos tienen derecho a participar en el funcionamiento y en la vida de los Centros, en la actividad escolar y en la gestión de los mismos, en los términos previstos en la Ley Orgánica 8/1985". Además, el artículo 12 confirma que "los alumnos tienen derecho a asociarse, creando asociaciones, federaciones y confederaciones, las cuales podrán recibir ayudas, todo ello en los términos previstos en la legislación vigente. Igualmente tienen derecho a constituir cooperativas educacionales en los términos previstos en la Ley General de Cooperativas".

Evidentemente, también debemos recordar aquí las modificaciones introducidas en el Código Civil por la Ley 21/87, en el sentido que todo menor debe ser oído por el juez antes de ser adoptado o acogido, si tuviere "suficiente juicio", y, en todo caso, debe consentir si es mayor de 12 años.

Un resumen de las edades que actualmente contempla el ordenamiento jurídico español aparece en el Cuadro 4.

Cuadro 4

EDADES QUE CONTEMPLA NUESTRO ORDENAMIENTO JURIDICO

12 años:

  • Consentimiento para ser adoptado o acogido.
  • Deberán ser oídos en relación con las medidas judiciales sobre su cuidado y educación.

14 años:

  • Capaz para testar, salvo el ológrafo.
  • Hábil para testificar.
  • Capaz para solicitar la nacionalidad, asistido por su representante legal.
  • Dispensa de edad para contraer matrimonio.

 

16 años:

  • Puede ser emancipado por voluntad de los padres y por concesión judicial.
  • Mayoría de edad penal.
  • Mayoría de edad laboral.
  • Carnet de conducir ciclomotores.
  • Enseñanza obligatoria.
  • Compra de tabaco
  • Bebidas alcohólicas.
  • Entrada en bares, clubs nocturnos y discotecas.
  • Disponer de su salarlo

 

17 años:

  • Ingreso voluntario en el Ejército.

 

18 años:

  • Mayoría de edad
  • Carnet de conducir
  • Uso de máquinas recreativas con premio o azar.
  • Entrada en casinos, bingos.
  • Derecho al voto.
  • Tomar dinero a préstamo.
  • Gravar o enajenar bienes inmuebles o establecimientos mercantiles.

 

18 años (o 16 emancipado)

  • Residencia
  • Vivir independientemente de los padres
  • Asilo
  • Estatuto de refugiado.
  • Cambio de nombre.
  • Creencias religiosas o miembro de una organización.
  • Asociacionismo.
  • Autorización para intervenciones quirúrgicas.
  • Comparecer en juicio.
     

     

 

6. SOCIALIZACION Y CONTROL SOCIAL EN EL CONTEXTO DE UNAS DINAMICAS ACELERADAS DE CAMBIOS SOCIALES.

El aumento de libertad, autonomía y derechos requiere un equilibrado paralelismo con el aumento de responsabilidades. Al igual que la libertad no se concede, sino que se conquista o se asume, la responsabilidad no se puede presuponer que se adquiere por decreto, sino que se construye. No se puede empezar exigiendo responsabilidad, sino facilitando las condiciones para que la responsabilidad se aprenda y se exprese.

Se han apuntado varias ideas, basadas en experiencias, para que nuestros niños y niñas tengan posibilidades de ejercitar y construir su responsabilidad: teniendo posibilidades reales de participación activa en el máximo número de espacios posibles de la vida social, pudiendo dialogar y debatir sobre criterios de valor y morales, pudiendo participar en comunidades justas, etc..

Como ya han dicho otros autores, al mismo tiempo que se han producido importantes cambios en las relaciones entre padres e hijos, o entre educadores y niños, en muchos países también los ha habido en el campo de la justicia penal de los menores, en la línea de reducir las diferencias entre ésta y la de los adultos (JUNGERTASS, 1989). El nuevo modelo se ha venido denominando "modelo justicia", y reúne las siguientes características:

- la división entre justicia penal de adultos y de menores deja de ser una línea tan claramente marcada, para quedar más difuminada.

- refuerza la posición legal del menor.

- pone un acento más fuerte en su responsabilidad social, sobre la base de que ha de dar cuenta de sus actos y de las consecuencias que los actos delictivos tienen sobre otras personas.

- expresa más preocupación por las víctimas de los actos delictivos y menos por la personalidad y necesidades del menor.

- afirma la necesidad de reparar y resarcir a la sociedad o a las víctimas individuales de los perjuicios o heridas sufridas.

- debilita la concepción de protección, de asignación a cargo y de tratamiento, en la medida que fortalece la concepción de responsabilidad propia.

 

Hay que entender que este modelo de justicia de menores tiene su pleno sentido en el contexto señalado por el principio apuntado en el punto 1.4 de las Reglas de Beijing, según las cuales la justicia de menores "deberá administrarse en el marco general de justicia social para todos los

menores", y en el espíritu de la Recomendación (87) 20 del Comité de Ministros del Consejo de Europa de evitar la judicialización (art. 2 y 3), eliminar progresivamente el recurso a la reclusión, y multiplicar las medidas de sustitución (art. 14).

Los nuevos procedimientos de justicia de menores aprobados en nuestro país parece que posibilitan mucho más que la legislación anterior tanto el respeto de los derechos, al haberse introducido posibilidades de desjudicializar y satisfactorias garantías procesales, como la potenciación de una responsabilización por parte del menor en la diversidad de medidas aplicables, especialmente en aquellas que se adoptarán con acuerdo del menor. Las dudas, como siempre en estos casos, aparecen al imaginar las distintas posibilidades y modalidades de aplicación práctica de aquello que está escrito.

Algunas de las dudas más concretas nos aparecen cuando intentamos trasladar la lógica del proceso judicial, a un esquema del proceso de intervención psicosocial, desarrollado con premisas de rigor científico, como se intenta en el Cuadro 5. Hay dos momentos cruciales de todo proceso de intervención que nos queda velado en el discurso jurídico: el de formulación de hipótesis y el de evaluación de resultados.

Todo programa de intervención, una vez concretizado en una evaluación de situación contextualizada, exige la formulación de hipótesis sobre las maneras (probables, nunca ciertas) de alcanzar determinados objetivos, porque tanto las evaluaciones como las tomas de decisiones de los humanos están sometidas a márgenes de error. La evaluación de los resultados observados posteriormente es lo que posibilita tanto corregir los errores, como "aprender" para no repetirlos y para adoptar medidas correctivas en todo el sistema (tanto a nivel del caso concreto, como de los procesos generales). La presumible falta de flexibilidad del procedimiento judicial le convierte en un mecanismo que carece de toda la adaptabilidad que requeriría para adecuar con relativa rapidez la teoría a la práctica.

Además, el establecimiento de hipótesis de intervención correctas requiere una gran claridad en la formulación de los objetivos. Dudamos que los objetivos estén tan claros como a primera vista parece: El objetivo de "educar", traducido a términos psicológicos, puede tener que ver con "hacer a la persona más responsable", con "modificar su conducta", o con "sancionar educativamente". Los paradigmas teóricos para proponer intervenciones en relación a cada uno de estos propósitos pueden ser distintos, con los que los procedimientos técnicos de intervención también lo deberían ser. Aquí se observa un gran trabajo de colaboración pendiente entre psicólogos y juristas.

Como no se trata de dar rienda suelta a la imaginación para fantasear todo tipo de dudas, voy a apuntar sólo dos debates abiertos con repercusiones psicosociales a niveles bien distintos, y que se pueden resumir en dos preguntas:

A) ¿es justa, en orden a la responsabilización de nuestros niños y niñas, la actual distribución por edades que hace nuestro ordenamiento jurídico en función de los derechos reconocidos y las responsabilidades atribuidas?

B) ¿el informe de los expertos, habida cuenta de la relevancia de las variables que específicamente concurren en cada caso, serán adecuados y adecuadamente tenidos en cuenta?

Ante la primera pregunta queda pendiente la tantas veces reclamada homologación de los límites de la edad penal con los de la edad civil. Y también se observa que algunos derechos civiles contemplados en la Convención sólo pueden ser ejercidos a partir de los 16 años si el menor está emancipado.

La Evaluación de la capacidad de responsabilidad (llámese maduración, desarrollo psicológico, desarrollo moral, etc...) de un niño o niña hemos visto que es una cuestión compleja, por lo que nos resultan plenamente lícitas dos dudas. La primera es en relación a los recursos de los propios profesionales, habida cuenta de los instrumentos objetivos de evaluación hoy por hoy disponibles, de valorar en su justo equilibrio tanto la situación del menor, como la medida más adecuada para su desarrollo personal futuro; profesionales de la intervención e investigadores tienen aquí un amplio reto. La segunda se refiere a la repercusión real que tendrá de facto el informe técnico para la toma de decisiones judiciales; si los técnicos hacen un esfuerzo de coherencia y rigor en su trabajo, y ello resulta en una poca consideración por parte de los jueces, el resultado puede derivar en el deterioro de todo el sistema.

Estas cuestiones apuntan hacia una muy seria necesidad tanto de formar y mantener una formación permanente para todos los profesionales implicados en el proceso, como de desarrollar investigación específica en dos direcciones: Una básica, para profundizar en el conocimiento de las capacidades positivas de los niños y niñas, insistiendo en el proceso de desarrollo moral. Otra aplicada, que permita seguir y evaluar rigurosamente los resultados de las intervenciones efectivamente adoptadas para cada caso, de manera que, con el tiempo, se disponga de un "feedback" que permita analizar críticamente el funcionamiento del sistema a la luz de los beneficios reales alcanzados por los menores infractores.

Estar dispuestos a cambiar tan pronto como sea necesario, reconociendo posibles errores, sería una buena manera de mostrarnos ante los menores como adultos coherentes con una sociedad aceleradamente cambiante, a la búsqueda de sistemas cada vez más justos.

 

REFERENCIAS