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ESTUDIOS

 

EL PSICOLOGO CRIMINALISTA Y SUS

DESAFIOS ACTUALES*


THE CRIMINOLOGICAL PSYCHOLOGIST AND

HIS PRESENT CHALLENGES

 

Vicente GARRIDO GENOVES 1

Universidad de Valencia. España


RESUMEN

PALABRAS CLAVE

ABSTRACT

KEY WORD

INTRODUCCIÓN

Asuntos a considerar

LA FUERZA DE LA UTOPIA

CUESTIONES PREVIAS

OBJETIVOS PRIORITARIOS

UNA CREENCIA BASICA: PODEMOS Y QUEREMOS TENER UNA SOCIEDAD MENOS VIOLENTA

UNA PSICOLOGIA COMPROMETIDA

FINAL

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS


RESUMEN

La psicología criminal necesita de un nuevo desarrollo si ha de responder con éxito a los nuevos desafíos del próximo siglo. Nosotros apoyamos, siguiendo el argumento de Young sobre el desarrollo histórico de la criminología, la utopía de la efectividad como una estructura heurística y práctica para esta disciplina. El artículo se centra en los principales retos de la psicología criminal: la prevención de la delincuencia, la prevención del maltrato en la infancia, el contexto comunitaria de la rehabilitación, la aproximación organizacional a la gestión de las prisiones y la prevención y atención a la mujer física y sexualmente agredida, y considera otras perspectivas que resultan importantes para el futuro.

 

PALABRAS CLAVE: Prevención. Maltrato infantil. Intervención comunitaria. Prisión.

 

ABSTRACT

Criminal Psychology needs a new path in order to response to the next century old and new tasks. We support, following the Young,-5 argument for the historical development of Criminology, the utopia of effectiveness as a heuristic and practical framework for the criminal psychologist. The paper focus on the criminal psychology main challenges: the prevention of criminal behaviour, the prevention of child abuse (including sexual) and neglect, the community context of rehabilitation, the development of the organizational approach for the management of prisons and the prevention and treatment of the physical and sexual abuse in women. Finally, we consider which other perspectives are valuable to start the next century on a solid base,

 

KEY WORDS: Prevention. Child abuse neglect. Communitary intervention. Prison.


* Este artículo desarrolla la ponencia inaugural leída en la IV Conferencia de la Sociedad Europea de Psicología y Ley, en Barcelona, en abril de 1994.

(1) Dirección/Address: Facultad de Educación, Avda. Blasco lbáñez, 21 dupl. 46010 Valencia, España.


 

INTRODUCCION

Cada vez que he descubierto que me había equivocado, o que mi trabajo había sido imperfecto, y cuando he sido desdeñosamente criticado e incluso he sido sobrevalorado hasta tal punto que me sintiera mortificado, mi mayor consuelo ha sido decirme a mí mismo cientos de veces que «he trabajado tanto como podía y lo mejor posible, y que nadie puede hacer más que esto» (Darwin, 1993, p. 73).

Estas palabras pertenecen a Charles Darwin, extraídas de su autobiografía, e ilustran con extrema sencillez la tenacidad del científico en poner, piedra a piedra, un camino transitable hacia el conocimiento de una realidad y, eventualmente, hacia su mejora para el mayor bienestar del ser humano.

En los inicios de la criminología científica, contemporánea con los descubrimientos de Darwin, hay un espíritu de esta misma índole, un afán por descubrir lo mejor para una sociedad mejor. Es éste, en efecto, un camino importante que nace de la utopía del liberalismo y del positivismo. La psicología, impulsada por las mismas fuentes (donde triunfan los cánones del utilitarismo y funcionalismo), también participó en pos de lograr una sociedad más científicamente organizada, lo que entonces equivalía al logro de un mayor bienestar para todos. La psicología criminal, entonces, nace del corazón de una utopía: comprender al ser humano, y diseñar formas de prevención y tratamiento que nos acercaran a una sociedad sin delito. Con independencia del modo en que cristalizaran algunas de estas propuestas iniciales, el movimiento reformista con los delincuentes juveniles y adultos es un intento de desarrollar la ciencia para la mejora de la condición humana

La tradición que poseemos en el ámbito de la psicología de la ley, resultado de más de cien años de investigación científica, constituye un bagaje de conocimientos importante, suma de esfuerzos de las utopías anteriormente señaladas, al que deberíamos añadir a partir de los años 30 los trabajos impulsados por otra utopía: el socialismo, con su ideal de igualitarismo y Justicia social (Young, 1992).

Estos progresos han logrado el reconocimiento de la psicología como una ciencia importante para el siglo XX. Aunque la psicología legal tardó más en hacerse un hueco en el mercado de la prestación de servicios a la sociedad, probablemente hoy sería correcto decir que ningún estado moderno prescinde de los servicios del psicólogo en la administración de la justicia criminal o civil. Es decir, cabe aseverar que los psicólogos hemos demostrado al mundo nuestra utilidad, hemos probado ser útiles. En efecto, los jueces nos necesitan para que les asesoremos cuando toman una medida con un menor, o cuando han de decidir a quién otorgan la tutela de un niño en un caso de separación. Igualmente, las víctimas reciben apoyo y consuelo de nosotros cuando han de reinstaurar su vida, alterada por el impacto del delito sufrido. También confía la sociedad en los psicólogos cuando elaboramos programas para delincuentes, en la prisión o en la comunidad, que nuestra labor ayude a impedir nuevas reincidencias, o al menos que nuestros diagnósticos y clasificaciones faciliten ese proceso, y contribuya al logro de una convivencia más segura y justa, que incluya a los propios delincuentes de esa sociedad.

En fin, más de cien años después de que los psicólogos empezáramos a intentar comprender y predecir el comportamiento humano, podemos llegar a un consenso: somos útiles para la sociedad, contribuimos a la disminución del sufrimiento humano y al aumento de la calidad de vida. El problema es que conceptos como «calidad de vida», o «bienestar», se emplean muchas veces en un discurso hueco, donde lo más relevante es, justamente, la apariencia de lo que se quiere hacer, más que lo que se hace. Pero si bien la política muchas veces convive con el discurso de la apariencia, resulta menos justificable que los psicólogos comulguen con una pragmática social inmovilista, donde lo relevante sea el discurso de la utilidad y no la eficacia, esto es, la consecución de fines progresivamente más cercanos a la resolución de los problemas que esa sociedad define, ya sea la prevención de los malos tratos a niños y mujeres, la delincuencia juvenil o el abuso de drogas.

La tesis fundamental de este trabajo es que los psicólogos relacionados con el ámbito de la ley hemos gastado grandes energías en intentar demostrar a la sociedad que somos útiles, lo cual se justificaba por la penuria de nuestra penetración social, pero que ahora ha llegado el momento de intentar demostrar que somos eficaces resolviendo problemas. Cuando peleábamos por ser útiles, queríamos demostrar que servíamos para algo, que era importante que se aceptara el razonamiento a priori de que la psicología tenía mucho que decir sobre multitud de temas legales: la custodia de niños en disputa, el diagnóstico de los delincuentes, el asesoramiento a un juez a la hora de dictar una sentencia, la asistencia a una víctima de violación, etc. Parece claro que la sociedad y las instituciones han aceptado esta presencia aunque es cierto que esto varía según países y ámbitos de actuación-, y que aun cuando no podemos dormirnos en la pugna por lograr mayores cotas de presencia (o de utilidad, si se me admite ya esta expresión como sinónimo de relevancia social), es necesario que al acabar el milenio la psicología legal emprenda ahora la pugna por la eficacia.

Ya no podemos seguir pretendiendo demostrar esa utilidad como fin prioritario; hemos de subir un peldaño más, de singular importancia. Se trata ahora de demostrar que somos eficaces. Es decir, no hemos de contentarnos ya con «estar ahí», con desempeñar un rol que sin duda logra cosas, sino que hemos de hacer ver a la sociedad y a los gobernantes que nuestra intervención es fundamental para solucionar importantes problemas sociales.

Propongo, por consiguiente, que saquemos un mejor partido de la tradición que tenemos, y que regresemos de nuevo a la utopía como directriz fundamental de nuestros esfuerzos. No podemos seguir estancados en la tradición. Esta ya ha perdido mucho de su empuje inicial, recibido a través de las utopías del siglo XIX. El nuevo lema de nuestro resurgimiento ha de ser la eficacia, entendida ésta como la acción estructurada para obtener un objetivo propuesto. Más ampliamente, hemos de encaminar nuestra labor, en lo teórico y aplicado, a construir y probar modelos de análisis y de ejecución que se centren en problemas sociales concretos, y contribuyan a solucionarlos.

 

Asuntos a considerar

Sobre estos fundamentos, en este artículo intentaré poner de relieve cuáles han de ser los objetivos y las condiciones que han de regir el tránsito de la psicología de la ley, desde la utilidad instalada en la tradición de la eficacia, una eficacia orientada hacia la solución de problemas humanos, no destinada a logros económicos o a otros fines espúreos. En especial, me centraré en la psicología criminal, aunque muchos de mis comentarios se apliquen igualmente a todas las competencias de la psicología aplicada a la justicia, por una razón básica: porque creo que el desafío más importante para los psicólogos de la ley es la prevención y el control de la violencia humana, en cuanto regulada por las leyes sociales. Y es tarea del psicólogo criminalista la elaboración de modelos teóricos y aplicados que permitan impedir el desarrollo de sujetos antisociales, o bien lograr que abandonen cuanto antes este estilo de comportamiento. Igualmente, el psicólogo criminalista tiene una importante responsabilidad en el terreno de la victimología, y sus competencias han de extenderse -dentro del amplio marco de impedir y controlar la violencia antisocial- a crear redes de asistencia y programas de apoyo a las víctimas del crimen. Sin olvidar, por supuesto, su relación tan magnífica en los últimos años con la policía y los agentes sociales de la comunidad para la obtención de vecindarios más solidarios y proactivos en la prevención del delito.

Pero también soy consciente que los psicólogos que asesoran en conflictos de los juzgados de familia, o en la esfera de la relación de los casos civiles, contribuyen a paliar situaciones que pueden colocar a un sujeto en situación de desventaja o incompetencia social. E igualmente, los psicólogos que se orientan a la sala de Justicia, estudiando a los testigos y el comportamiento de jueces y jurados, consiguen también la misma finalidad, al coadyuvar a un procedimiento más eficaz y justo.

Pretendo articular la argumentación de esta tesis a lo largo de mi conferencia, dividida ésta en una serie de partes. En primer lugar, señalaré que la psicología criminal y de la ley necesitan ahora la fuerza de una nueva utopía, una vez que las utopías del siglo XIX ya han cumplido su función. Posteriormente nos detendremos en unas cuestiones previas que han de ser valoradas en el proyecto de una psicología criminal eficaz, para pasar en tercer lugar a la determinación de los objetivos más prioritarios en esta nueva agenda para el siglo XXI. En cuarto lugar expondré la necesidad de forzar la extensión de una creencia básica, necesaria para esta nueva etapa, a saber, la de que podemos y queremos tener una sociedad menos violenta. En quinto lugar, plantearemos que la psicología criminal y legal han de sensibilizarse más ante las cuestiones sociales y, al igual que lo que apuntan algunas voces autorizadas en la ciencia actual, han de pugnar por erigirse en una psicología comprometida.

 

LA FUERZA DE LA UTOPIA

Para Horkheimer (1974, p. 21 1 ), el conformismo en el pensamiento y en la acción conlleva la renuncia misma del pensar y del actuar. Frente a la inercia se impone el pensamiento crítico: La crítica debería ser una consecuencia del conocimiento, un ejemplo de progreso y una constante de toda disciplina y sistema social (Fernández-Ríos, 1994, p. 28). En otro lugar (Garrido, 1990) definimos el rol del profesional que trabaja en la delincuencia como fundamentado en un posibilismo crítico o, si se quiere, basado en una ideología inconformista con el statu quo pero empeñado en el progreso constante hacia un ideal. El posibilismo crítico busca el acercamiento hacia una utopía, por lo que se esmera día a día en utilizar los conocimientos de la ciencia y la tecnología del modo más productivo posible; no destruye como meta primordial, sino que quiere crear realidades sobre las que fundamentar el próximo paso.

Mi recomendación es que no debemos de perder de vista el sentido de progreso de nuestra disciplina, sus fines últimos, que deben impregnar el quehacer diario. La tradición es importante, pero no debemos quedar estancados, mirándonos en el espejo de lo logrado, ya que pronto la imagen se torna borrosa y nos desorientamos. Hemos de recoger lo más nítido de esta tradición, y seguir adelante. Como afirma Young (1992), en la evolución de la criminología (y por implicación de la psicología criminal, añadimos nosotros) las utopías han jugado un papel muy importante. Las utopías no deben confundirse con las teorías, aun cuando digamos con frecuencia de éstas que tienen un cierto componente utópico. Antes bien, el pensamiento utópico está íntimamente conectado al futuro, dirigido hacia fuera; tiene un claro componente pasional. En palabras de Young (1992, p. 429):

Lo más significativo de todo, es que las utopías están unidas a la esperanza. Son inherentemente optimistas y continuamente se ufanan por lograr un futuro más brillante (...) son una manifestación de la imaginación, la fe y la creencia, cualidades que se adhieren en todos aquellos que las examinan o participan de algún modo en ellas (...). Ahora bien, a raíz de su relación con las pasiones, la mentalidad utópica genera con frecuencia planes contradictorios, es decir, utopías y distopías 2 (...) Mientras que las primeras expresan esperanza y fe, las segundas expanden melancolía y desesperación.

De este modo, el pensamiento utópico no renuncia a la obtención de un ideal, espoleado por la clara incongruencia que observa entre lo que es, y el modo en que debería ser. Se opone claramente al realismo, que actúa movido por lo que las circunstancias dejan ser 3.

Ahora bien, ¿cuáles han sido las utopías más importantes que han influido en el desarrollo de la criminología? Sin duda, las tres grandes utopías, que constituyen «un tipo de "estructura profunda" sobre la que descansa todo lo que hacemos y pensamos» (p. 432), son el liberalismo, el positivismo y el socialismo. Los grandes núcleos de investigación de la criminología, como las causas del delito, sólo pueden explicarse en su desarrollo a través de los años si buscamos en ellos las peculiaridades conceptuales propias de esas utopías. En el tópico de las causas del delito se puede apreciar el mismísimo surgimiento del positivismo:

Dentro de la Escuela Clásica de Criminología, la cuestión de las causas del delito es insignificante (... ) pero en el positivismo es un elemento central. Es más, proporciona la razón de ser de la disciplina; era la característica que permitía diferenciar el estudio científico del delito de otras orientaciones, incluyendo a la Escuela Clásica (... ). Se proponía explícitamente construir el edificio del control del delito sobre la infraestructura del descubrimiento de sus causas; el proyecto positivista, en su sentido más puro, buscaba establecer la ciencia de las causas y del control de la delincuencia (p. 433).

La criminología, entonces, surge y se desarrolla en el contexto de las utopías liberal y positivista, y el programa de investigación establecido en esos orígenes pervive hoy en buena medida. Inclusive las teorías que niegan la validez de la criminología liberal-positivista han de referirse a esos grandes temas de investigación, como si no pudieran crecer sino es actuando reactivamente frente a tales modelos.

Para Young (1992), la existencia de «un proyecto criminológico viable que ha sido profundamente influido por las utopías», rechaza una crítica que se le hace frecuentemente a esta disciplina, a saber, que la criminología siempre se ha puesto al servicio de los poderes dominantes, como un adjunto al sistema penal. Contrariamente, la criminología ha proporcionado generalmente un fuerte sentido e impulso críticos, aunque determinadas escuelas o criminólogos fueran acríticos con el poder. Pero esto ha de verse más bien como el producto de la profesionalización, que muchas veces establece una distancia importante con los orígenes de la disciplina, o bien el resultado de ocuparse de aspectos muy restrictivos, que pueden, efectivamente, perder la equidad que exigía el pensamiento utópico de los orígenes.

Lo importante, por consiguiente, es aceptar para el próximo futuro que la ilusión utópica no puede detenerse, sino más bien ampliarse, ya que no son pocos los interrogantes socio-culturales y económicos que se ciernen sobre el hombre y la mujer, a poco que reflexionemos sobre ello.

Esta voz de alarma es ahora, creemos, plenamente oportuna, cuando desde distintas fuentes se escuchan ruidos de cerrazón intelectual y abandono de los conocimientos en beneficio de la conservación de un sentimiento de seguridad basado en el castigo. Frente a la tesis de que «nada se puede hacer con el crimen» (cf. Wilson, 1983), y los planteamientos progresivamente «justicialistas» -en afortunada expresión de Santiago Redondo, 1993- seguirá siendo nuestra responsabilidad el declarar y, lo que es más importante, demostrar que podemos lograr que las cosas sean de otra forma, y que además esto es mejor para todos.

 

CUESTIONES PREVIAS

¿Qué cuestiones previas han de ser consideradas para este nuevo gran horizonte de la psicología criminal? Me referiré a tres: la primera es generalizar el sentimiento de que ahora la pugna se fragua en términos de eficacia; el crear una inquietud por superar cualitativamente esta etapa, por avanzar tras objetivos más ambiciosos. La segunda es definir unos límites, que a su vez supongan una conciencia de que la psicología no está sola en la tarea de solucionar los problemas sociales. Y la tercera cuestión previa, complementaria de la anterior, es generar una confianza en la tecnología que la psicología ha acumulado gracias a su tradición científica.

En primer lugar, y por lo que respecta a la diseminación de la utopía de la eficacia, hemos de recordar que, felizmente, los psicólogos legales hemos ya logrado ciertos éxitos, que pueden ser atribuidos al ámbito de lo eficaz, es decir, de un proyecto orientado a solucionar un problema. Por ejemplo, el que los psicólogos asesoren a los jueces de menores en España antes de que emitan una sentencia ha resuelto en gran medida el problema de la excesiva direccionalidad jurídica, diríamos el criterio único de la ley como respuesta de la sociedad ante el menor delincuente. Si esto cabe definirse como un problema, lo que sin duda para mí lo es, entonces los psicólogos hemos resuelto este problema. Pero si vamos un poco más allá y definimos como problema que los menores reincidentes no se conviertan en delincuentes adultos, entonces es obvio que todavía aquí no hemos logrado ser eficaces. Y es precisamente la preocupación acerca de estos proyectos lo que permitirá acceder a la psicología impulsada por la utopía de la eficacia.

Otra cuestión previa es la de decidir cuáles son las tareas que podemos echar sobre nuestros hombros de manera legítima, sin que sobrepasen nuestras fuerzas, o bien, sencillamente, porque no sean de nuestra competencia. Porque resulta obvio que muchos de los problemas criminológicos no dependen exclusivamente de los psicólogos para su solución, y ningún psicólogo sensato debería además -es mi punto de vista- reclamar el protagonismo para la psicología en la solución de tales problemas. De hecho, los grandes retos del psicólogo criminalista son grandes retos de la sociedad. Así, queremos prevenir la delincuencia, y tenemos muy buenas ideas para llevar a cabo planes de prevención, pero todos estamos de acuerdo en que esa prevención exige una política social amplia, que incluya a muchos sectores sociales, constituyéndose en un problema y un objetivo de todos

Pero esto no elimina nuestra responsabilidad, porque también es usual acomodarnos en nuestro quehacer diario y reflexionar que tal cosa «necesita de un cambio total», o que «no es de mi incumbencia». Precisamente, lo que la psicología criminal está considerando ahora, y otras áreas de la psicología también, es que tenemos razones importantes para no estar de brazos cruzados. 

Sirva como ejemplo concreto aquí el magnífico y reciente trabajo de Lipsey y Wilson (1993), en el que demuestran, mediante el análisis de 302 meta-análisis efectuados en los últimos quince años en el ámbito del tratamiento psicológico, educativo y conductual, y dirigidos a resolver problemas sociales o problemas prácticos del individuo, que hay razones más que sobradas para aseverar la utilidad de estos tratamientos, es decir, el hecho de que el empleo de los programas psicológicos contribuye de manera significativa a la solución de los problemas. Entonces, si la psicología es un instrumento en el que podemos confiar, la próxima cuestión ha de ser: ¿hacia qué objetivos hemos de dirigir nuestro punto de mira, buscando el obtener programas cada vez más eficaces?

 

OBJETIVOS PRIORITARIOS

En las líneas que siguen quiero referirme a los objetivos que, desde mi punto de vista, deberíamos plantearnos los psicólogos criminalistas en nuestro proyecto de ser eficaces (ahora me restrinjo a lo criminal de manera específica). Para ello me remitiré a las necesidades de mi país, mencionando algunos de los retos más significativos -sería imposible ser exhaustivo aquí- en la seguridad de que muchas de estas propuestas son aplicables en muchos otros sitios

La prevención de la delincuencia. Antes he dicho que la prevención es una cuestión de muy amplio espectro, que incluye a muchos agentes e instituciones sociales. De acuerdo. Pero creo que en este ámbito podemos hacer todavía mucho más, y demostrar que somos eficaces previniendo, que podemos realmente impedir que determinados chicos delincan cuando alcancen la adolescencia o que se impliquen en una vida llena de delitos. Hoy en día conocemos muchas de las claves para esta tarea preventiva, cuyo beneficio a nadie se escapa. Un muy reciente trabajo (Yoshikawa, 1994) ha situado con gran precisión cuáles son las posibilidades que la psicología y otras disciplinas relacionadas pueden contabilizar para enfrentarse al clásico (y enorme) problema de la prevención de la delincuencia. En síntesis, Yoshikawa revisó unos 300 estudios que versaban acerca de la prevención de la violencia, y halló que los programas que combinan el apoyo a la familia con la educación temprana de los hijos ayudan a prevenir la violencia juvenil y la delincuencia (véase también Zigler, Taussig y Black, 1992). Tales programas (que incluyen el Yale child welfare project, el Houston Pranet-child development center, el Syracuse famliy development research project, y el programa Perry preschool) suponen un ahorro de dinero al estado, y logran también una mayor independencia económica para las familias que participan, así como un empleo menor de las plazas de educación compensatorio y una reducción en el maltrato infantil (Barnett y Escobar, 1990).

¿De qué modo funcionan esos programas? Por una parte, el componente de apoyo familiar reduce los riesgos de violencia que se derivan de la familia, tales como una crianza punitiva, falta de supervisión, maltrato y un nivel educativo muy pobre. Por otra parte, el componente de la educación temprana reduce los riesgos que se hallan en el niño: problemas de conducta precoces y bajo logro escolar. La suma de ambos programas es esencial, a juicio del autor, para prevenir la delincuencia

Más en detalle, los programas de esta naturaleza deberían actuar al menos dos años -si bien es preferible 3 ó 5-, y mejor si empiezan en un período muy temprano de la vida del niño. Se recomienda visitar a los padres una vez a la semana o cada quince días, prestándoles ayuda emocional, información acerca de la crianza de los hijos y su desarrollo, y apoyo para las metas que los padres establecen 4. Finalmente, estos programas determinan que los niños asistan a guarderías o centros de preescolar de calidad.

Creo que es nuestra responsabilidad el exigir, en todos los foros posibles, que se lleven a cabo programas de esta naturaleza. Y que las experiencias nuevas intenten ahondar por este camino ya preñado de realidades.

La prevención del maltrato y el abuso sexual infantil. Aunque en muchas ocasiones los malos tratos a la infancia y la delincuencia infanto-juvenil van unidos, forzoso es reconocer que son problemas diferentes que comparten importantes causas (Garrido y Marín, 1992). E igualmente, a nadie se le escapa la urgencia de afrontar el insidioso fenómeno del abuso sexual a menores, cuyas derivaciones legales y sociales le convierten en un asunto espinoso de abordar (Ammerman y Hersen, 1991). Sea como fuere, la violencia en la persona de los niños tiene al menos la misma trascendencia que la violencia derivada de los niños, y los programas efectivos de que disponemos (cf., Wolfe et al., 199 l), son una exigencia permanente de que los psicólogos todavía no hemos desenterrado el hacha de guerra para hacerle frente, es decir, de que no hemos sido capaces aún de remover bastante la conciencia y los medios de la sociedad (cf., Salter, 1988).

De forma complementaria, es importante que recordemos que, por la gran vinculación existente entre los orígenes de la delincuencia, los malos tratos y el abuso de drogas (véase Hawkins, Catalano y Miller, 1992), parece muy probable que el consumo de sustancias adictivas se vea afectado muy notablemente por estos programas preventivos ya comentados.

El contexto comunitario de la rehabilitación. El desarrollo que ha habido en España en materia de intervención en la comunidad con delincuentes ha sido paupérrimo. Todavía peor, no hemos conseguido siquiera que el futuro código penal -salvo rectificación de última hora- contemple la figura de la libertad a prueba (probation) como medida alternativa a la reclusión. Esta penuria ha impedido que las penas alternativas a la privación de libertad no se encuentren entre el catálogo habitual de la ejecución penal, privando a los internos, y a la sociedad de la posibilidad de que muchas personas puedan acelerar su regreso a una vida no delictiva, y de que diferentes colectivos participen en esas tareas. Los psicólogos hemos de ser muy testarudos en este punto, y ponernos manos a la obra. Para ello, el primer paso ha de ser el demostrar, sin género de dudas, que podemos manejar a los delincuentes en la comunidad, y hacerlo con éxito. Nuestra posibilidad se centra, actualmente, en diseñar estudios en las prisiones abiertas y en el tratamiento de los menores delincuentes, donde tal intervención en la comunidad es posible, y diseminar convenientemente los resultados (!que esperamos sean positivos!). Lo que queremos decir aquí es lo siguiente: si deseamos que la probation y otras alternativas comunitarias a la reclusión sean una realidad, empecemos demostrando que somos eficaces con los delincuentes en aquellos contextos comunitarios en los que ya podemos trabajar. Al menos en España, eso no lo hemos demostrado todavía.

El desarrollo de la perspectiva organizacional en la gestión y concepto de la institución penitenciaria. La mayoría de la investigación psicológica realizada en las prisiones se ha relacionado con los programas de tratamiento, es decir, con un planteamiento clínico en relación a la rehabilitación del delincuente. Lösel y Bliesener (1989) abogan porque tal orientación se complemente con una aproximación derivada de la psicología organizacional. En España, Redondo también planteó esta necesidad hace ya algunos años (véase Redondo, 1993). Las tareas psicológicas así entendidas se incluirían en diferentes ámbitos, tales como estrategias de diagnóstico (que incluye información sobre los estados y procesos reales dentro de la organización, de sus individuos y grupos, tales como actitudes y personalidad de los funcionarios de vigilancia, niveles de estrés, problemas de rol, clima organizacional, etc.), estrategias de desarrollo y entrenamiento del personal, y estrategias de organización del trabajo y diseño ambiental. No parece arriesgado argumentar a estas alturas que las prisiones clásicas suponen un anacronismo ante los conceptos organizacionales de la psicología.

Por otra parte, quisiera hacer pública una preocupación que hace tiempo me viene rondando la cabeza, a saber, que la psicología penitenciaria en España corre el riesgo de recluirse en las eternas tareas de clasificación y, como mucho, en programas de tratamiento para grupos especiales, como delincuentes sexuales, afectados de Sida, etc. Obviamente, es muy importante ocuparse de estos grupos, pero no a costa del grueso del conjunto de los internos. Y, precisamente, yo creo que la política penitenciaria de los últimos años está marginando la elaboración de programas de intervención ambiciosos en los que, sin duda, la psicología ha de jugar un papel directriz- en beneficio de la «activitis», curiosa filosofía ésta según la cual muchas actividades sin conexión lógica entre sí han de suplantar a un modelo de intervención integrado. En esta filosofía, la animación sociocultural es el dogma central, y la suma de cientos de pequeños talleres como radiotransmisión, azulejería, baile clásico español o meditación transcendental, se convierte en la máxima ambición. En ocasiones, los propios talleres psicosociales como habilidades sociales o relajación se suman al menú, con lo que el asunto adquiere mayor viso de respetabilidad científica. Ya mi amable público habrá comprendido que estoy siendo un poco deliberadamente irónico para intentar subrayar, no que la animación sociocultural no sea algo importante, sino que tampoco en la prisión hemos de caer en la trampa de la apariencia en la imagen de utilidad, que a la postre resulta limitada, que se deriva del mensaje de «todo el mundo haciendo cosas todo el tiempo», para impedir, precisamente, que orientemos los esfuerzos a lo que sería más eficaz, que es, repito, un programa comprehensivo que vinculara la gestión penitenciaria a actividades de generalización de lo aprendido en la etapa de la liberación condicional en la comunidad.

La prevención y la atención para la mujer maltratada y sexualmente agredida. Es cierto que en el mundo, y también en España, los últimos años han visto un aumento importante de la sensibilidad y de la atención prestada a estos fenómenos, y que también hemos desarrollado pautas importantes para su tratamiento (cf., Calhoun y Atkeson, 1991 ), pero nuestra gran asignatura pendiente es la prevención. Este objetivo de prevenir el asalto físico y sexual a las mujeres tiene para mí una importancia especial, ya que revela, por su relación con la educación, los medios de comunicación de masas y las instituciones de la justicia penal, el funcionamiento global de la sociedad. Con otras palabras, las actitudes y tendencias de la sociedad cristalizan de una manera importante en el modo en que se exige -o se facilita, por inhibición que se cambien las condiciones sociales que promueven la relación de coacción y de desprecio que siempre subyacen a tales asaltos.

Estoy seguro que podríamos añadir más objetivos, todos ellos, sin duda, importantes. Los anteriores sólo quieren reflejar la urgencia de tales proyectos, sin disminuir la importancia que otros puedan tener

 

UNA CREENCIA BASICA: PODEMOS Y QUEREMOS TENER UNA SOCIEDAD MENOS VIOLENTA

A ningún observador atento se le puede escapar la enorme extensión en que se acepta la violencia en nuestra sociedad. Y lo que es peor, produce un profundo desasosiego el ver la creencia, tantas veces demostrada implícitamente por la resignación, de que los seres humanos «somos así y nada nos podrá hacer cambiar». Y sin embargo, como otros investigadores (cf. Lore y Schultz, 1993), me niego a aceptar la tesis que afirma que la violencia no puede ser o no debe ser controlada. Afirmamos que la cultura en la que vive un sujeto puede moldear de una manera sustancial la agresividad existente, y que tal control no es sino beneficioso. Para discutir esta consideración bueno será reflexionar sobre la tan extendida idea de que el ser humano es la única especie agresiva de forma gratuita (como proponen Lore y Schultz, 1993), derivada de los trabajos de Lorenz (1966), concluyendo que hoy no puede seguir manteniéndose. En efecto, Lorenz aseguró que virtualmente todas las especies -excepto el hombre y, por cierto, las ratas noruegas- pueden inhibir y controlar los instintos agresivos. En el mundo occidental, y particularmente en EE.UU., está muy arraigada la creencia de que imponer controles sobre esa agresividad exige un precio muy elevado en términos de pérdida de libertad.

Contrariamente, sin embargo, modernas investigaciones demuestran sobradamente la existencia de agresión gratuita en chimpancés, diversos tipos de monos y otros mamíferos. El número de animales muertos por actos agresivos de la misma especie aumenta con el número de horas en que se les observa en condiciones naturales (Marler, 1976). Y como entre los humanos, las muertes son pocas, pero debe recordarse que una pequeña lesión puede ser un impedimento fatal para muchos animales.

Pero si la evolución ha preservado la agresividad por su valor adaptativo, no es menos cierto que también ha establecido mecanismos de control e inhibición cuya expresión depende fundamentalmente de las experiencias sociales y del contexto actual en el que vive, tanto el animal como el hombre. La investigación en niños demuestra que éstos son capaces de emplear mecanismos inhibitorios de la agresión cuando las circunstancias del medio así lo requieren: el experimento de Besevegis y Lore (1983) demuestra que los niños que no están siendo supervisados por adultos son capaces de controlar más su agresividad que aquellos que están junto a adultos, debido a que reconocen que una agresión en esas circunstancias podría llevar a consecuencias más graves, debido a la ausencia de los adultos (para parar la pelea).

Lore y Schultz (1993) apoyan decididamente la enseñanza del control de la agresión a los niños, sin que de esto se deriven consecuencias negativas. Citan el experimento de Olweus (1991) quien demostró reducir de manera significativa la violencia de los escolares hacia sus compañeros en el sistema escolar noruego, después de un programa de intervención.

Y en un sentido más general, el control de la agresión en nuestra sociedad puede ser efectuado, siguen Lore y Schultz, atendiendo a diferentes medidas. Por ejemplo, en relación con el problema de los malos tratos de las esposas, la investigación de Sherman y Berk (1984) comprobó que los esposos que resultaron arrestados por la policía reincidían en este delito menos que aquéllos que habían sido simplemente aconsejados, o los esposos a los que se les había indicado que se ausentaran del domicilio por unas horas. De esto se sigue que en ocasiones la introducción de una sanción por parte de la sociedad puede tener efectos positivos en la reducción de la violencia.

Ahora bien, todos sabemos que el castigo como herramienta básica para enfrentarse a la delincuencia no es una gran estrategia, aunque haya una fe en su eficacia en nuestro mundo desarrollado, por parte de la sociedad en general y amplios sectores de la clase política (los efectos meramente transitorios en la reducción de los homicidios -comparable al logrado por la cadena perpetua-, hallados como consecuencia de la aplicación de la pena capital, es un buen ejemplo de ello; véase Phillips y Hensley, 1984). Por esta razón parecen más útiles otras recomendaciones, tales como el control de las armas de fuego, la reducción de la exaltación de la violencia en los medios de comunicación de masas, los programas de prevención dirigidos a familias multiproblemáticas y finalmente el tratamiento de sujetos que presentan ya una historia personal de violencia.

Lo cierto es que, al igual de lo que ocurre en otras especies, la agresión es sólo una de las opciones disponibles para el ser humano, ya que hemos desarrollado poderosos mecanismos tanto para la expresión como para el control de la violencia. Por otra parte, como especie altamente evolucionada, nuestro comportamiento se ajusta de forma extraordinaria a los cambios más leves que se operan en el medio ambiente, y esto es algo que debe ser utilizado para fomentar la inhibición de esa violencia. Como acertadamente señalan Lore y Schultz (1993, p. 24):

Si aceptáramos la simple idea de que puede inhibirse una gran cantidad de violencia, podríamos entonces comenzar a desarrollar programas y tradiciones sociales con el propósito de fomentar en mucha gente el aprendizaje de formas más constructivas para enfrentarse con éxito a las muchas frustraciones de la vida. Ya hace mucho tiempo que aceptamos que el gobierno debía regular el uso de los automóviles por el bien común. Prácticamente todos nosotros ahora paramos ante la luz roja, y no muchos estaríamos dispuestos a conducir en una zona donde se permitiera la conducción a gente sin licencia. También hace poco que comenzamos a regular otras conductas destructivas, como el abuso de drogas y el fumar. los niveles actuales de la violencia en América son, probablemente, tan elevados -e incluso más fáciles de cambiar como los correspondientes a esas conductas adictivas.

En definitiva, por consiguiente, parece irrazonable asumir que la violencia generalizada ha de estar siempre entre nosotros. Los psicólogos de la ley haríamos bien en argüir lo contrario -es decir, la violencia puede y debe ser reducida de modo sustancial-, como requisito para el proyecto de la nueva utopía de la eficacia.

 

UNA PSICOLOGIA COMPROMETIDA

La psicología criminal no puede vivir ajena a la evolución implacable que se está operando en toda la ciencia actual. Uno de los ejes de este cambio sustancial es el fin de la dicotomía entre el «qué» y el «para qué», o lo que es lo mismo, el mito de la neutralidad absoluta del quehacer científico, totalmente ajeno a la finalidad de la investigación. Contrariamente, hoy en día incluso científicos del ámbito de la física de renombre mundial están solicitando un compromiso activo para enfrentarse a los grandes problemas sociales. Así, el Premio Nobel en Física Leon Lederman declaraba recientemente (El País,9-3-1994):

... creo que en EE.UU., y tal vez en todos los países industrializados, se ha producido una cierta frustración porque tenemos una organización científica muy fuerte y dinámica, hacemos mucha investigación y, sin embargo, hay problemas sociales, económicos y de medio ambiente muy graves. Hay quien piensa que debe ser culpa de la ciencia (... ) El planeta no puede vivir sin una actividad científica creciente. Hasta ahora hemos hecho mucha ciencia que ha sido utilizada por la industria (para obtener beneficios), por los Gobiernos (para sus propósitos, militares o lo que sea), y hemos sido muy poco cuidadosos en este aspecto. Como resultado, el mundo tiene problemas muy graves sin solucionar cada uno puede hacer su lista.

La ciencia actual siente que ha de comprometerse de modo decidido en la mejora de la vida del ser humano y del planeta. Los problemas que preocupan a una sociedad son definidos en buena medida por esa sociedad, y como afirma Popkewitz (1988, p. 54):

lejos de estar aislada de la sociedad, la práctica investigadora afirma determinados valores, creencias y esperanzas sociales

Y no es solo que la ciencia no pueda dormirse en lo alcanzado, sino que ni siquiera puede permitirse el lujo de acumular más conocimientos sin unos horizontes claros de actuación. Ha de ser una ciencia con una finalidad. De ahí que sea prioritario contar con una tecnología adecuada: hace falta más ciencia, pero ésta ha de ser eficaz, al servicio de programas concebidos para solucionar problemas concretos:

Muchos de los problemas de los que se queja la gente pueden ser solucionados, porque tenemos suficientes conocimientos para ello. Sabemos cómo acabar con los guetos en nuestras ciudades, cómo tener aire limpio y agua limpia... Comprendemos muchas de estas cosas, pero necesitamos apoyo.

En este mismo sentido, Paul Scott, un estudioso de la agresividad, ha comentado después de revisar la investigación en los últimos 50 años, que «la investigación científica puede resolver los problemas de la violencia destructivo humana» (1992, p. 19).

Ahora bien, es posible que se dude de la fortaleza de nuestra disciplina para emprender, junto con otras, una tarea de estas proporciones. En particular, algunos psicólogos eminentes han señalado su desesperanza ante la falta de unidad de nuestra disciplina. Así, por ejemplo, Leahey (1987, p. 548) asegura: « Los psicólogos nunca se han puesto seriamente de acuerdo sobre nada, desde la definición de psicología pasando por sus métodos, hasta sus teorías» (en Fernández-Ríos, 1994, p. 13). Jaspers (1977, p. 20) señaló: «En psicología (... ) existe el hecho de que se pueden hacer pocas afirmaciones, quizás ninguna afirmación, que no sean objetabas de algún modo o en alguna parte» (en Fernández-Ríos, 1994, p. 14). Staats (1983) también habló de la confusión existente en la psicología y recomendó el lograr la unidad para superar este estadio en una serie de ámbitos: unidad experimental, teórica, metodológica, filosófica, de organización y de publicaciones.

Cabe preguntarse si tal unificación sería deseable, en el supuesto de que pudiera lograrse. La postura de Fernández-Ríos (1994) es un tanto oscura, pues si bien afirma en primer lugar que:

... la diversificación teórica puede resultar útil, pues permite guiar la práctica en múltiples contextos socioculturales, observar problemas diferentes y considerar un problema desde diversas perspectivas (p. 1 S).

En otro momento comenta:

En la prevención, el tribalismo se manifiesta en las diversas perspectivas teóricas diferentes. Por ejemplo, el modelo de competencia en vez del déficit; el culpar a la víctima de sus problemas de salud o al contexto; el adoptar una perspectiva ecológica o transaccional (...) Esto en vez de ayudar a describir, explicar y modificar el problema social a prevenir, puede contribuir a dividir a los equipos de investigación y enmascarar una realidad objetivamente igual para todos, pero aprehendida bajo discursos lingüísticos no incompatibles, sino diferentes (p. 22).

Parece que Fernández, en este último texto, esté en contra de emplear simplemente variaciones sobre el lenguaje, perspectivas que sólo difieren en lo accidental, para estudiar un mismo fenómeno, mientras que en el párrafo anterior abogaba por una auténtica pluralidad de métodos y de enfoques con que abordar el hecho a estudiar. Pero aún así el problema prevalece, porque resulta muy difícil deslindar «variaciones» de «enfoques», y más de un autor se mostraría en desacuerdo con prescindir de términos o variables queridos para él, so pretexto de que ya hay otros, quizá más populares y precisos, que realizan las mismas funciones. Pero no veo forma alguna de que podamos eludir esa tarea: sin vocabulario y método común el progreso para conocer y modificar una realidad se vuelve enojoso y poco eficaz. Los enfoques diferentes sobre un área a estudiar son convenientes y aún necesarios, pero éstos han de arrojar luz sobre determinadas parcelas del conocer de un fenómeno, y no negar los aspectos del fenómeno que no queremos ver porque molestan mi idea preconcebida de tal fenómeno.

En España hemos sido testigos de este proceder recientemente, en relación a la polémica sobre si la rehabilitación era un fin y un método de actuación recomendable en nuestras prisiones (véase Garrido y Redondo, 1993; Redondo, 1993) Ha sido habitual, en el fragor de la batalla, que algunos psicólogos y ciertos juristas sentenciaran que además de constituir un objetivo discutible -cuando no desafortunado- «estaba claro» que los programas de tratamiento nunca podían tener resultados positivos, y que tal fracaso era un hecho incuestionable. Lo que resultó valioso en la aportación de los juristas al debate de la rehabilitación fue su sensibilidad garantista frente a los posibles abusos que, en nombre de la resocialización de los delincuentes, pudiera realizarse, así como ciertas disquisiciones sobre tal finalidad. Pero resultaba del todo injustificable que, para apoyar su tesis de que la rehabilitación era éticamente incorrecta (por cuanto suponía forzar la personalidad del interno, obligándole a asumir el statu quo) se prescindiera del resultado de la investigación empírica, por las razones que fueren, que ha señalado claramente que ciertos programas de intervención son positivos con un amplio número de delincuentes.

De lo comentado arriba se desprende que, en efecto, hemos de promover un esfuerzo importante para lograr una unidad significativa de la psicología que, sin sacrificar la riqueza plural de los enfoques, permita el camino fructífero hacia la utopía de la eficacia, hacia la solución de los diferentes objetivos que señalábamos en páginas anteriores. Algunos autores, como Sperry (1993), aseguran que tal unidad se ha logrado ya bajo el amparo de la psicología cognitiva, mientras que otros, como Friman et al. (1993), atestiguan que la psicología conductual y el psicoanálisis gozan todavía de buena salud. Sea como fuere, pensamos que la disputa sólo puede dirimirse en el terreno de los hechos, y en éstos la superioridad de los modelos cognitivos y conductuales en la prevención y tratamiento de la delincuencia está fuera de toda duda (Redondo, 1993; Yoshikawa, 1994; Lipsey, 1992).

 

FINAL

Skinner comentó una vez, en respuesta a la pregunta de si la American Psychological Association -o cualquier otra institución- podría cumplir otros cien años, que «cuanto más aprendo sobre la conducta humana, menos prometedor aparece el futuro» (citado en Sperry, 1993, p. 878). Contrariamente, el nuevo esfuerzo de la psicología criminal, amparado en la utopía de la eficacia, no puede sino discrepar esta vez del insigne psicólogo. No tenemos la opción del inmovilismo si queremos influir de modo significativo en la solución de los problemas sociales, ni tampoco podemos seguir manteniendo una postura aséptica, libre de valores. De hecho, ya tenemos precedentes en nuestro país: las críticas que en muchos lugares de España hicieron los psicólogos al anteproyecto del código penal de 1993, o el apoyo a la mayoría de edad penal a los 18 años son consideraciones valorativas, producto de nuestras reflexiones que creemos que sirven para mejorar la sociedad. Debemos buscar una investigación rigurosa en el marco de unos intereses confesados, de unas metas basadas en el bienestar físico y psicológico de los individuos y la sociedad. Y aun cuando pueda haber polémica acerca de cuál es tal bienestar, haríamos bien en atenernos a los valores y recomendaciones de la carta de los derechos humanos de la ONU, recomendaciones de sociedades humanitarias internacionales, y los valores de una sociedad humanista.

Soy consciente que ese tránsito de la tradición de la utilidad a la utopía de la eficacia no puede darse en todos los países al mismo tiempo, ni tampoco realizarse del mismo modo en todos los ámbitos de actuación del psicólogo legal. Así, por ejemplo, y sin ir más lejos, en España la consecución de nuestra imagen de utilidad es muy reciente, y aunque se ha confeccionado en un tiempo sorprendentemente breve -apenas veinte años-, todavía quedan parcelas importantes por conquistar

Pero creo que, en esencia, el optar ahora por la utopía de la eficacia supone un nuevo impulso, un nuevo modo de conceptualizar la aplicación de la psicología que no admite una demora demasiado larga. El tiempo apremia, y quizás sería bueno abrazar la utopía de la eficacia como carta de presentación incluso en aquellos lugares donde todavía no hemos podido alcanzar el estatus de la utilidad. A esto, es cierto, puede reprochárseme que se precisa, antes de ser eficaces en un área determinada, investigar, fomentar los conocimientos básicos. Nada tengo en contra de esto, salvo que requiero ahora de la psicología que investigue para la acción eficaz, que en el terreno de la psicología criminal y de la ley la orientación básica sea la de analizar y actuar para elaborar programas con nombre propio: el de una necesidad social, el de un objetivo definido, ya sea el disminuir el número de familias delincuentes de un barrio, la tasa de adopciones que se revelan inadecuadas. Los psicólogos encargados de tareas aplicadas, pero no relacionados directamente con la ejecución de los programas, como los que realizan tareas de diagnóstico, deberían maximizar sus implicaciones interventivas, esforzándose por hacer evidente al sistema para el que trabajen que su fin último es lograr que se haga algo con la persona diagnosticada, y ese «algo» debería ser hecho buscando la eficacia debidamente evaluada.

Hace pocas fechas se celebró el juicio de un procesado, acusado de violar y asesinar a una niña. La prensa refirió así un detalle del juicio oral:

Apenas un centenar de personas aguardaban la llegada del presunto asesino a la Audiencia Provincial de Lugo. José María Real entró en el edificio con el rostro cubierto por una cazadora de cuero. El público le increpó con timidez mientras le pedía a la Guardia Civil que les permitiese ver su rostro. «Queremos ver el rostro del monstruo», comentaban. Cuando el presidente del Tribunal de Lugo le preguntó por su profesión, el acusado de violación y asesinato (de una niña de nueve años) contestó: «No lo sé». Entre el público, una mujer susurró: «La de asesino».

Este artículo ha sido deliberadamente genérico. Sé muy bien que detrás de mis palabras subyace la realidad de todos los días, tal y como se ilustra en este texto: el delincuente culpable de un crimen atroz, una sociedad colérica e indignada, una justicia reclamada para que castigue de modo inmisericorde. Sin embargo, una parte importante de mi mensaje aquí radica precisamente en esto en recordar que los psicólogos criminalistas y de la ley constituimos una fuerza de reflexión y de acción, más allá de lo que acontezca en cada jornada. Y eso supone aceptar una importante responsabilidad: la responsabilidad de progresar, imparables, con el bagaje de la tradición hacia la esperanza de la utopía.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS

 

 


(2) Dystopias, en el original.

(3) En buena medida, el pensamiento utópico se refleja en la postura del autor de esta ponencia, calificada en otros trabajos de «posibilista», ya que ésta no se resigna a lidiar con lo que «ahora podemos hacer», sino que siempre promueve y fomenta las cosas que podrían hacerse si tuviéramos energía y aceptáramos el reto de ir un poco más allá de lo que ahora podemos asegurar (véase Garrido, 1990).

(4) A pesar de que en el artículo el autor expone la importancia de ayudar a sobrellevar las dificultades económicas de las familias, es desafortunado que en ningún momento se especifique si había un auxilio en metálico para las diferentes familias implicadas en los distintos proyectos, ni mucho menos, si la respuesta es positiva, la cantidad.