SOBRE LA PRACTICA
LAS PALABRAS PARA DECIRLO
¿Existe una psicopatología específicamente femenina? ¿Se puede hablar de síntomas o motivos de consulta propios de la mujer? ¿Las mujeres sufren más que los hombres? ¿Son más "locas"? ¿Enferman más?
Los distintos autores que se han ocupado de estudiar la frecuencia de trastornos psiquiátricos según el sexo, afirman que existe un predominio de los mujeres en las neurosis (en relación 3/1 con los hombres), en las depresiones (de 2/1 a 3/1), en las psicosis seniles, en los intentos de suicidio (de 3/1 a 5/1), en la anorexia nerviosa (10/1). En los hombres predominan, en cambio, las toxicomanías y los trastornos sociopatológicos (5/1) y las hospitalizaciones por retrasos mentales (2/1).
Para lograr una verdadera comprensión de la significación de estos datos estadísticas debemos tener en cuenta los problemas de metodología y definición que se plantean a la psiquiatría.
En efecto, las cifras en sí mismos no dicen nada acerca de las posibles causas que las determinan y, por otra parte, en su interpretación entran en juego la ideología e incluso el sexo del psiquiatra mismo. En tanto podemos considerar, con autores como Saaz y Jervis, que la enfermedad mental, más que una característica intrínseca de una persona, es un juicio de valor que se expresa sobre ella en función de su "desviación" de las normas sociales, ninguna definición y ningún diagnóstico pueden ser tomados como absolutos.
Por otra parte, los términos psiquiátricos como depresión, esquizofrenia, histeria no nos dicen nada sobre los sujetos singulares a los que los aplicamos, sean hombres o mujeres.
Una hipótesis de trabajo, desde una perspectiva psicoanalítica, enuncia que la demanda de atención médica (incluyendo la demanda de atención psiquiátrica), es una de las pocas vías que se le ofrecen socialmente a la mujer que sufre, privada de palabra, en función del lugar que ocupa en la estructura social, de manera tal que dicha demanda enmascara algo que no puede ser dicho de otro modo. La consulta médica, es un sitio privilegiado donde la mujer va a buscar, a través de la expresión de un sufrimiento, la posibilidad de ser escuchado. La quejo es la apertura a la palabra. La quejo sobre el cuerpo, la quejo sobre el otro, que habitualmente ni el médico ni el psiquiatra pueden escuchar, ni es su función hacerlo.
Escucharla es preguntarse por la mujer como sujeto, por aquello que no pueden decir de otra manera que mediante sus síntomas, mediante su enfermedad. Sin embargo, un análisis cuidadoso nos enseño que, hasta las historias más claramente "somáticas", tienen un valor simbólico que nos remite a una vertiente racional muy rica: ningún síntoma, sea psíquico o somático, es ajeno a la historia intersubjetiva en la que se constituyó el sujeto que lo presenta.
Ninguna teorización nos permitirá acceder a una real comprensión de la cuestión de la "salud" y la "enfermedad" mental en la mujer, y, en consecuencia, ninguna práctica terapéutica podrá estar bien orientada si no se parte por considerarla como sujeto que se cuestiona por su propia condición de mujer. Tanto sus realizaciones más constructivas (sublimación), como sus síntomas, son intentos para aproximarse a formular respuestas a este cuestionamiento. Y no hay posibilidad de buscar las respuestas si no se intenta, en primer lugar, alcanzar una formulación de las preguntas.
Análogamente, ninguna demanda (medicalizada o psiquiatrizada) puede descifrarse sin analizarla en su dimensión de demanda de reconocimiento, paso previo indispensable para llevar a cabo cualquier empresa psicoterapéutica. Al desenmascarar la medicalización y la psiquiatrización de los problemas de la mujer se abre paso, a través de su propia palabra, a su reconocimiento como sujeto deseante.
Esto es lo que nos hace preguntarnos: ¿De qué sufren las mujeres? ¿Cuáles son sus quejas? ¿Por qué motivos consultan? La experiencia muestra una amplia y variada serie de motivos de consulta: depresión, desequilibrio emocional, fobias y temores "no me quiero a mí mismo", "pienso que no me quieren", "no puedo comer", "no puedo ni andar" , "me siento insegura", taquicardias, problemas con el marido, "no puedo concentrarme", "me siento sola", "no sé qué hacer con mi vida", frigidez, dificultades en el trabajo, tristeza, angustia, inapetencia sexual, confusión, "nervios", ideas de suicidio, "no me conozco" , "no me acepto", ahogos, mareos, dolores de cabeza, sudores y un largo etcétera.
Cada una de estas palabras alude a un sufrimiento, a algo que el yo experimenta como una limitación. Sin embargo, el síntoma, más allá de las limitaciones que supone, y de las quejas que genera, tiene un alto valor simbólico y a la vez es el exponente del masoquismo femenino con su contrapartida de gratificación y goce.
Tomaremos como ejemplo el libro las palabras para decirlo, de Marie Cardinal (1976), quien denuncio su largo recorrido de clínicas, médicos, ginecólogos, con su síntoma a cuestas, sin encontrar en ningún sitio respuestas que le alivien de "eso" que le va limitando como persona cada vez más.
Ella sufre de hemorragias vaginales cada vez más intensas, hasta que se decide internarla en una clínica psiquiátrica donde la medican y la aislan. Ante los sucesivos fracasos, consulta a un psicoanalista. El análisis comienza con la consigna de hablar de otra cosa que del síntoma. Allí, en este acto, se funda una pareja diferente, constituida por el analista y el analizado, algo nuevo y extraño de lo que Marie Cardinal relata:
las palabras que aquel hombre acaba de pronunciar (hábleme de otra cosa), me habían abofeteado en plena cara. Jamás había encajado algo tan violento. Mi sangre no le interesaba. Entonces todo estaba perdido, me sentía sofocada, hundida. No quería que le hablara de mi sangre, pero ¿de qué quería que le hablara, de qué? Aparte de mi sangre, sólo existía el miedo, nada más. Y no podía hablar de ello, ni siquiera pensar en el miedo."
Esta mujer había aportado docenas de exámenes, radiografías, pruebas, análisis y ningún resultado había indicado que era anormal en los diversos funcionamientos de su cuerpo, ni en plano hormonal, ni en el celular, ni en el circulatorio, etcétera.
"Comprendía con claridad que mi sangre era la boya de salvación que nos permitía, a los médicos, y a mí, flotar en el mar de lo inexplicable. Yo sangro, ella sangra, ¿por qué? Porque hay algo que no funciona bien, algo orgánico, algo fisiológico, algo muy grave, algo muy complicado, fibromatoso, anormal. Los análisis nada revelaban, pero eso no significaba nada. Una persona no sangra de esta manera sin ninguna razón. Hay que abrir y ver."
En este caso podemos ver, claramente, que el sufrimiento se expresa a través de las hemorragias incontrolables. la sangre es una palabra clave, le resulta difícil pensar que pueda hablar de otra cosa. Siempre me han dicho que estaba nerviosa por las hemorragias, pero la visita al psicoanalista le permite descubrir que las hemorragias no son una causo sino que son una manera de decir otra cosa. ¿Qué?
Su libro es el vivo testimonio del trayecto de análisis, a través del cual ella va encontrando las palabras para decir eso. La sangre le permite saber que algo le está pasando, pero sólo puede saberlo de una manera deformada. Ella no sabe qué es esa "cosa" que se expresa en la sangre. El síntoma aparece como una denuncia, pero al mismo tiempo, como un punto de partida para emprender un camino hacia lo desconocido.
A través de las palabras, ella va reconstruyendo los diversos momentos de su historia. Hacía ya mucho tiempo que había comenzado su análisis cuando relato un recuerdo: a los catorce años, su madre le había contado los hechos que estuvieron presentes durante su embarazo. La madre había quedado embarazada en pleno proceso de divorcio. Aunque rechazaba la posibilidad de practicar un aborto por considerarlo "un pecado monstruoso", confiaba en la posibilidad de que, de manera natural, perdiera el hijo. Así ya no sería "pecado", sino un "accidente". La madre le relató a su hijo los distintos medios por los que había buscado deshacerse de ella: pedalear excesivamente en bicicleta, montar a caballo durante horas o jugar al tenis en pleno calor, tomar quinina y tubos enteros de aspirina. Este relato tuvo lugar poco antes de que Marie tuviera su primera menstruación, y tenia por objeto prevenirla contra los hombres, para que no cayera en la mismo trampa que ella. En su análisis, Marie reconstruye imaginariamente violentas escenas de rechazo que podrían haber tenido lugar durante su gestación, y a ese rechazo le da el nombre de "la guarrada de mi madre". Con esto "no se refiere al hecho de que haya querido abortar, hay momentos en los que una mujer no es capaz de tener un hijo, no es capaz de quererlo lo bastante. Su «guarrada» fue, por el contrario, no haber estado a la altura de su deseo profundo, no haber abortado cuando era necesario; luego, haber seguido proyectando su odio en mí cuando me movía en su interior, y, en definitiva, haberme contado su crimen mezquino, sus pobres tentativas de asesinato, como si habiendo fallado el golpe, lo ejecutara nuevamente catorce años más tarde con mano segura, sin el riesgo de dejar en la acción su propia piel. Sin embargo, gracias a la «guarrada de mi madre» pude, mucho tiempo más tarde, tendida en el diván, analizar con mucha más facilidad la desazón de todo mi vida anterior, aquella inquietud constante, aquel temor perpetuo, aquel asco por mí, que habían acabado por romper en la locura. Sin la confesión de mi madre quizá nunca hubiera conseguido llegar hasta su vientre, volver hacia aquel feto odiado, que, sin embargo, había encontrado inconscientemente cuando me retorcía, por las hemorragias, entre el bidet y la bañera, en la oscuridad del baño".
Vemos así, que el cuerpo aparece como un monumento histórico donde han quedado inscriptos, de alguno manera, los capítulos "censurados", inconscientes, de la historia del sujeto. Todo síntoma tiene la estructura de un lenguaje que puede descifrarse como una inscripción; es lenguaje cuya palabra ha de ser liberado. El descubrimiento del significante reprimido que, si bien no es un significado, permite deducir un sentido. El reconocimiento de este sentido, que pasa por la afirmación de las diferencias y por la búsqueda de todo sujeto, de una realización apropiado y singular.
En el caso que estamos comentando, las hemorragias como síntomas expresan metafóricamente, por un lado, el deseo de la madre de expulsar el feto, y, por otro, la escisión del sujeto entre su deseo de corresponder al deseo de la madre (para lo cual debe morir) y su deseo de sobrevivir, para lo cual debe soportar el odio recíproco entre la madre y ella misma. El odio, dice Freud, es más antiguo que el amor y surge en Marie como resorte profundo de su goce.
La alternancia amor-odio que ha trenzado la madeja de la relación madre-hija, se ha ido desatando dentro del encuentro subjetivo con el analista, en la dinámica transferencial de su proceso curativo. Ella habla de este amor, de este odio, de esta historia pasional, que los poetas conocen mejor que nadie cuando dicen: el amor es algo de lo que se habla, y no es más que eso.
Tanto en el caso de Marie Cardinal, como el de las numerosas mujeres que consultan, seria una trampa "creer" en la demanda manifiesta y responder a ella (por ejemplo, a través de la medicación), con la ilusión narcisista de "curar". La experiencia analítica pone de manifiesto, en cambio, que todo síntoma tiene un valor simbólico, y la única forma de respetar al sujeto como tal, es dándole el lugar adecuado para decirlo con palabras.