REFLEXIONES
RESUMEN 4. EVALUACION DEL TRASTORNO OBSESIVO COMPULSIVO EN LA INFANCIA 5. TRATAMIENTO CONDUCTUAL DEL TRASTORNO OBSESIVO-COMPULSIVO EN LA INFANCIA
En este trabajo se realiza un análisis detallado sobre la naturaleza, manifestación, incidencia y tratamiento del trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) en la infancia y adolescencia. La manifestación del trastorno es semejante a lo que ocurre en pacientes adultos. los niños y adolescentes con este problema responden, básicamente, obteniendo buenos resultados, a los mismos procedimientos terapéuticos que se vienen utilizando con los sujetos adultos: exposición en la imaginación, exposición en vivo y prevención de respuesta; o los que habría que añadir dos específicos, el refuerzo diferencial y la extinción. La terapia de conducta en la infancia pone un especial énfasis en la necesidad de que el niño está motivado para recibir el tratamiento y en la colaboración de la familia.
This report develops a detailed analysis about the nature, clinical picture, incidence and treatment of obsessive-compulsive disorder in childhood and adolescence. The show up of this disorder is similar in children and adults. Children and adolescents with this kind of problem basically respond, by obtaining satisfactory outcomes, to the some therapeutic procedures that are used with adult patients., in vivo exposure, in imagination exposure and response prevention; in addition to these two other specific procedures should be added, namely differential reinforcement and extinction. Behavioral treatment in obsessive-compulsive disorder with children emphatizes the need for the child motivation to treatment and the family involvement.
Trastorno obsesivo-compulsivo. Infancia. Adolescencia. Evaluación. Tratamiento conductual.
Obsessive-compulsive disorder. Children. Adolescents. Assessment. Behavioral treatment.
Son ya muchos los datos que indican que, aproximadamente, entre un 30 % y un 50 % de los obsesivos adultos desarrollan el trastorno antes de los 15 años, por lo que una detección pronto y un tratamiento eficaz, servirían seguramente para aliviar el sufrimiento de estos pacientes, interrumpiendo la evolución y cronicidad de este trastorno.
A pesar de esta evidencia, llama la atención constatar el escaso número de publicaciones que se han efectuado sobre el trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) en la infancia, en relación con la amplia literatura disponible en el coso de los adultos.
Sin embargo, el trabajo con niños que presentan este problema ofrece gran interés para conseguir un mejor conocimiento sobre la naturaleza del trastorno. Como ha señalado Mansueto (1989), parece razonable suponer que es más fácil tratar a los más jóvenes, cuando se encuentran en las primeras etapas del problema que después de años de funcionamiento con pautas obsesivo-compulsivos. Además, la sintomatología parece más accesible a la investigación etiológica al comienzo que posteriormente, cuando hay que realizar un, a veces inútil, análisis retrospectivo.
Por otro lado, la obtención de datos sobre el funcionamiento de los pacientes, el desarrollo e historia del trastorno y los entrevistos con los familiares son también más fáciles de obtener en los inicios del desorden (Swedo y Rapoport, 1989). Aunque también existen ciertos inconvenientes, básicamente relacionados con el "secretismo" de los niños para comunicar lo que les sucede, lo que dificulta la autoevaluación, y con la necesidad de obtener una doble cooperación en el proceso terapéutico, la del niño y la de la familia.
Fue precisamente la ausencia de información la que nos impulsó a interesarnos por este trastorno, con el fin de averiguar, en función de los datos disponibles, cuál era su repercusión en la infancia, cómo se manifestaba y qué procedimientos terapéuticos se estaban utilizando, desde una perspectiva conductual. Nuestra meta final era sistematizar los datos y ofrecer una guía al terapeuta de Conducta infantil.
Para todo ello, hemos efectuado uno revisión, creemos que bastante amplia, sobre publicaciones extranjeras y españolas entre los años 1980-1988 (ambos inclusive). La primera tarea la llevamos a cabo solicitando una búsqueda bibliográfico al ISOC (instituto de Información y Documentación en CC. Sociales y Humanidades) y la segundo, revisando cuatro revistas españolas de fuerte implantación en la psicología española: Análisis y Modificación de Conducta; Estudios de Psicología; Revista de Psicología General y Aplicado, y Revista Española de Terapia del Comportamiento. Otras fuentes de información adicionales, han sido la solicitud de catálogos de libros publicados en las fechas mencionados o con posterioridad, el libro sobre Obsessive Compulsive Disorder in Children and Adolescents, coordinado por J. Rapoport, de reciente aparición (1989), fue obtenido por este método 1. Con estos procedimientos localizamos un total de 23 publicaciones sobre el temo, 20 extranjeros y tres españolas. Tres eran trabajos de revisión, dos de epidemiología y el resto estudios de caso sobre tratamiento conductual del TOC. A ellos hay que añadir uno de reciente aparición (1990) y que hemos incluido a pesar de superar el período temporal de revisión, debido a que se trato de un estudio de caso controlado, aspecto poco frecuente; en nuestra revisión tan sólo hemos encontrado tres, uno de ellos es éste al que nos referimos.
El trabajo que presentamos es el resultado del estudio y análisis detallado de todo la información que hemos conseguido. En él analizamos, con cierto detalle, la naturaleza, manifestación, incidencia y tratamiento del trastorno obsesivo-compulsivo en niños, comparándolo siempre que ha sido posible con lo que ocurre en los sujetos adultos.
Según el DSM III-R (1987), el trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) se encuentra clasificado entre los trastornos por ansiedad y su diagnóstico requiere la presencia de obsesiones y compulsiones.
Las obsesiones son definidas como ideas, pensamientos, impulsos o imágenes persistentes que se experimentan, al menos inicialmente, como intensas y sin sentido. El individuo intenta ignorarlos o suprimirlos y reconoce que son producto de su mente y que no vienen impuestas desde fuera.
Las compulsiones "son conductas repetitivas e intencionales que se efectúan, como respuesta a una obsesión, de forma estereotipada o de acuerdo a determinados reglas''. Este tipo de comportamiento parece diseñado para neutralizar o impedir el malestar percibido por el sujeto a algún acontecimiento o situación temida. En general, el individuo adulto suele reconocer que su conducta es excesiva e irracional, aunque esta característica no siempre se manifiesta en los niños. Si el sujeto intenta resistir a la compulsión, percibe un aumento en el grado de malestar que tiende a disminuir cuando "cede'' a la compulsión.
Generalmente la presencia de obsesiones y compulsiones producen un fuerte malestar, consumen mucho tiempo e interfieren significativamente con el funcionamiento diario del individuo.
Aunque la definición del DSM III-R es aceptada en la actualidad por autores altamente cualificados en el ámbito de la terapia de Conducta, tales como McCarthy y Foa (1988), históricamente se han propuesto varias definiciones e intentos de clasificación que parecen responder a enfoques conceptualmente diferentes al que subyace en el DSM III. Por ejemplo:
- Westphal (1878)2 llamó la atención acerca del comportamiento extraño y los pensamientos intrusivos de los pacientes obsesivos, describiendo el síndrome como una "Locura (o demencia) fracasada" y separándolo de la esquizofrenia. Para este autor las ideas obsesivas no estarían causadas por un estado emocional o afectivo sino por una cierta alteración cognitiva, él habla de "una compulsión patológica del pensamiento", y si existen manifestaciones de ansiedad serían secundarias.
- Maudsley (1895) 2 consideró el trastorno obsesivo-compulsivo como una alteración del estado de ánimo y lo incluyó dentro de las depresiones no psicóticas.
- Por último, Janet (1903) 2, considerado como el precursor de la descripción actual del TOC en niños, incluyó el trastorno entre las fobias dentro de una categoría que él denominó "psicastenia".
Por otra parte, el ICD-9 (clasificación internacional de trastornos, 1978) interpreta el trastorno obsesivo-compulsivo como un trastorno neurótico, definiéndolo como: "un estado cuyo síntoma sobresaliente es un sentimiento de compulsión subjetivo (que debe ser resistido) para efectuar alguna acción, persistir en una idea, recordar una experiencia o rumiar acerca de un asunto abstracto. Los pensamientos no deseados que se entrometen, la insistencia de palabras o ideas, las reflexiones o cadenas de pensamientos, son percibidos por el paciente como inapropiados y carentes de sentido. La idea obsesiva o perentoria es reconocida como ajena a la personalidad pero proveniente de dentro de uno mismo. Las acciones obsesivas pueden adquirir un carácter casi ritual con el fin de aliviar la ansiedad, v.g., lavarse las manos para combatir la contaminación. Las tentativas por desechar los pensamientos que no son bienvenidos pueden conducir a una lucha interna más acentuada con ansiedad intensa".
Comparando ambos sistemas de clasificación y dejando al margen otras discrepancias que aluden al carácter innovador (DSM III) o más tradicional (ICD-9) de los principios teóricos que subyacen en cada uno (Hiller et a/., 1989), parece que, respecto al trastorno obsesivo-compulsivo, los dos guardan una gran similitud en los aspectos descriptivos del síndrome, aunque difieren en cuanto a su ubicación en una determinado categoría diagnóstica.
El ICD-9 clasifica al TOC dentro de los trastornos neuróticos conjuntamente con las fobias, el trastorno de pánico y la depresión neurótica. Considera que la ansiedad es la característica fundamental en las fobias y el trastorno de pánico, mientras que en el resto de los trastornos neuróticos, incluido el TOC, la ansiedad es menos importante aunque pueda contribuir a que aparezcan ciertas alteraciones. En tanto que el DSM III-R sitúa el trastorno obsesivo-compulsivo entre los trastornos por ansiedad, independiente de las alteraciones afectivas o del estado de ánimo donde se incluyen los trastornos afectivos.
En el momento actual la cuestión de si el TOC debe encuadrarse entre los trastornos de ansiedad, los afectivos (depresivos) o independientemente todavía no ha sido resuelta. Algunos autores consideran que el conocimiento acumulado hasta el momento es insuficiente para tomar una decisión, por lo que sugieren que serio más adecuado clasificar el trastorno separadamente (Gittelman, 1986; Gelder, 1989). Precisamente esta último alternativa es la que se encuentra recogida en el borrador del ICD-10.
En efecto, existe cierta evidencia que cuestiona la consideración del trastorno obsesivo-compulsivo como un trastorno por ansiedad. Por ejemplo, Cameron, Thyer, Nesse y Curtis (1986) efectuaron un análisis sintomático de los diferentes trastornos por ansiedad, según se enumeran en el DSM III en una muestra de 316 sujetos (de 34,6 años de edad media), a fin de determinar el nexo común entre todos ellos. Sus resultados apoyan la validez de esta categoría diagnóstica en todos los casos investigados (trastorno de pánico, agorafobia y sin crisis de pánico, ansiedad generalizada, fobia social y fobia simple) a excepción, precisamente, del trastorno obsesivo-compulsivo que no parecía "encajar adecuadamente entre ellos".
Los datos obtenidos con población infantil son más confusos y tampoco arrojan mucha luz acerca de la "naturaleza emocional o afectiva" del TOC. Puig-Antich y Rabinovich (1986) han señalado un marcado "solapamiento" entre trastornos depresivos y trastornos por ansiedad. Compararon dos grupos de niños, 80 diagnosticados con depresión mayor y 43 con trastornos emocionales (no depresivos); encontraron que no existían diferencias significativas en la proporción de niños que manifestaban síntomas de ansiedad, entre las dos muestras. Los autores concluyen que lo que mejor diferencia clínicamente entre niños con trastornos de ansiedad y depresivos es la presencia de síntomas depresivos y no las manifestaciones de ansiedad. Además, señalan que, este solapamiento entre síntomas depresivos y de ansiedad es aún mayor en el caso del trastorno obsesivo-compulsivo.
Los resultados de Swedo y Rapoport (1989) van en la misma dirección que los anteriores, aproximadamente un tercio de una muestra de 70 niños con un diagnóstico primario de TOC manifestaban depresión mayor, como trastorno secundario (desarrollado como una respuesta al sufrimiento que causa el TOC) y un porcentaje similar presentaba también otro trastorno de ansiedad. Esta sintomatología parecía incrementarse con el transcurso del tiempo. 25 de estos niños fueron evaluados nuevamente 2-5 años más tarde, el 52 % manifestaba depresión mayor, el 40 % otro trastorno de ansiedad y, aproximadamente, un 20 % había tenido algún intento de suicidio.
Para complicar más los cosas, Berg et al. (1986) han señalado la existencia de "diferencias sexuales" respecto a la presencia de sintomatología depresiva o de ansiedad en un estudio de 30 niños, cuya edad oscilaba entre 8-18 años (media 14), diagnosticados con trastorno obsesivo-compulsivo primario. Los autores utilizaron diversos métodos de evaluación incluyendo indicadores psicofisiológicos de activación autonómica. Respecto a estos últimos, encontraron un perfil bastante consistente que se repetía en el análisis de los datos, los varones obtenían puntuaciones más elevados que los controles normales, pero en las mujeres las puntuaciones eran significativamente inferiores a los del grupo control. En la discusión concluyen que, en el caso de los varones, sus resultados apoyan la hipótesis del TOC como un trastorno de ansiedad, en tanto que unos índices de activación tan bajos como los encontrados en las mujeres están más próximos a la consideración del TOC como un trastorno afectivo. Finalmente, sugieren que este trastorno debería ser categorizado de forma independiente.
En resumen, el trastorno obsesivo-compulsivo es un síndrome complejo que se caracteriza por la presencia de pensamientos obsesivos, habitualmente seguidos de conductas manifiestas, ejecutados de una manera reglada (Turner y Beidel, 1988). Este trastorno genera un considerable malestar, presumiblemente más perturbador para los niños que para los adultos, por cuanto que aquéllos aún no han adquirido todavía suficientes habilidades de enfrentamiento y manejo de la ansiedad, y porque perturba considerablemente su proceso de socialización y educación.
Respecto a esto último, Bolton y otros (1983) informaban, en un estudio clínico bastante amplio (15 niños), que en todos los casos la presencia de síntomas obsesivo-compulsivos había generado en los niños graves dificultades escolares (ausencias intermitentes o prolongados a la escuela) y un progresivo aislamiento social. Solamente en dos casos la ansiedad y el rechazo escolar parecían haber sido el factor determinante en el desarrollo del TOC, mientras que en todos los demás los problemas escolares parecían ser más la consecuencia del trastorno que su causa.
En relación con lo anterior, la creencia un tanto generalizada de que el TOC supone una exageración de conductas rituales o supersticiosas que pueden considerarse "normales" en el curso del desarrollo infantil, tampoco parece acertada a la luz de los pocos datos disponibles, más bien parece que estas pautas comportamentales difieren radicalmente de la sintomatología que manifiestan los niños con trastorno obsesivo-compulsivo.
Leonard (1989) ha investigado este tipo de comportamientos en niños normales y con TOC, encontrando que el contenido, intensidad y distribución de rituales y supersticiones diferían considerablemente en ambos grupos. Los rituales relacionados con el desarrollo aluden a la repetición de ciertos actos tales como, pedir agua varias veces a la hora de ir a dormir, caminar sin pisar rayo, contar números que dan suerte y colocar cosas derechos; son más intensos entre los 3-8 años de edad, facilitan al niño el proceso de socialización, lo ayudan a controlar la ansiedad y a progresar en su desarrollo. Contrariamente, los rituales obsesivo-compulsivos son incapacitantes y angustiosos: están relacionados con el lavado excesivo, la comprobación, el coleccionismo (no muy frecuente) y la repetición; suelen persistir más allá de la adolescencia y provocan el aislamiento social y una conducta regresiva.
Leonard concluye que los fenómenos obsesivo-compulsivos muestran una clara discontinuidad respecto a los fenómenos evolutivos y parecen estar relativamente libres de influencias culturales. Sugiere que sus datos son más compatibles con una explicación neuroetológica del trastorno aunque existe una cierta influencia ambiental-cultural en su manifestación.
En general, la mayoría de las clasificaciones que se han propuesto sobre el TOC suelen proporcionar información relativo al contenido, forma y frecuencia de obsesiones y compulsiones, considerándolos, bien por separado, como Foa y Steketee (1979) o, conjuntamente, como hace Marks (1987).
En los sujetos adultos, los pensamientos obsesivos más frecuentes suelen estar relacionados con la suciedad, los gérmenes y la contaminación o con la posibilidad de generar algún daño a uno mismo o a los demás y, en menor frecuencia, con temas sexuales, religiosos o filosóficos (Marks, 1987; Akintar y otros, 1975; Dowson, 1977).
En cuanto a los rituales, parece existir un gran acuerdo respecto a que el lavado y limpieza es la forma más común, afectando aproximadamente a un 50 % de las personas que padecen el trastorno, seguido de los rituales de "repetición", consistentes en ejecutar una determinada acción un número mágico de veces, y cuya frecuencia parece situarse en torno al 38 % (Marks, 1987). Otras categorías menos comunes incluyen rituales del orden (9 %) o el coleccionismo (2 %).
A fin de establecer una guía para el tratamiento a seguir, Marks (1981, 1987) ha propuesto clasificar los trastornos obsesivo-compulsivos en tres amplias categorías, rituales compulsivos con obsesiones, obsesiones sin rituales manifiestos (rumiaciones) y lentitud compulsiva sin rituales visibles. La primera es la manifestación más frecuente, entre un 69 % a un 94 % de los pacientes obsesivo-compulsivos ejecutan actos compulsivos combinados con pensamientos obsesivos generalmente relacionados con ellos. los obsesiones puras sin rituales son infrecuentes (16 %) e igualmente ocurre con la tercera categoría, lentitud, cuya incidencia se estipula en torno al 10 % (Insel y otros, 1985).
Similarmente Mavissakalian (1979) ha propuesto cuatro etapas relacionadas con el curso y evolución (gravedad) de los síntomas obsesivo-compulsivos, y que sirven también para seleccionar el tratamiento a seguir en cada caso y como sistema de clasificación. Dichas etapas son: solamente obsesiones, obsesiones y compulsiones reductoras de ansiedad, obsesiones y compulsiones elevadoras de ansiedad y solamente rituales. El pronóstico será peor a medida que se progresa de una etapa a otra. En función del estadio en que se encuentra el paciente, propone el uso de las siguientes estrategias terapéuticas: exposición; exposición y prevención de respuesta; intención paradójica y moldeamiento (respectivamente).
Por último, Insel, Zahn y Murphy (1985), centrándose en la ansiedad, proponen clasificar a los sujetos con TOC en tres categorías. la primera integrado por los que muestran lentitud compulsivo y que manifiestan escasa o nula ansiedad. En estos casos la lentitud puede estar relacionado con una compulsión a la repetición, pero el temor o la ansiedad que les producen las consecuencias de la no repetición es mínima.
Un segundo grupo estaría formado por aquellos individuos que sufren de ansiedad por temor a que les suceda algún acontecimiento desastroso (por ejemplo, que se incendie su casa). Estos pacientes padecen dudas patológicas y suelen desarrollar rituales de verificación. En este grupo, la ansiedad parece más relacionado con sus fantasías que con estímulos externos o reales, como ocurre en el fóbico. Y, a diferencia de éste, les resulta difícil aliviar su ansiedad mediante el escape o la evitación.
La última categoría estaría formada por los sujetos cuyas quejas relativas a la ansiedad son muy parecidas a las de los fóbicos; son los que manifiestan temor a la contaminación, presentan una evitación "clásica" (de lugares públicos, dinero, tiradores, etcétera) y se lavan de manera compulsiva.
Respecto a la población infantil, los escasos datos disponibles (Swedo y Rapoport, 1989) revelan un patrón muy similar al encontrado en los adultos en cuanto al contenido, forma y frecuencia de obsesiones y compulsiones. Estos autores han estudiado de manera sistemática y prospectiva a un total de 70 niños, diagnosticados con un trastorno obsesivo-compulsivo primario y severo, lo que constituye la muestra clínica más amplia de las estudiados hasta la fecha.
Sus datos señalan que, al igual que en los adultos, la mayor parte de los pensamientos obsesivos se localizan en un fuerte temor a la muerte, enfermedad y daño; miedo a la contaminación o a hacer algo mal. Las obsesiones más frecuentes están relacionados con la suciedad, gérmenes y contaminación (40 %), seguidas del miedo a que algo terrible (muerte, enfermedad, etcétera) les pueda ocurrir a ellos mismos o a sus seres queridos (24 %) y, en menor medida, pensamientos relacionados con la simetría, orden o exactitud (17 %) o de contenido religioso (13 %). Ciertas obsesiones también bastante comunes, resultan difíciles de categorizar, tales como una preocupación morbosa por la "gente muda" (dumbpeople), los "números malos" o miedo a vomitar. En concreto las ideas obsesivas relacionados con los números suelen ser muy frecuentes entre los más pequeños, que indican que hay "números seguros" y "números malos" , por eso tienen que repetir las cosas un número especifico de veces. Estos pensamientos pueden interferir seriamente con el funcionamiento escolar.
En cuanto a las compulsiones, los resultados de Swedo y Rapoport muestran que, como en los adultos, el lavado excesivo, los rituales de repetición y verificación son los más repetidos (85 %, 51 % y 46 %, respectivamente), aunque el tocar, contar, ordenar los cosas simétricamente y el coleccionismo ocurren también con cierta frecuencia (20 %; 18 %; 17 % y 11 %, respectivamente).
Sumarizando los datos revisados por Turner y Michelson (1984) y por Marks (1987) la incidencia del trastorno obsesivo-compulsivo, en sujetos adultos, podría situarse en torno a 1,5 % en población psiquiátrica y entre un 0,1 a un 2,5 % en población general. Como indica Marks, estas últimas cifras parecen bastante más elevadas que las reportadas en los estudios efectuados con anterioridad a 1970, lo cual apoyaría una impresión, extendida entre los clínicos, respecto a que la incidencia de este trastorno parece haberse incrementado en las últimas décadas.
En general, no parecen existir diferencias sexuales en la prevalencia del TOC, aunque se aprecian diferencias dignas de mención respecto a ciertos subtipos, por ejemplo, los rituales de lavado y limpieza son más frecuentes en mujeres, en tanto que la lentitud compulsiva lo es en varones, y no se observan diferencias sexuales en los rituales de verificación (Rachman y Hogdson, 1980; Marks, 1987). Estas discrepancias parecen estar relacionadas con el distinto rol social que desempeñan hombres y mujeres.
La edad media de comienzo suele establecerse próximo a los 25 años (Thyer, 1987), aunque un alto porcentaje de sujetos señalan que el problema se inició en la adolescencia, alrededor de los 15 años.
La duración media del trastorno antes de acudir a tratamiento se sitúa entre 8-12 años, con un comienzo generalmente "insidioso" desarrollándose durante varios años o, menos frecuentemente, presentándose de forma súbita. Al respecto, Rachman y Hogdson (1980) informaron que los rituales de limpieza solían comenzar súbitamente, mientras que los de verificación lo hacían gradualmente.
Lo mismo que en el caso de los adultos, los estudios epidemiológicos sobre la incidencia del TOC en niños son escasos y los datos varían en función de los criterios diagnósticos y los características de la población estudiada. Tomando como base los estudios recogidos por Flament y otros (1989), la incidencia clínica (población psiquiátrica) podría situarse entre un 0,2 % y 1,2 % (Flament y Rapoport, 1984) y alrededor del 0,3 % en población general (Rutter y otros, 1970).
Sin duda, el estudio epidemiológico realizado por Flament y colegas (1989) con adolescentes, represento el primer intento sistemático por conocer la frecuencia del trastorno en la comunidad en este grupo de edad. La muestra final quedó constituida por 5.108 estudiantes con edades comprendidos entre 12 y 22 años, aunque la mayor parte de los sujetos tenían entre 14 y 17 años.
El trabajo comenzó en 1984 y se ha desarrollado en dos etapas, en la primera se aplicaron diversos instrumentos de medido para evaluar la salud mental de la muestra y, más específicamente, el leyton Obsessional Inventory -versión infantil- (LOI; ver sección de evaluación) para evaluar los síntomas obsesivo-compulsivos; en la segunda etapa, los autores diseñaron una entrevista clínica semi-estructurada para entrevistar a aquellos sujetos que habían obtenido una puntuación elevada en el inventario de Leyton (356, fueron entrevistados). Los resultados finales indicaron que, al menos 18 casos, presentaban una sintomatología muy similar a la descrita en la muestra clínica de Swedo y Rapoport (1989), todos excepto uno (que sólo manifestaba obsesiones) mostraban rituales compulsivos asociados a pensamientos obsesivos, con un contenido y frecuencia muy semejante a los niños integrados en la muestra clínica.
A partir de sus datos, los autores (Flament y otros, 1989) estimaron una tasa de prevalencia del 0,35 % en la población estudiada, aunque en su opinión la ''verdadera" prevalencia del trastorno debería situarse en torno al 0,70 %. Consideran que el porcentaje estimado es más bajo debido, probablemente, a una serie de razones: en primer lugar, la muestra estaba integrado por estudiantes que acudían a los centros escolares, cuando seguramente los niños con una forma más severa del trastorno no acuden a clase, como efectivamente parece ocurrir (Bolton et al., 1983; Apter y Tyano, 1988), por lo que no habrían sido incluidos en el estudio; en segundo termino, un grupo de 557 sujetos de la muestra inicial (5.596) no rellenaron totalmente los cuestionarios, por lo que fueron excluidos, es posible que en este grupo se encontrara una elevada proporción de sujetos con síntomas obsesivo-compulsivos; en tercer lugar, el cuestionario (LOI) pudo ofrecer puntuaciones con falsos negativos, y, por último, es muy frecuente, que los niños con TOC mantengan un gran secreto sobre el problema (como han señalado Swedo y Rapoport, en el estudio clínico) y, en consecuencia, no lo cuentan ni a través del cuestionario.
Respecto a la edad y el sexo se observan ciertas diferencias dignas de mención entre los datos obtenidos con una muestra clínica (Swedo y Rapoport, 1989) y los logrados por Flament y colegas en el trabajo que venimos comentando. Estos últimos encontraron una proporción similar de varones y mujeres en la tasa de prevalencia del trastorno; la edad media de comienzo se situaba alrededor de los 12,8 años (rango 7 a 18) y en la mayoría de los casos el inicio fue gradual. Por su parte, en el estudio de Swedo y Rapoport, realizado con 70 pacientes, se indicaba que los varones duplicaban a las mujeres (46 v.s. 23) y que el trastorno parecía comenzar a una edad más temprana en aquéllos que en éstas (9,8 v.s. 11 años de media, respectivamente, además en, aproximadamente, el 10 % de la muestra el problema había comenzado con anterioridad a los siete años). En ambos trabajos se encontró un elevado porcentaje (aproximadamente del 40 %) de niños que presentaban depresión mayor como trastorno asociado.
Flament y otros (1989) consideran que la discrepancia respecto al sexo, podría deberse a dos razones, a que el trastorno se manifiesta en forma más benigna en las mujeres y por esto no solicitan tratamiento, o a que ha existido un cierto sesgo en el envío de pacientes que constituyen la muestra clínica. Ambos trabajos se han efectuado dentro de un proyecto de investigación bastante amplio sobre el TOC en niños y adolescentes, iniciado hace 12 años (aún continúa) en el Instituto Nacional de Salud Mental de Bethesda (Mary/ond).
Siguiendo con las diferencias sexuales, nuestros resultados van también en la dirección de los de Swedo y Rapoport (1989). Considerando que los sujetos incluidos en nuestra revisión integran una muestra clínica, dados sus características, observamos que un 62 % de dicha muestra (60 pacientes) son varones. Sin embargo, esta diferencia no nos sorprende en absoluto, ya que parece bastante frecuente que cuando se utiliza población clínica, se detecten diferencias sexuales respecto a que el número de varones supera al de las mujeres, y ello independientemente del tipo de trastorno analizado.
En ocasiones tal superioridad resulta paradójica, por ejemplo, uno de los datos más repetidos en los estudios normativos sobre miedos y fobias infantiles, es que las niñas obtienen puntuaciones más elevadas que los varones en los instrumentos de evaluación, es decir, parece que tienen más miedo que ellos (Kratochwill; Accardi y Morris, 1988). Consecuentemente, cabría esperar que en una muestra clínica, el número de mujeres que manifiesta problemas fóbicos (miedos de gran intensidad) superara al de los varones. Si analizamos el estudio de Graziano y De Giovanni (1979) sobre la significación clínica de las fobias infantiles, encontramos que, de una población de 547 pacientes (368 varones y 179 mujeres), 39 manifestaban miedos intensos o fobias, de los cuales y, en contra de lo esperado, 24 (62 %) eran varones y 15 mujeres. Ahora bien, si efectuamos los cálculos en base a la muestra total, y no sólo a la submuestra fóbica, los resultados varían (5,9 % varones v.s. 8,4 % mujeres) en la dirección predicho, siendo más coherentes con los resultados disponibles hasta el momento. Algo similar ocurre con la enuresis, problema bastante frecuente entre los 5-15 años. Prácticamente todos los manuales repiten que el trastorno es más frecuente, casi el doble, en varones que en mujeres pero, como hemos señalado en otro lugar, todo depende de la muestra de referencia (Bragado, 1980; García, 1987).
En definitiva, lo único que, en nuestra opinión, deberíamos concluir de esta discusión es que el número de varones para los que sus padres solicitan ayuda profesional es superior al de las mujeres, sea cual sea el trastorno que presenten unos y otros, y que variables más generales culturales o sociales como los estereotipos sexuales, podrían ser más responsables de estas diferencias que otros factores relativos a un trastorno particular.
Una característica en la evaluación de los niños con síntomas obsesivo-compulsivos es, en la mayoría de los casos, la necesidad de tener que recurrir a más de una fuente de información, padres y profesores, debido al carácter secreto que presentan estos niños a la hora de comunicar su problema. Por ejemplo, en el estudio epidemiológico llevado a cabo por Berg et al. (1988) se encontró que algunos niños nunca habían contado sus síntomas obsesivo-compulsivos al terapeuta; por lo que el tratamiento no sería todo lo específico que debiera ser.
Otra característica en estas edades es la escasa o nulo motivación para cooperar en el tratamiento (Bolton y otros, 1983; Apter y otros, 1984, y McCarthy y Foc: 1988), por lo tanto, desde nuestro punto de vista el terapeuta no debería multiplicar el número de instrumentos para evaluar el trastorno pues, probablemente, ello repercutiría en que lo colaboración del niño fuera aún menor, al incrementar las demandas del proceso de intervención.
Por todo ello, consideramos que para evaluar este problema, el terapeuta debería seguir el siguiente procedimiento adaptándolo a la edad del niño: 1) una entrevista con el paciente para obtener datos no sólo de su sintomatología, sino también de su nivel de funcionamiento escolar, social, emocional y familiar; 2) una entrevista con los padres o responsables para conocer la forma en que afrontan el desarrollo del trastorno, si están implicados en los rituales, y para estudiar las posibilidades de colaboración con el programa de tratamiento; 3) un análisis conductual de las obsesiones y compulsiones, y 4) un estudio sobre los resultados obtenidos a través del cuestionario o escala elegida.
Respecto a la entrevista, Berg (1989) aconsejo la utilización de entrevistas clínicas estructuradas para evaluar la psicopatología infantil. Estos instrumentos ofrecen una información bastante completa sobre el funcionamiento normal del niño y la psicopatología que presenta, y son medidas fundamentales en proyectos de investigación.
Entre las entrevistas clínicas más utilizados se encuentran The Diagnostic Interview for Children and Adolescents (DICA) (Herjanic y Campbell, 1977; Weiner et al, 1987), que contiene preguntas basadas en los criterios del DSM III sobre obsesiones y compulsiones. Presento la ventaja de que posee criterios de valoración estandarizados; sin embargo, no fue realizado para evaluar la gravedad de los síntomas, por lo que no es sensible a los cambios en el tratamiento y se necesito información adicional antes de establecer un diagnóstico.
Para obtener información de los padres suele utilizarse la Escala Conductual de Achenbach (1979); contiene 20 ítems sobre aptitudes o capacidades y 118 sobre problemas de Conducta. Se aplica con niños de 4 a 16 años y lo rellenan sus padres.
En la tabla 1 enumeramos los instrumentos de mayor aplicación, describiendo sus características más representativas.
En nuestra opinión, el método de evaluación propuesto por McCarthy y Foa (1988) como un análisis conductual del miedo y de la evitación (obsesiones y compulsiones, descrito en la tabla 2, resulta interesante porque permite obtener información sobre todos aquellos aspectos que podrían estar interfiriendo en el funcionamiento cotidiano del niño. Los autores proponen efectuar el análisis en dos partes, evaluar las obsesiones y las conductas de evitación. Todo ello se realizaría de la siguiente manera:
1. Evaluación de los obsesiones, donde se analizan tres componentes: ])señales externos, que son los objetos o situaciones que producen ansiedad o molestar (por ejemplo: aseos u otros objetos que pudieran contaminar, accidente de coche); 2) señales internas, que se refieren a pensamientos, imágenes o impulsos que provocan ansiedad, vergüenza o disgusto (por ejemplo: el número 3, pensamiento de ser contaminado), y 3) daño anticipado, que es el miedo a las catástrofes debidas a un factor externo (por ejemplo: miedo a tocar un objeto contaminado, miedo al robo si la puerta no estuviera bien cerrado) o a un factor interno (por ejemplo: "yo seré el responsable si a mis padres les sucede algo".
Es bastante frecuente que los miedos a la contaminación se centren en señales externas mientras que para los pacientes que realizan rituales de verificación, el centro de su obsesión es la anticipación de una catástrofe.
2. Evaluación de la evitación, en base al análisis de dos componentes: 1) evitación pasivo, que se refiere a las situaciones u objetos que el paciente trata de evitar en todo momento (por ejemplo: aseos públicos, no pasar por un determinado sitio, tocar tiradores por un extremo), y 2) la Conducta de ritual, que es un escape activo de las señales que evocan ansiedad, es decir, el paciente escapará o pondrá fin a las señales de ansiedad, por medio del ritual; por ejemplo: el paciente que desarrolla un miedo a contaminarse por el uso de aseos públicos, al principio intentará no utilizarlos (evitación pasivo), pero puede llegar un momento que esta evitación pasivo no le quite el molestar, y es cuando desarrollará rituales de lavado y limpieza; de la misma manera la persona que teme la muerte de un ser querido cuando piensa en el número 3 u otro número, primeramente intentará dejar de pensar en ese número, pero si esto no hace descender su malestar, estas personas desarrollarán rituales para proteger al ser querido y que no le ocurra nada.
Otras medidas conductuales que se han utilizado para evaluar el trastorno y bastante útiles en la práctica clínica han sido: 1) el registro diario de conductas, donde el paciente y los padres deben anotar todos los pensamientos obsesivos y las conductas compulsivos en un periodo de tiempo establecido (una semana, normalmente); también deben anotar la frecuencia y duración de las conductas, así como sus antecedentes y consecuentes; 2) las "unidades subjetivas de malestar" (SUDS) de Wolpe (1958) para indicar el grado de malestar o ansiedad del paciente en una escala de 0 a 100, y 3) las "Escalas Likert" (McCarthy y Foa, 1988) para evaluar el miedo, la evitación y los rituales; se componen de 8 puntos, donde 0 representa ausencia de síntomas y 8 indica la intensidad extremo de los mismos.
Los cuestionarios para medir este trastorno en la infancia y adolescencia son escasos, de reciente aparición, y han sido adaptados de cuestionarios diseñados para pacientes adultos, como, por ejemplo, del leyton Obsessional Inventory, de Cooper (1970). El primer cuestionario de aplicación en el ámbito infantil aparece en 1986, el leyton Obsessionol Inventory-Child, versión de Berg y colegas, y por su interés lo comentaremos con cierto detalle.
La primera versión (44 ítems) evaluaba el número de respuestas de sí y no a los síntomas obsesivos y también el grado de resistencia a los síntomas y su interferencia con las actividades de la vida diaria. Las preguntas que se hacen se refieren a pensamientos persistentes verificaciones, miedo a la suciedad y objetos peligrosos, limpieza, orden, repetición e indecisión. De las respuestas positivos se extraía una puntuación sobre la resistencia a los síntomas en una escalo de 0 a 5 puntos, y una puntuación sobre la interferencia de los síntomas en una escala de 0 a 4 puntos. Esta versión distinguía entre los adolescentes con trastorno obsesivo-compulsivo y los grupos controles (con trastorno psiquiátrico y normales); además, sus autores señalaron que presentaba una fiabilidad test-retest aceptable y que era sensible a los efectos del tratamiento.
Una segunda forma, el 20-ítem Leyton Obsessional Inventory para adolescentes (Berg et al, 1988) fue adaptado del primero (44-item Leyton) para ser utilizado en un estudio epidemiológico con 5.108 estudiantes con edades comprendidas entre 14 y 17 años. las 20 preguntas se escogieron estudiando las puntuaciones obtenidas por un grupo de 26 pacientes obsesivos, en base a los siguientes criterios: preguntas con una respuesta positiva significativamente elevada, con altas puntuaciones de interferencia y representativos de la sintomatología obsesiva (pensamientos, verificaciones, limpieza, repetición e indecisión). La interferencia ( rudo en que los conductas patológicas interfieren con la actividad cotidiana), recibía una puntuación de 0 a 3 en todos las respuestas positivos. No se evaluaron las puntuaciones sobre resistencia (o gravedad de los síntomas), ya que otros estudios demostraron su escasa significación con adultos obsesivos y controles.
Berg et al. (1988) señalaron en sus resultados que algunos ítems considerados como síntomas obsesivos (por ejemplo: repetir pensamientos y palabras, preocuparse por temas de suciedad y limpieza, indecisión) eran valorados positivamente (en un pequeño estudio previo) por casi la mitad de una muestra de adolescentes de un grupo control. Esto les llevó a advertir que algunos síntomas obsesivos parecen ser preocupaciones adolescentes y que para establecer un diagnóstico del trastorno obsesivo-compulsivo sería necesario una cuantificación sobre su gravedad. Por el contrario, preguntas menos respondidos por la población general (tener dificultades en terminar un trabajo, contar, evitar palabras, moverse de una determinada manera) han demostrado poseer un mayor valor predictivo en clínica.
Flament et al. (1988) llevaron a cabo un estudio sobre el Leyton, abreviado, como una segundo etapa del estudio epidemiológico y para determinar la validez del cuestionario. Estos autores concluyen que así como la especificidad y sensibilidad de la prueba es elevado (75 % y 84 %, respectivamente), su valor predictivo es solamente del 18 %; aunque como señalan Williams et al. (1982) en trastornos de escasa frecuencia, como es el caso del trastorno obsesivo-compulsivo, todavía existen algunas cuestiones sobre su valoración sin resolver.
En resumen, la evaluación y el diagnóstico del trastorno obsesivo-compulsivo, tanto en niños como en adultos, es algo que debería preocupar cada dio más a los profesionales de salud mental, sobre todo si tenemos en cuento los razones que aducen Flament y cols. (1988): 1) de acuerdo con los últimos estudios epidemiológicos es un problema cuya frecuencia va en aumento; 2) es un trastorno escasamente tratado y con una tendencia a hacerse crónico, y 3) diferentes autores han reconocido tratamientos eficaces que ayudan a resolver el problema.
La contribución de la terapia de Conducta al tratamiento de los trastornos obsesivo-compulsivos en la infancia es bastante escasa y relativamente novedoso, comparada con la que han recibido otros trastornos infantiles. Como ya hemos señalado, en los 10 últimos años tan sólo hemos localizado 19 publicaciones referentes al tratamiento conductual de niños que manifiestan este tipo de problema. Los datos esenciales de estas publicaciones se encuentran reseñados en la tabla 3.
Si a estos estudios añadimos los revisados por Wolff y Rapoport (1988), y Berg, Rapoport y Wolff (1989), seguramente estaríamos bastante cerca de la verdad al afirmar que desde 1967 parecen haberse publicado un total de 33 trabajos sobre este temo, lo que supone algo más de una publicación por año. En la tabla 4 recogemos los 14 estudios procedentes de estas revisiones y no incluidos en la nuestra.
Computando los 33 trabajos, el número de casos tratados suman un total de 60, 23 mujeres y 37 varones, con edades comprendidas entre 6-18 años (12,5 de media). Curiosamente, y a pesar de la gran heterogeneidad respecto a la procedencia y evaluación de los sujetos que integran esta "muestra", sus CARACTERISTICAS GENERALES son muy similares a los descritas por Swedo y Rapoport (1989) en una muestra clínica de 70 niños, estudiado sistemáticamente por ellos en el Instituto de Salud Mental de Bethesda.
Igual que en su trabajo, en nuestro caso: a) el número de varones supera al de mujeres; b) el trastorno se manifiesta con síntomas de gran severidad que, salvo algunas excepciones, venían ocurriendo bastante tiempo antes del momento en que se inicia el tratamiento (ver tabla 3), y c) el contenido y forma de obsesiones y compulsiones es muy parecido. Según se aprecio en las tablas 3 y 4, los rituales más frecuentes parecen ser los de repetición, verificación o comprobación y los de lavado-limpieza; en tanto que las obsesiones más comunes estaban relacionadas con la enfermedad o muerte de uno mismo o de seres queridos, y con la contaminación.
Probablemente, uno de los aspectos que más nos ha llamado la atención al analizar la literatura ha sido que, prácticamente, todos los autores comentan que los niños manifestaban una patología muy grave y padecían un fuerte deterioro de su ambiente cotidiano. Por ejemplo, tanto Bolton, Collins y Steinberg (1983), como Apter y otros (1984) y Apter y Tyano (1988), coinciden en señalar que todos sus pacientes (28 en total) invertían más de dos horas en ejecutar sus rituales, evitaban el contacto social y, progresivamente, comenzaron a abandonar el colegio, bien totalmente o por periodos prolongados. En general, estos niños habían tenido un funcionamiento normal antes del inicio del problema.
El caso que describe Warneke (1985) ilustra lo que estamos diciendo: una niña de 15 años que, desde hacía tres, padecía un temor tan fuerte a la contaminación que hasta el jabón era percibido como un agente contaminante. Dedicaba el 90 % de su tiempo a los obsesiones y/o a los rituales, se lavaba las manos unas 30 veces al día y, antes de acostarse, invertía unas tres horas en ejecutar sus ritos de ''descontaminación'', consistentes en: se quitaba todo la ropa en el piso de abajo, en un "lugar sucio" y subía al piso de arriba desnuda hasta la ducha donde se frotaba durante 45 minutos antes de bajar de nuevo, chorreando, al cuarto de la ropa lavado. Allí se secaba con una toalla limpia y se vestía. Luego iba a su cuarto y colocaba sábanas limpias en la cama, utilizando solamente la mano derecha, o la "mano limpia" (pág. 105).
En estrecha relación con lo anterior, se encuentra un hecho reseñado en casi todos los estudios de nuestra revisión la tendencia de niños y adolescentes a involucrar a sus Padres en los rituales, de modo que con su participación contribuyen, directa o indirectamente, a mantener el problema.
Bolton y otros (1983) indicaban que en sus 15 casos, la familia (padres o incluso hermanos) acababan cooperando con los rituales. El grado de implicación variaba desde una participación ocasional, como en las peticiones de seguridad, hasta un sometimiento extremo donde el niño dominaba prácticamente la actuación familiar, gritando violentamente si la familia no lo obedecía. Stanley (1980) describe que la madre de una niña de ocho años con rituales de orden invertía mucho tiempo en colocar la colcha de la cama o en limpiar el polvo de su cuarto, en un intento por mantener el mismo orden que su hijo había impuesto. Apter y Tyano (1988) comentan que una niña del medio rural obligaba a su familia a ducharse fuera de la casa, con un frío helador, para que no contaminara la vivienda, y que otro muchacho obligaba a su padre, cuando iban en coche, a reiniciar el viaje desde el principio si su coche era adelantado por la izquierda.
Coherente con esta implicación familiar, prácticamente todos los padres (exceptuando los casos en que los niños estaban hospitalizados) han participado activamente en el proceso terapéutico, llevando a cabo técnicas de tratamiento especificas, como el refuerzo diferencial o la extinción; dirigiendo y/o controlando otras como la prevención de respuesta o la exposición; o, sencillamente, evitando continuar participando en los rituales de sus hijos.
Las técnicas conductuales parecen haber conseguido buenos resultados en casi todos los casos. Dieciséis de los 19 trabajos ponen de manifiesto que los problemas obsesivo-compulsivos se solucionaron en un período que oscila entre dos semanas y 24 meses. Sin embargo, aunque en la tabla 3 hemos recogido la información relativo a la duración del tratamiento, la verdad es que estos datos no deberían tomarse en consideración ya que, la mayoría de las veces, desconocemos aspectos mucho más relevantes que el transcurso de un periodo de tiempo concreto, tales como numero de sesiones invertidas, duración de las mismas, intervalo entre ellas, etcétera, y cuando disponemos de estos datos, se aprecia una gran disparidad de criterios. Por ejemplo, Willmuth (1988) necesitó cinco meses para tratar, básicamente con prevención de respuesta y extinción, a un niño de 11 años que tenía graves rituales de repetición, mientras que McCarthy y Foa (1988) en un caso similar, un varón de 13 años con el mismo tipo de rituales, lograron corregirlos en un mes, utilizando prevención de respuesta y exposición. Aparentemente el segundo procedimiento parece más rápido que el primero, pero lo cierto es que esta interpretación podría resultar erróneo, pues mientras que el primer autor realizó un total de ocho sesiones en los cinco meses, los segundos efectuaron 20 en el transcurso de un mes.
Siguiendo con aspectos metodológicos, es importante destacar que todos los trabajos de nuestra revisión son estudios clínicos, en el sentido de que todos los sujetos que presentan son personas que padecen una grave sintomatología, y que solamente en tres (Minnes, 1980; Francis, 1988, y Kearney y Silverman, 1990) se ha seguido un diseño experimental de caso único, el resto sigue la práctica habitual de las "Historias de Caso "- una descripción mas o menos detallada sobre la historia y síntomas del paciente, sobre el tratamiento utilizado y sobre los resultados. En todos los casos, menos en cuatro en que no se especifica esta información, se incluye un período de seguimiento que oscila entre un mes y cuatro años. Curiosamente los tres trabajos controlados son los que informan de un tiempo de seguimiento menor.
Los métodos de evaluación más utilizados han sido la entrevista clínica y los registros de rituales y/u obsesiones, efectuados por los padres o por el propio paciente (ver tabla 3). Sólo en los estudios controlados se han empleado los mismos instrumentos que en la línea de base para evaluar el mantenimiento de los resultados durante el seguimiento, en el resto, excepto dos autores (Ownby, 1983, y Willmuth, 1988) que especifican haber mantenido contactos telefónicos cada seis meses durante año y medio, ninguno describe cómo se ha efectuado el seguimiento; en general, se limitan a decir alguno frase similar a esta: "X tiempo más tarde el sujeto seguia libre de síntomas''. A pesar de estas dificultades, la mayoría proporciona una información estructurada conforme a unas pautas, normalmente admitidas en el ámbito clínico, y cuyo contenido puede resultar de gran utilidad para el terapeuta de conducta infantil pues le ofrece ideas, sugerencias e incluso un modelo de cómo actuar en casos similares.
Una excepción a lo anterior la constituye el trabajo de Turón, Ariño y Muruamendiaraz (1985) que es casi un "prototipo" de lo que lo que no debe hacerse" a la hora de comunicar el resultado de nuestro trabajo al resto de la comunidad científica, tanto por su mala organización como por los aseveraciones vertidas en él sin fundamento. En primer lugar, no sabemos por qué razón incluyen en el abstract y en las palabras claves los términos de modificación de Conducta induciendo a error a los investigadores. Leyendo su artículo, uno tiene casi la certeza de que no conocen de qué se trata, en ningún sitio de su publicación nos cuentan qué técnicas utilizaron, por qué o para qué las eligieron, cómo se llevaron a cabo, quién dirigía el procedimiento, etcétera. La única información disponible es que la "modificación de Conducta" parece haberse empleado conjuntamente con el litio, después de una intervención neuroquirúrgica que provocó unos efectos secundarios tan graves o más que las alteraciones que pretendía corregir. Textualmente los autores dicen los siguiente:
"En este punto, nos planteamos iniciar en la paciente un programa de modificación de la Conducta complementado con tratamiento farmacológico.
Respecto a la terapéutica de modificación de Conducta, sus resultados no son satisfactorios y hoy por hoy no es por ella mismo capaz de modificar el cuadro de desinhibición de la paciente. No es así con el tratamiento farmacológico." (Pág. 102).
Es todo la información que proporcionan sobre el tratamiento conductual. Bien es verdad que ellos anticipan al comienzo de su artículo que ofrecen un "breve resumen" de la terapia conductual aplicada, pero no esperábamos que de tan fugaz información pudieran extraerse conclusiones tan amplias. Sugerimos al lector que compruebe en la tabla 3 los resultados obtenidos con los fármacos que utilizaron antes y después de la operación.
Retornando nuevamente los datos relativos al TRATAMIENTO, resulta difícil determinar qué técnicas son más eficaces. Todos los autores han seguido procedimientos más o menos complejos en los que se integran diversos componentes que, seguramente, serán corresponsables del resultado final y, como la mayoría de los estudios son historias de caso, desconocemos por el momento cuáles son los elementos activos y a cuáles debemos atribuir el éxito o el fracaso. Solamente la cooperación paterna en el tratamiento se repite con cierta consistencia, lo que la convierte en un ingrediente terapéutico característico de este periodo de edad e inexcusable cualquiera que sea el procedimiento elegido.
Sin olvidar las dificultades anteriores, y con el propósito de obtener una "cierta aproximación" al tipo de tratamiento más utilizado, el grado de éxito conseguido y el apoyo empírico (número de estudios y de sujetos) de que goza cada procedimiento, hemos agrupado las diferentes publicaciones en cuatro categorías, teniendo en cuenta el componente terapéutico al que los autores parecen haber otorgado más peso en el tratamiento. Todos estos datos los hemos sintetizado en la tabla 5. Dichas categorías son las siguientes:
1) estudios en los que se ha empleado fundamentalmente PREVENCION DE RESPUESTA, sola o combinado con alguno técnica de exposición;
2) los que han utilizado básicamente PARADA DE PENSAMIENTO para controlar los pensamientos obsesivos, sola o en compañía de otras técnicas;
3) los que han utilizado DESENSIBILIZACION SISTEMATICA, solo, con refuerzo operante o como un elemento más dentro de un paquete más amplio;
4) y, finalmente, los que han seguido fundamentalmente técnicas operantes como LA EXTINCION Y/O El REFUERZO DIFERENCIAL.
lo PREVENCION DE RESPUESTA con alguna forma de EXPOSICION resultó el tratamiento más utilizado. Se empleó en 14 de los 33 estudios publicados (contabilizando los revisados por nosotros y por Berg; Rapoport y Wolff, 1989), y se aplicó a un total de 34 sujetos, cifra que se reduce a 23 si descontamos los 11 sujetos incluidos en los trabajos de Apter y otros (1984) y de Apter y Tyano (1988) a quienes, por razones que veremos enseguida, no pudimos aplicar los mismos criterios que a los demás y los agrupamos en la tabla 5, en la categoría de "no aplicable".
En general, los resultados obtenidos parecen muy favorables indicando un nivel de efectividad nado despreciable: el 87 % de los sujetos (20) consiguieron eliminar o reducir considerablemente su sintomatología; en un caso sólo se logró una leve mejoría, y en los dos restantes no se apreciaron cambios. Como ya hemos señalado, prácticamente todos los estudios incluyen, además de los componentes mencionados, la participación activa de los padres en el tratamiento.
El trabajo de Bolton, Collins y Steinberg (1983) es el más amplio de todos, un estudio retrospectivo sobre 14 adolescentes (con una media de edad de 14 años), atendidos en dos hospitales ingleses entre 1977-1981. Los autores emplearon la prevención de respuesta en 11 de los 14 sujetos. En un primer momento, el tratamiento se llevaba a cabo en régimen ambulatorio, utilizando prevención de respuesta ''autoimpuesta" y autoobservación de los síntomas, si el método autoimpuesto fracasaba se utilizaba el control externo. En este punto, se encargaba a los padres que impidieron la ejecución de los rituales, bien de forma pasivo [no colaborando en ellos o con procedimientos más activos (control verbal y restricción física)]. Cuando el régimen ambulatorio no daba resultados satisfactorios, los niños eran hospitalizados y se repetía la mismo pauta terapéutica, sólo que los controles externos, en esta situación, corrían a cargo del personal sanitario. La exposición a los estímulos temidos no se programó expresamente, sino que los terapeutas aprovecharon la rutina cotidiana «Solamente en tres casos se utilizó una exposición "artificial" graduada. los autores no se muestran partidarios de emplear "exposición prolongada" a los estímulos que suscitan un alto grado de ansiedad (inundación) con este tipo de sujetos, únicamente lo hicieron en un caso (varón de 14 años con graves rituales de limpieza) y sus efectos resultaron "dramáticos".
Adicionalmente, Bolton y colegas emplearon otras técnicas auxiliares, una especie de psicoterapia de apoyo que se utilizó, con la mayoría de los sujetos, para conseguir una relación terapéutica sólida que asegurara la cooperación en el proceso terapéutico, y tratamiento farmacológica (clorimipramina) con cinco personas, generalmente para tratar la presencia conjunta de depresión-ansiedad, excepto en una ocasión que se usó específicamente para la sintomatología obsesiva-compulsiva aunque sin ningún éxito.
Estos autores también informaron de ciertos problemas que surgieron en la aplicación de prevención de respuesta, como que resultó difícil y laborioso conseguir que los pacientes cooperaran consistentemente en el tratamiento. Para lograrlo, los terapeutas tuvieron que usar diferentes recursos: persuasión y apoyo del terapeuta, autoridad paterna, control externo, etcétera; a pesar de todo, dos de los 14 sujetos se negaron a seguir el procedimiento. Otro aspecto importante es que, al menos, en cuatro casos surgieron problemas de generalización y mantenimiento. Sin embargo, los resultados globales fueron bastante buenos (ver tabla 3), por lo que Bolton y cols. recomiendan su utilización.
Apter, Bernhout y Tyano (1984) también encontraron serias dificultades Para motivar a sus pacientes a cooperar con el tratamiento, hasta el punto de que ninguno de ellos (ocho sujetos hospitalizados con una edad media de 13,7 años) consintió en llevar a cabo un procedimiento similar al de Bolton y otros (1983), aunque mucho menos preciso, y que, según ellos, incluía prevención de respuesta, exposición en vivo y parado de pensamiento. El método seguido consistió en "ordenar" a los adolescentes que no ejecutaran sus rituales y que pensaron en cualquier cosa cuando les sobreviniera el pensamiento obsesivo. "Cuando era posible se encargaba a un miembro del equipo (generalmente estudiante de enfermería) que observara a los pacientes y los animara a no efectuar los rituales" (pág. 354). Los autores atribuyeron el fracaso a la falta de personal y a la poca experiencia del equipo, primariamente entrenado en técnicas dinámicas, con los procedimientos conductistas. Por nuestra parte, y de acuerdo con Berg et al. (1989), añadir que no nos sorprenden sus resultados si el plan terapéutico era tan vago y tan poco preciso como describen en el texto.
Cuatro años más tarde, Apter y Tyano (1988) exponen idénticas razones respecto a la escasa motivación de los niños y a su incapacidad para incrementarlo, aunque en esta ocasión parece que consiguieron llevar a cabo el tratamiento con tres sujetos (ver tabla 3). Desgraciadamente, resulta imposible, a partir de sus datos, averiguar qué resultados consiguieron. Por estos motivos no pudimos determinar, ni en este caso ni en el estudio anterior, el grado de éxito o fracaso de los 11 sujetos (sumados los de ambos artículos) que, como ya dijimos, se encuentran incluidos en la tabla 5 bajo el rótulo de "No aplicable".
En contraste con los datos de Apter y colegas, Stanley (1980) y Zikis (1983) consiguieron unos resultados extraordinarios, empleando como terapeutas a personal no cualificado, los padres. De todos modos, dado que varios autores han puesto de manifiesto un cierto déficit motivacional en estos niños, parece que fomentar o mantener lo motivación para cooperar en el tratamiento debería ser un "objetivo terapéutico" prioritario, pues sin cooperación la terapia no puede llevarse a término y el problema no se corregirá.
El artículo de McCarthy y Foa (1988) es el único que ha utilizado un procedimiento casi idéntica al que se recomienda en sujetos adultos (exposición en imaginación/exposición en vivo y prevención de respuesta), aunque con ciertas modificaciones como: la implicación de las personas responsables del niño (varón de 13 años) en casa y en la escuela, la alteración del sistema de reforzadores en ambos contextos y focalizar la atención para que el niño atendiera durante la exposición. A pesar de los buenos resultados logrados, los terapeutas informaron que "fue necesario un esfuerzo considerable para mantener motivado al niño y para que cooperara en el tratamiento".
Por último, mencionar que el trabajo de Kearney y Silverman (1990), que compara dos procedimientos terapéuticos, prevención de respuesta vs. terapia cognitiva, sigue un diseño experimental de , 'tratamientos alternos". Sus datos indican que la combinación de ambos métodos fue responsable de la eliminación total de los síntomas, y que la terapia cognitiva parecía más eficaz para reducir los rituales que estaban más ligados a los pensamientos obsesivos y la prevención de respuesta en la reducción de los demás.
LA PARADA DE PENSAMIENTO se ha utilizado para eliminar "las rumiaciones" en cinco estudios (Campbell, 1973; Friedman y Silvers, 1977; Kellerman, 1981; Rodríguez y Parraga, 1982, y Owny, 1983) dentro de un paquete de tratamiento más amplio, lo que dificulta la posibilidad de extraer conclusiones concretas acerca de su efectividad (ver tablas 3, 4 y 5). Por ejemplo, Kellerman (1981) la utilizó conjuntamente con la hipnosis y el reforzamiento encubierto, para tratar las obsesiones matricidas de un niño de 12 años; el procedimiento iba dirigido a incrementar la percepción de control del niño sobre sus pensamientos, ya que era precisamente su "inhabilidad'' para controlarlos lo que más le hacía sufrir. Rodríguez-Sacristán y Parraga (1982) la emplearon combinado con refuerzo diferencial para corregir los obsesiones de una niña de 13 años que se sentía compelida a efectuar determinados actos según una secuencia pautada.
Finalmente, Campbell (1973)1 efectuó algunos cambios respecto al procedimiento habitual para tratar a un niño de 12 años con pensamientos negativos, relacionados con la muerte de su hermano, que había acontecido reciente y violentamente. En vez de emplear la palabra "stop" como estímulo distractor, cuando el niño estaba evocando sus pensamientos debía interrumpirlos contando hacia atrás desde 10 y, a continuación, pensar en una escena agradable. El problema se solucionó en sólo cuatro semanas.
LA DESENSIBILIZACION SISTEMATICA fue el tratamiento menos seguido, tan solo en cuatro estudios (cuatro sujetos tratados), y a excepción de Di Nardo y Di Nardo (198 1) que la emplearon como procedimiento fundamental, en los demás casos (Hafner et al., 1981; Phillips y Wolpe, 1981, y Queiroz et al., 1981) se utilizó en conjunción con otras técnicas como el refuerzo positivo y/o la extinción. Además Di Nardo y Di Nardo no usaron el método original de la desensibilización sistemática sino la versión de Goldfried y Davison (1976) que conlleva el uso de ciertas estrategias de enfrentamiento en imaginación. Estos autores trataron a un varón de nueve años con un temor muy fuerte a la contaminación, por lo que había desarrollado una gran variedad de respuestas de evitación y rituales de limpieza; el éxito se logró en 14 sesiones y se mantenía un año más tarde.
El último grupo de estudios lo integra los que utilizaron TECNICAS OPERANTES DE EXTINCION Y/O REFUERZO DIFERENCIAL. Un total de ocho trabajos las han empleado como tratamiento básico con ocho pacientes (Weiner, 1967; Hallam, 1974; Minnes, 1980; Queiroz, 1981; Botella y Pelechano, 1983; Dalton, 1983; Morelli, 1983, y Francis, 1988), aunque también se han utilizado como un elemento terapéutico más en aquellos estudios en los que se pedía a los padres que no cooperaran con los rituales, lo que bien podría considerarse como una forma de extinción. En general, los resultados conseguidos son bastante buenos, todos los sujetos menos dos lograron superar sus síntomas. Por otra parte, conviene mencionar que dos de los tres estudios controlados (encontrados en nuestra revisión) han seguido estos procedimientos (Minnes, 1980, y Francis, 1988). En ambos casos se empleó un diseño experimental de "retirada", ABAB.
Minnes (1980) combinó refuerzo diferencial con castigo para tratar a una deficiente mental de 13 años, con movimientos compulsivos de llevarse la mano a la boca y autoprovocarse el vómito. Hubo una gran reducción de síntomas en tres meses, pero los resultados no se generalizaron al ambiente habitual de la niña, posiblemente debido a la "normal especificidad" de las técnicas de castigo, y al hecho de que el tratamiento no se efectuó en su entorno cotidiano.
Francis (1988) trató a un varón de 11 años, con peticiones constantes de seguridad-tranquilidad y obsesiones relacionados con la enfermedad-muerte, utilizando únicamente la extinción. Como era de esperar, durante los seis primeros días se produjo un fuerte "estallido de respuesta", aumentando las demandas de tranquilidad, pero luego la Conducta comenzó a decrecer hasta desaparecer por completo a los 41 días. Los resultados se mantuvieron estables durante un mes de seguimiento, período demasiado corto, en nuestra opinión, para afirmar el éxito.
Morelli (1983) utilizó una técnica denominada repetición-extinción, en la que se combina la extinción con la repetición de la conducta adecuada que se refuerzo positivamente. El tratamiento se usó con un niño de 13 años que tenía la compulsión de golpear tres veces con los manos, los pies o la cabeza; por ejemplo, si al subir la escalera efectuaba el ritual debía volver a subirla correctamente siendo reforzado por ello, mientras no se prestaba la más mínima atención por la aparición de la compulsión. El golpeteo desapareció en tan sólo tres semanas y el éxito se mantuvo durante nueve meses de seguimiento.
Al menos en seis estudios se ha empleado MEDICACION conjuntamente con otros métodos terapéuticos: en uno Diazepan (Ong y Leng, 1979) y en todos los demás "clomipramina" sola (Bolton et al., 1983; Apter y colegas, 1984, 1988), o combinado con otros fármacos (Turón y otros, 1985; Warneke, 1985). Ver tabla 5.
Leonard (1989) ha utilizado los datos disponibles respecto al efecto de la clomipramina sobre el trastorno obsesivo-compulsivo, informando de buenos resultados en la mayoría de los estudios controlados que se han publicado (un total de nueve) sobre sujetos adultos. La clomipramina se mostró superior al placebo en todos los casos; consiguió mejores efectos que otros fármacos antidepresivos, como la imipramina o la desipramina; y parece que su efecto sobre los síntomas obsesivo-compulsivos era parcialmente independiente del efecto antidepresivo.
Solamente dos estudios controlados han investigado la clomipramina con niños y adolescentes que sufrían un TOC (Flament et al., 1985, y Leonard et al, 1988), indicando unos resultados similares a los encontrados con pacientes adultos, en un total de 51 sujetos entre 8-19 años, computando los de ambos estudios. Leonard (1989) concluye que el tratamiento con clomipramina en niños parece seguro y eficaz, aunque son necesarias más investigaciones.
Es difícil determinar la contribución de la clomipramina a partir de los estudios (historias de caso) recogidos en nuestra revisión, al ser utilizado conjuntamente con otras técnicas que también han logrado buenos resultados por si mismas como la prevención de respuesta, por lo que sería necesario investigar la eficacia diferencial de ambos procedimientos, conductual vs. farmacológico. Salvo desconocimiento nuestro, este tipo de comparaciones aún no se han efectuado. Sin embargo, y según nuestros datos, nuestra impresión es algo menos optimista que la de Leonard (1989). Por ejemplo, Warneke (1985) encontró que la clomipramina combinado con Tryptophan mejoraba considerablemente las obsesiones de una joven de 15 años con fuerte temor a la contaminación, pero si se administraba por vía intravenosa. Turon y otros (1985) la utilizaron conjuntamente con Diazepan, y señalaron un empeoramiento de los síntomas en una mujer de 17 años que manifestaba, entre otros, obsesiones relacionados con la pureza. Bolton y otros (1983) consideran que su uso parece indicado cuando existen signos de depresión asociados a la ansiedad, pero no para tratar específicamente los síntomas obsesivo-compulsivos. Finalmente, Apter et al (1984), aunque sólo tienen certeza de éxito en dos de los cuatro sujetos que recibieron este fármaco, afirman que la hospitalización y la clomipramina, empleados conjuntamente, es el tratamiento de elección en adolescentes que se muestran resistentes al cambio y poco cooperadores.
Para concluir, y a pesar de los prometedores resultados que venimos comentando a lo largo de estas páginas, conviene destacar dos aspectos importantes, en primer lugar, que apenas existen estudios controlados sobre la efectividad de las técnicas conductuales en el tratamiento de niños con trastornos obsesivo-compulsivos, ni sobre la eficacia diferencial con otras aproximaciones terapéuticas. En segundo lugar, los trabajos publicados presentan una serie de limitaciones metodológicas que impiden llegar a conclusiones consistentes sobre los procedimientos terapéuticos que han obtenido mejores resultados.
No obstante, nuestros datos sugieren que el tratamiento "ideal" del TOC en niños y adolescentes, debería incluir los siguientes ingredientes: prevención de respuesta; exposición graduado a los estímulos temidos; extinción de la atención o de la cooperación familiar en los rituales; refuerzo diferencial y parado de pensamiento (si se viera necesario una técnica especifica para las obsesiones). A estos elementos hay que añadir la necesario participación y cooperación de padres, hermanos y otras personas responsables, así como la necesidad de programar una estrategia que ayude a mantener la motivación de este tipo de pacientes.
En estrecha relación con lo anterior, nos gustaría llamar la atención acerca de la importancia que se ha otorgado, en el tratamiento de sujetos adultos con TOC, a factores como la motivación y la cooperación con el proceso terapéutico, hasta el punto de que algunos autores (Marks, 1981) los consideran como requisitos para iniciar la terapia y como predictores del éxito. En el caso de los niños y jóvenes, no es infrecuente que ambos factores estén ausentes, básicamente porque ellos no suelen tomar la iniciativa de comenzar ningún tratamiento, sino que tal decisión proviene el marco familiar. En consecuencia, el terapeuta infantil se ve enfrentado a un doble handicap, conseguir la cooperación y la motivación necesaria para poder desarrollar la terapia, tanto en los padres como en sus hijos.
a) Definiendo el TOC en base a su sintomatología esencial (presencia de obsesiones y compulsiones) parece que su manifestación es semejante en niños y adultos. Aunque, de acuerdo con el DSM III-R, es probable que los niños no reconozcan que su Conducta (compulsiones) es excesiva o irrazonable, y, sin embargo, este aspecto figura entre los síntomas esenciales en el diagnóstico del trastorno en adultos. Otra característica diferencial, que hace difícil la evolución y conocimiento del problema, es la resistencia por parte de niños y adolescentes a comunicar sus síntomas.
b) Como en el caso de los pacientes adultos, se plantea un interrogante sobre el papel que desempeña la ansiedad en el desarrollo del trastorno. Todavía sigue sin solucionarse la cuestión de si el TOC debería incluirse entre los trastornos por ansiedad los afectivos o constituir una categoría diagnóstica independiente.
c) la presencia de síntomas depresivos, tan frecuente entre los obsesivos adultos, ha sido objeto de estudio en la población infantil; Swedo y Rapoport (1989) encontraron que un tercio de la muestra manifestaban depresión mayor como trastorno secundario. Esta sintomatología parecía incrementarse con el paso del tiempo.
d) Igual que en los adultos, la incidencia del TOC no es muy elevado, aunque existe la impresión de que se está produciendo un incremento en las últimas décadas. La edad media de comienzo parece más temprano de 10 que se había informado en los publicaciones sobre sujetos adultos.
e) Los niños y adolescentes con este problema responden bastante bien a procedimientos terapéuticos muy similares a los utilizados con adultos: exposición "graduado'' a los estímulos temidos, prevención de los rituales, refuerzo diferencial de respuestas incompatibles, extinción y parada de pensamiento. Sin embargo, la cooperación parental y/o familiar en la evaluación y tratamiento constituyen elementos básicos y diferenciales respecto al tratamiento de los adultos.
f) Los efectos terapéuticos de la clomipramina en niños y adolescentes parecen menos claros que en los adultos. Se desconocen datos sobre la eficacia diferencial del tratamiento farmacológico Vs. conductual, o sobre la efectividad incremental si se utilizan conjuntamente.
g) La investigación futura debería dirigirse a: 1) averiguar la incidencia del trastorno obsesivo-compulsivo en la población infanto-juvenil española (clínica y general); 2) determinar si ciertos factores demográficos como el tipo de población, rural Vs. urbana, la clase social o, más concretamente, estilos de vida y pautas educacionales diferentes, podrían contribuir a la presencia del trastorno; 3) investigar otros factores de riesgo, y 4) realizar estudios controlados sobre la efectividad de los diversos tratamientos conductuales y sobre la eficacia diferencial entre éstos y otras aproximaciones terapéuticas.