INVESTIGACION/FORMACION
RESUMEN COMORBILIDAD
En los años recientes, los investigadores clínicos están identificando la ocurrencia del trastorno por angustio (TA) en niños y adolescentes. En estas edades se ha descrito un cuadro clínico idéntico al de adultos. La prevalencia en población escolar oscila entre 0,6 % y 4,7% (Whitaker et al., 1990; Zgourides y Warren, 1988) y los trastornos o los que se asocia son principalmente la depresión y la ansiedad de separación. Ante el amplio vacío existente sobre el origen del TA en niños y adolescentes, los teorías explicativas revisados proceden de la literatura sobre adultos.
Se acepto la existencia de TA en niños y adolescentes y se resalta el estado incipiente de la investigación sobre el tema en esta población.
In the recent years, clinical researchers are identifying the occurrence of panic disorder (PD) in children and adolescents. The clinical description is identical than in adult's PD. Prevalence in scholar population varies between 0,6 and 4,7% (Whitaker et al., 1990; Zgourides y Warren, 7988). PD has been mainly associated to depression and separation anxiety disorder. Because of the lock of information about the etiology of PD in children and adolescents, adult's theories ore reviewed. The existence of PD in the youth is supported by authors. The incipient state of the research of PD in this population and the need of new information is emphasized
Trastorno por angustia. Niños y Adolescentes. Epidemiología.
Panic Disorder. Children and Adolescents. Epidemiology.
Desde que el DSM-III (American Psychiatric Association [APA], 1980) reconoció el trastorno por angustia (TA) como una entidad diagnóstica diferenciada, la investigación sobre este cuadro en adultos ha sido cada vez mayor. El DSM-III-R (APA, 1987, p. 281) define el TA como un trastorno caracterizado por la "presencia de crisis de angustia recurrentes, es decir, períodos separados de miedo o malestar intenso con al menos la asociación de cuatro síntomas característicos" (ver cuadro clínico). Además, se señala que el diagnóstico de TA se realiza sólo cuando se ha descartado la presencia de un factor orgánico que haya iniciado y mantenido la alteración. Las crisis de angustia son el síntoma principal del TA. A las crisis de menos de cuatro síntomas, el manual los denomina crisis de síntomas limitados. En la literatura sobre el tema existe una gran variedad de términos para referirse a estos conceptos y, así, se utilizan indistintamente "crisis de ansiedad'', "ataques de angustia", "ataques de pánico". (del inglés panic attack), "episodios de pánico'', aunque el número de síntomas presentes en dichos episodios no siempre sea el mismo. Nosotros utilizaremos el término TA para referirnos al síndrome y hablaremos de crisis de angustia en sentido de síntoma, sólo cuando éstas estén presentes y no aparezcan con la frecuencia e intensidad necesario para definir el síndrome.
Los conocimientos sobre el TA en niños y adolescentes hasta el momento son muy escasas. La existencia de este cuadro en estas edades es polémica y se cuestiona (Abelson y Alessi, 1992; Block y Robbins, 1990; Block, Uhde y Robbins, 1990; Klein y Klein, 1990; Klein, Mannuzza, Chapman y Fyer, 1992; Nelles y Barlow, 1988; Werry 1985). Nelles y Barlow (1988) argumentan que los niños, aunque son capaces de experimentar las sensaciones fisiológicas abruptas características de la angustia, no pueden desarrollar TA porque no poseen la capacidad cognitiva de poder realizar atribuciones de "perder el control" o "volverse loco". Sin embargo, Russell, Kushner, Beitman y Bartles (1991) opinan que es lícito diagnosticar crisis de angustia aún en ausencia de sentimientos subjetivos de miedo o ansiedad (nonfearful panic attacks). Nelles y Barlow también cuestionan la ''espontaneidad" de las crisis de angustia puesto que en, niños, la sensación de pánico va unida siempre a un estímulo que causa miedo, y es sólo en la adolescencia, cuando se alcanzan estadios de desarrollo cognitivo más abstracto, cuando se pueden realizar atribuciones de causalidad interna. En el mismo sentido Klein et al. (1992) señalan que las crisis de angustia espontáneas en prepúberes son muy raras y definen el concepto ''espontáneo'' como aquella crisis que se da en una situación que no había sido temida previamente.
Abelson y Alessi (1992) consideran que el hecho de que exista una categoría diagnóstica para trastorno por ansiedad de separación constituye un obstáculo para la identificación del TA ya que consideran que ansiedad de separación no es más que la evitación o manifestación fóbica de una crisis de angustia subyacente" (p. 115). Con este argumento, estos autores sugieren que muchos casos clasificados como ansiedad de separación podrían ser, en realidad, trastornos por angustia.
Para Ballenger, Carek, Steele y Cornish-McTighe (1989) la protección y dependencia de los adultos evita a los niños el tener que afrontar situaciones aversivas que pondrían o prueba su predisposición a la ansiedad.
Otro aspecto que ha dificultado la identificación del TA en niños es lo falta de costumbre de los clínicos para evaluar síntomas de TA en lo prepubertad, ya que los trastornos por ansiedad esperados en la infancia son, principalmente, la ansiedad de separación, la ansiedad excesiva y las fobias (Alessi y Magen, 1988). Además, existe una notable falta de instrumentos para evaluar el TA. En los últimos años, algunas entrevistas diagnósticas estructuradas sobre psicopatología general para niños y adolescentes, como la Diagnostic Interview Schedule for Children (National Institute of Mental Health [NIMH], 1992) y la Schedule for Affective Disorders and schizophrenia for School Age Children (Ambrosini, 1988) han incorporado el TA en la lista de trastornos a evaluar. Entre los instrumentos que valoran específicamente los trastornos por ansiedad en niños y adolescentes, también se ha incluido la categoría TA en lo Anxiety Disorders Interview Schedule for children (Silverman, 1991). La introducción de esta categoría en instrumentos tan ampliamente utilizados, sin ninguna duda, representará un gran avance en el conocimiento del TA en niños y adolescentes.
La necesidad de detector el TA a edades tempranas es evidente, ya que un TA no identificado, y por tanto no tratada, puede producir graves consecuencias educativas-rendimiento escolar pobre, abandono temprano de la escolarización, ausencias repetidas de la escuela-, y sociales -inhibición del desarrollo de las habilidades sociales, deterioro de la calidad de vida, etc.- (Kanterndahl, 1991). Asimismo, el conocimiento del TA en la infancia permitiría el desarrollo de estrategias preventivos tempranas con la consecuente disminución de la prevalencia del cuadro en adultos. Recordemos que, aunque la cuestión de la continuidad del trastorno desde la infancia a la edad adulta es muy debatida (Beeghly, 1986), el 18% de los adultos afectados sitúan el inicio del problema antes de los 10 años (Von Korff, Eaton y Keyl, 1985).
La literatura científica, aunque lentamente, va nutriéndose de informes de casos de niños y adolescentes con cuadros clínicos idénticos a los que en los adultos se consideran trastornos por angustia. Entre los más relevantes pueden citarse los de Alessi y Mugen (1988), Alessi, Robbins y Disolver (1987), Ballenger et al. (1989), Herskowitz (1986) y Van Winter y Stickler (1984). Más recientemente, Last y Strauss (1989), y Moreau, Weissman y Warner (1989) describen casos de pacientes psiquiátricos no hospitalizados, y Macaulay y Kleinknecht (1989) presentan casos hallados en población estudiantil normal. Todos estos trabajos apoyan e Ilustran la existencia del TA en la infancia y adolescencia, disipando gran parte de la polémica planteado.
En esta revisión vamos a sintetizar la información existente hasta el momento sobre cuadro clínico, datos epidemiológicos, etiología y comorbilidad del TA en niños y adolescentes.
En el DSM-III-R (APA, 1987) los trastornos por angustia -con agorafobia y sin agorafobia- están clasificados dentro de los trastornos por ansiedad. Los rasgos esenciales de una crisis de angustio son la aparición repentina e impredecible, al menos en el Inicio del trastorno, de discretos períodos de malestar y miedo intenso acompañado de otros síntomas tanto físicos como psicológicos. El DSM-III-R requiere que 4 de éstos estén presentes en al menos uno de los episodios para considerarlo una crisis (tabla l). En algunos casos, el paciente refiere sentimientos de extrañeza relativos a su persona o al entorno. Aunque los ataques de angustia pueden tener lugar inicialmente durante períodos de estrés que facilitarían el trastorno en sujetos biológicamente vulnerables (Faravelli, Webb y Ambronetti, 1985), frecuentemente también se inician en período de calma. Se considera que el sujeto padece un trastorno por angustia si estas crisis se presentan con una determinada frecuencia y duración.
Hasta la pasada década los únicos datos sobre casos similares en niños eran los referentes al síndrome de hiperventilación descrito por Enzer y Walker (1967) o Joorabchi (1977). La posible relación entre este síndrome y las crisis de angustia están todavía poco claras en la actualidad. Nelles y Barlow (1988) opinan que el síndrome de hiperventilación podría compararse a una crisis de angustia sin componentes cognitivos, como sugieren los casos descritos por Herman, Sticker y Lucas (1981).
El cuadro clínico común a los casos descritos en niños y adolescentes muestra a un paciente que presenta como síntomas de mayor prevalencia palpitaciones o taquicardia, temblores, sudoración y sofoco. Otros síntomas comunes Incluyen la disnea, desmayos y mareos. La sensación de ahogo está también presente y el síntoma menos frecuente de los descritos en el DSM-III-R para el diagnóstico de TA en adultos es el de la parestesia. Los niños presentan síntomas de terror, ansiedad o miedo acompañados de sensación de dolor en el pecho o el abdomen, flojedad en las piernas, miedo a morir y sentimientos de irrealidad. Los sujetos refieren mayoritariamente síntomas de rechazo escolar, depresión, quejas somáticas y agresividad. Este componente agresivo se ha observado también en adultos y, al respecto, Fava, Anderson y Rosenbaum (19T) mencionan los ataques de cólera como una variante de las crisis de angustia en los adultos.
La edad de inicio del trastorno en los niños según diferentes autores oscila entre los 4 años (Block y Robbins, 1990) y los 18 años (Last y Strauss, 1989).
La importancia de la edad de inicio en el pronóstico del trastorno está como otros muchos aspectos por investigar. Datos del NIMH Indican que los pacientes con inicio de la sintomatología anterior a los 18 años son significativamente más proclives a depender del alcohol, a realizar intentos de suicidio, y a tener complicaciones psiquiátricas (Weiss, 1989).
El perfil demográfico más común, descrito por todos aquellos que exponen casos de crisis de angustia en la infancia y la adolescencia, es el de un adolescente de raza blanca, mayoritariamente del sexo femenino en una proporción de dos hembras por cada varón, sin un SES particular. Macaulay y Kleinknecht (1989), apuntan diferencias en la sintomatología en función del sexo, hallando una mayor proporción de adolescentes mujeres que muestran síntomas de sudoración, sofoco y escalofríos. Según estos autores los pacientes que sufren ataques totalmente desligados de una situación identificable padecen crisis significativamente más frecuentes y severas.
En opinión de Herskowitz (1986) el clínico debería tener presente la categoría TA o la hora de evaluar síntomas como quejas de mareos, visión negra, alteraciones del humor episódicos, crisis epilépticas de naturaleza poco corriente y dolores de cabeza. Aunque esto pudiera deberse a otras patologías de tipo orgánico, en opinión de Mackenzie y Popkin (1983) y Dietch (1984) se deberían evitarlos exploraciones neurológicas exhaustivas si se cumplen los otros síntomas implicados en las crisis de ansiedad.
La investigación epidemiológica de la prevalencia de las crisis de angustia y del TA se ha enfocado tradicionalmente a la población adulta. Sin embargo, podemos obtener datos aproximados de prevalencia en niños y adolescentes a partir de dos fuentes. En primer lugar, de estudios epidemiológicos de TA en población adulta que han analizado también la prevalencia del trastorno en los familiares de la muestra, entre ellos su descendencia. Así, Salge, Beck y Logan (1988) preguntaron a una muestra de 410 adultos por la presencia de crisis de angustia en miembros de su familia. Obtuvieron una cifra total de 93 familiares afectados, de los cuales 24 (26%) eran hijos de menos de 18 años.
Una segunda fuente de datos proviene de estudios epidemiológicos de TA en población adulta que informan del inicio de trastorno durante la infancia y la adolescencia. Aunque en el DSM-III-R la edad de inicio del TA se sitúa alrededor de los 20 años, los adultos con TA frecuentemente informan de haber experimentado el primer episodio de crisis durante la adolescencia (Kanterndahl, 1991; Von Korff et al., 1985) y uno proporción, aunque menor igualmente considerable, informa del inicio durante la infancia. Sheehan, Sheehan y Minichiello (1981) registraron la edad de inicio de trastorno de las historias de 100 adultos con TA. Un 14% de ellos informó de haber experimentado la primera crisis de angustia a los 14 años o antes y un 4% informó de haberla sufrido a los 9 años o antes. Thyer, Parris, Curtis, Nesse y Cameron (1985) en una muestra de 62 adultos con TA hallaron que un 39% informaba del inicio del trastorno antes de los 20 años y un 13 % antes de los 10 años. Los datos del Epidemiología Catchment Area study survey (ECA) (Myers et al., 1984) demostraron que la moda de edad de la primera crisis de angustia se sitúa entre los 15 y los 19 años, tanto para el grupo de personas con crisis de angustia como para el grupo con crisis recurrentes y el grupo con TA.
Disponemos, además, de algunos estudios realizados directamente con población infantil y adolescente. La tabla 2 resume los datos disponibles.
Somos conscientes de las limitaciones que tenemos a la hora de extraer datos concluyentes. Disponemos de un número de estudios insuficiente y además es difícil confrontar los datos de los distintos estudios, pues éstos difieren en cuanto a tamaño, intervalo de edad y tipo de población de la muestra y, cuando nos referimos a las crisis de angustia, difieren también en cuanto a las características de estas crisis.
Sin embargo todos los estudios han proporcionado datos lo suficientemente reveladores como para promover futuras investigaciones en población adolescente y también infantil, pues se ha confirmado no sólo que el TA no es exclusivo de los adultos, sino también que la prevalencia de TA entre los niños y adolescentes puede ser igual e incluso superior a la hallado entre los adultos. La cifra de menor prevalencia, es equiparable a la hallada en adultos en muchos estudios epidemiológicos [0,6-1,0 en las 5 ciudades del ECA (Weissman, 1988); 0,4 en Weissman, Myers y Harding (1978); 1,2 en Uhlenhuth, Balter, Mellinger, Cisin y Clinthorne (1983); 0,8 en Salge et al. (198%. La prevalencia obtenido por Zgourides y Warren (1988) en adolescentes es similar. a la de 4,7 y 4,1 obtenido por Katon et al. (1986) y por Kanterndahl (1987), respectivamente, en adultos. La alta prevalencia hallado por Bradley et al. (1990) y por Alessi y Magen (1988) podría ser explicada por la condición psiquiátrica de las muestras.
En cuanto a la distribución por sexos los resultados de los estudios de Bradley y Hood (1993), Bradley et al (1990), Last y Strauss (1989), Whitaker et al. (1990) y Zgourides y Warren (1988) confirman que en niños y adolescentes el trastorno sigue el mismo patrón que en el hallado en adultos en el ECA: más hembras afectadas que varones (Von Korff et al., 1985).
Por las limitaciones mencionadas arriba, los estudios disponibles no son suficientes ni homogéneos para dar uno estimación fiable de la Prevalencia de crisis de angustia. Estos estudios sugieren que las crisis son frecuentes entre los niños y aún más entre los adolescentes y que son mucho más prevalentes que el TA. Este último dato es de gran importancia por dos motivos. En primer lugar, y de acuerdo con Von Korff et al. (1985), pensamos que la investigación epidemiológica puede beneficiarse del estudio de la mayor ocurrencia de simples crisis de angustia para entender mejor la historia natural del TA y los mecanismos etiológicos que conducen a las crisis severas y recurrentes. Dichos autores demostraron que no existen diferencias epidemiológicas en cuanto a expresión de síntomas, edad de inicio y distribución por factores demográficos entre los grupos de crisis de angustia simples, severas y recurrentes y TA. En segundo lugar, puede ser congruente con la idea del período de incubación del TA sugerido por Von Korff y Eaton (1989). Se debe esclarecer si las crisis de angustia son precursoras del TA. Para ello, como apuntan estos autores, es necesario hacer estudios longitudinales de las personas con crisis de angustia. Si se verifica que el TA frecuentemente requiere un período de incubación desde la experiencia de las primeras crisis hasta la expresión completa del trastorno, esto sería de gran utilidad para la prevención en el campo de la salud pública. En este caso, la psicología, con las intervenciones cognitivas y conductuales, puede aportar técnicas muy eficaces para la prevención del TA en las personas con crisis iniciales.
En este apartado sintetizaremos los principales procesos causales del TA. La bibliografía existente sobre el tema se refiere casi exclusivamente a adultos y, por tanto, nos hemos visto en la necesidad de utilizar modelos explicativos del TA en adultos. Como ha sucedido en el caso de otras patologías más frecuentes en la edad adulto que en la niñez -como la esquizofrenia o la depresión- primero se ha desarrollado el cuerpo teórico explicativo del cuadro adulto y, más tarde se ha tratado de adoptar y/o verificar en niños. Presentaremos por un lado las explicaciones biológicas y, por otro los psicofisiológicas, siguiendo la propuesta de Baker (1989).
Algunos autores centran el origen del TA exclusivamente en la biología basándose principalmente, en la aparición espontánea de las crisis de angustia. Uno de los autores que mejor ha definido un modelo dentro de esto línea es Klein (1980, 1981). Según este autor las crisis de angustia se producen a causa de una disfunción biológica que explicaría la espontaneidad -especialmente al inicio del trastorno- el carácter agudo de las crisis, caracterizadas a su vez por una serie de síntomas somáticos. En esta explicación puramente biologista se utiliza el término espontáneo como sinónimo de descarga autonómica y, consecuentemente, disfunción biológica, y es totalmente independiente de los factores psicológicos y ambientales.
La ansiedad existente en este trastorno podría distinguirse, también según Klein, de la ansiedad anticipatoria que tendría un curso más crónico, con menos fluctuaciones y más lentas, y con más síntomas cognitivos. Ambos tipos de ansiedad responderían o distintos tipos de fármacos. Mientras que en el tratamiento del TA se utilizan principalmente antidepresivos tricíclicos e IMAOs, para la ansiedad anticipatoria se prescriben sedantes y tranquilizantes menores, especialmente benzodiacepinas. No obstante, Biederman (1987) y Kutcher y Mackenzie (1988) hallaron que el clonazepam fue eficaz para tratar las crisis de angustia en prepúberes y adolescentes.
En algunos adultos con ansiedad, pero no en los controles, los ataques de angustia se pueden desencadenar por niveles altos de lactato. La inducción de crisis de angustia tras la infusión de lactato de sodio en pacientes con crisis de angustia parece dibujarse como un marcador biológico del TA. Sin embargo, la sensibilidad y especificidad diagnóstica de este test se cuestiona ya que la metodología empleado en las investigaciones dejó variables sin controlar (Margraf, Ehlers y Roth, 1986).
En su modelo Klein (1981) también relaciona el TA con la ansiedad por separación, y señala que, tanto en humanos como en animales existe un mecanismo innato que se activa con la separación de los seres o los que se está vinculado. En las personas con TA este mecanismo de alarma se activaría muy fácilmente con desencadenantes mínimos o incluso sin ellos, debido o que su umbral de activación es crónicamente muy bajo. Cuando este mecanismo de alarma no aprendido se activa da lugar a dos componentes: la protesta y la desesperanza. La protesta elicitaría la angustia, y la desesperanza conduciría a la depresión. La función de los antidepresivos tricíclicos consistiría en elevar el umbral de respuesta de este mecanismo y, al normalizar esta función, produciría los efectos beneficiosos tanto sobre la ansiedad como sobre la depresión.
Según este modelo, la ansiedad crónica y la evitación de las personas con agorafobia es consecuencia de la experiencia de crisis de angustia espontáneas, y lo que temen principalmente estas personas es la recurrencia de las crisis (fobofobia).
Finalmente, Klein se refiere a los "fuertes factores genéticos", de los que hablaremos más tarde, que parecen existir en el TA. La tabla 3 sintetiza los puntos principales del modelo de Klein y el desarrollo del TA según este autor.
Existen otros factores fisiológicos que se han relacionado con las crisis de angustia. Los más citados en la literatura son la hiperventilación, la disfunción cardíaca la hipótesis de locus coeruleus. Los estudios sobre hiperventilación, que argumentan que las crisis de angustia aparentemente espontáneas son debidas a una hiperventilación crónica o episódica de la que el sujeto no es consciente, señalan que este factor tiene un papel causal al menos en algunas de las crisis de angustia (Bonn, Readhead y Timmons, 1984; Clark y Hemsley, 1982; Clark, Salkovskis y Chalkley, 1985; Lum, 1981; Salkovskis, Jones y Clark, 1986). Para tratar esta alteración fisiológica que producía angustia en los sujetos, algunos trabajos de los que acabamos de citar utilizaron con éxito programas de tratamiento psicológico que incluían el entrenamiento en respiración, reestructuración cognitivo y exposición.
Los síntomas cardiovasculares están presentes en todos los pacientes con angustia. Algunos trabajos informan que el prolapso de la válvula mitral (PVM) tiene una mayor incidencia en estos pacientes (Klein y Gorman, 1984), mientras que otros no encuentran aumentado este trastorno (Shear, Devereaux, Kromer-Foz, Mann y Frances, 1984). Vitiello, Behar, Wolfson y McLeer (1990) hallaron mayor prevalencia de PVM en niños con TA. También se ha informado una elevada prevalencia de PVM en sujetos adultos con trastorno por ansiedad generalizada, trastorno bipolar y anorexia nerviosa (Margraf y Ehlers, 1989o). Es decir, que el padecer PVM podría ser un factor de riesgo de padecer alguna psicopatología y no específicamente TA.
Otra explicación biológica del TA, la hipótesis del locus coeruleus (LC) señala que la estimulación excesiva o la insuficiente inhibición de este centro en la descarga de noradrenalina (NA) sería la causante del TA (Redmond, 1979). Charney y Heninger (1986) matizan que se trata de una respuesta anormalmente alta del sistema NA que podría localizarse en los auto-receptores alfa-2-adrenérgicos que tienen una influencia inhibitoria sobre las neuronas noradrenérgicas presinápticas. Un déficit en estos auto-receptores haría que la liberación de NA no disminuyera por inhibición presináptica y por tanto la activación de la NA y del SNS sería más duradero. Margraf y Ehlers (1989o), tras revisar los argumentos a favor y en contra de esta hipótesis, consideran que no sirve como modelo etiológico del TA. Para ellos, la implicación del LC podría entenderse mejor como un "sistema general de alarma" dentro de la función que se le atribuye al sistema NA de amplificación de los efectos de la información sensorial en el cerebro, mientras que el sistema GABA estaría más relacionado con la ansiedad propiamente dicho.
Dentro de las explicaciones biológicas para el TA incluimos también la genética. Los estudios de familia han hallado un mayor riesgo para trastornos por ansiedad entre los familiares -principalmente hembras- y una tasa de concordancia mayor en los gemelos monocigóticos que en los dicigóticos. Los resultados de la mayoría de estos estudios estarían a favor de la existencia de un componente- genético para el TA. Sin embargo, existen resultados contradictorios y dependen estrechamente de los criterios que se utilizan para el diagnóstico de los trastornos y para definir la concordancia (Margraf et al. 1986). Así, los porcentajes de historia familiar positivo varían desde 67% en pacientes con astenia neurocirculatoria (Cohen, Badal y Kilpatrick, 1951), 56% en sujetos con neurosis de ansiedad (Noyes, Clancy y Crowe, 1978) o 12,5% en familiares de primer grado de pacientes con TA con agorafobia (Moran y Andrews, 1985). El 37,7% de los hijos del estudio de Cohen et al. (1951) tenían TA cuando un padre estaba afectado y, si los dos padres estaban afectados esta cifra ascendía al 61,9% de los hijos. En el estudio de Nayes et al (1978) los porcentajes fueron de 24 y 46% respectivamente. Van Winter y Stickler (1984) relatan el caso de un varón de 12 años que representaba la cuarta generación afectada por TA en la familia, proponiendo un modo de herencia autosómica dominante. Esta forma de herencia coincide con la propuesta por Vitiello, Behar, Wolfson y McLeer (1987). Vitiello et al. (1990) también encontraron historia familiar positiva en 6 niños prepúberes que cumplían los criterios diagnósticos del DSM-III-R para TA, señalando, que debe considerarse la presencia de éste cuando existan antecedentes familiares. Todas estas evidencias sobre concordancia familiar deben interpretarse con cautela. No indican necesariamente transmisión hereditaria ya que la familia, además de los genes, comparte el ambiente.
Los estudios de gemelos tampoco aportan mucho información ya que se han realizado con muestras muy pequeñas. Torgersen (1983) encontró una concordancia para trastornos por ansiedad con crisis de angustia del 31 % en 13 gemelos MZ y 0% en 16 gemelos DZ.
Los estudios de adopción, que ayudarían a determinar si el riesgo familiar es realmente genético, son escasos. Moran y Andrews (1985) hallaron una amplia historia de agorafobia en los familiares biológicos pero no en la familia adoptiva.
En conclusión, y de acuerdo con Judd, Burrows y Hay (1987) que revisaron los estudios sobre vulnerabilidad genética del TA, puede decirse que es cierta la mayor prevalencia del trastorno entre los familiares, sin embargo, no hay evidencias claras de por qué ocurre.
La posibilidad de que las alteraciones fisiológicas comentadas puedan, en sí mismas, producir crisis de angustia parece poco viable, ya que pueden existir trastornos por angustia en los que no aparezcan estas alteraciones. Son muchos los autores que consideran que en el origen y mantenimiento del TA están implicados tanto los factores psicológicos como los biológicos (Barlow, 1986; Beck y Emery, 1979; Clark, 1986; Goldstein y Chambless, 1978; Margraf y Ehlers, 1989b; Margraf et al., 1986; Mathews, Gelder y Johnston, 1981). Así, habría un procesamiento selectivo de la información -por ejemplo de las señales corporales-, procesos cognitivos -como la interpretación de peligro- y factores fisiológicos implicados en la aparición de la angustia. El que una persona sea más o menos propensa a tener este particular modo de percibir e interpretar los señales depende de múltiples variables individuales, como el nivel de ansiedad actual, los señales ambientales, las explicaciones que puede dar el individuo a esas señales, las estrategias de afrontamiento, la presencia de señales de seguridad o de si ha habido asociación previa entre los sensaciones corporales y las señales ambientales con la ansiedad, entre otras.
Clark (1986) ha propuesto un modelo cognitivo para explicar el TA según el cual las crisis de angustia se deben o lo ''mala interpretación catastrófica de ciertas señales corporales'' (p. 462). Se entiende por "mala interpretación" el percibir estas señales como más peligrosas de lo que son en realidad. Cualquier señal corporal puede ser Interpretada de forma errónea (palpitaciones, falta de aliento, cosquilleo, etc.). La secuencia propuesta por Clark es la siguiente: un estímulo externo -por ejemplo un lugar donde se ha tenido una crisis anterior- o interna -sensación corporal, pensamiento o imagen que es interpretada como una amenaza, y por tanto causa temor-, puede provocar uno crisis. El temor, a su vez, hace que se produzcan sensaciones corporales -palpitaciones, falta de aliento, sofoco...-. Estas nuevas sensaciones corporales vuelven a ser mal interpretados por lo que la crisis se precipita o perpetúa. En la figura 1 se sintetizan los pasos propuestos por los modelos psicofisiológicos en la aparición de las crisis de angustia.
Los síntomas corporales preceden generalmente a la crisis de angustia. Suele ocurrir también, que muchos de los adultos con TA tienen mayor vulnerabilidad biológica -hiperventilación, PVM etc.- que hace que experimenten con más frecuencia y/o sean más sensibles a las sensaciones corporales. Diversos estudios realizados con cuestionarios y entrevistas han demostrado que los adultos con TA tienen durante las crisis distorsiones cognitivas e ideas catastróficas -volverse loco, perder el control, morirse, tener un ataque al corazón (Chambless, Caputo, Bright y Gallagher, 1984; Ehlers, Margraf y Roth, 1988; Hibbert, 1984; Ottaviani y Beck, 1987). En la tabla 4 resumimos los factores que aumentan, disminuyen y mantienen el cuadro, extraídos de la bibliografía sobre TA en adultos. No se dispone de información sobre la actuación de estos factores en el TA en niños y adolescentes.
El temperamento, o disposición de respuesta, se ha considerado como un posible factor de riesgo de trastornos por ansiedad. Thomas y Chess (1977, 1984) encontraron que los niños con tendencias al retraimiento tenían mayor riesgo de desarrollar trastorno por evitación y por ansiedad excesiva. Los resultados del New York Longitudinal Study demostraron que la característica de "acercamiento-retraimiento", ante las situaciones o estímulos nuevos es relativamente estable en el tiempo. En la literatura de adultos este rasgo aparece con el nombre de "sociabilidad", "introversión-extroversión" o "respuesta social''. Rosenbaum et al. (1988) han estudiado el rasgo temperamental "inhibición conductual'' en hijos de padres con TA (con y sin agorafobia), hijos de padres con depresión mayor (DM) e hijos de padres con otras patologías, que tenían edades comprendidos entre los 2 y los 7 años. Los hijos de padres con TA con agorafobia presentaron mayor inhibición conductual ante lo no familiar que los hijos de padres sin TA o sin agorafobia, que se manifestaba por una larga latencia a hablar y por hacer pocos comentarios espontáneos. Sin embargo, la frecuencia de inhibición conductual en los hijos de pacientes con DM no difirió de la de los hijos con TA con agorafobia. En síntesis, los autores concluyen que, o bien la inhibición conductual podría ser un marcador de posteriores trastornos afectivos o de ansiedad, o bien es un precursor temprano inespecífico de posterior psicopatología. La hipótesis del aumento de la actividad noradrenérgica en el TA, que ya hemos visto, podría relacionarse con la teoría de la inhibición conductual. El umbral de activación en el sistema límbico, particularmente la amígdala y el hipocampo, y sus conexiones noradrenérgica con el I-C pueden estar implicados, según Kagan, Reznick y Snidman (1987), en la inhibición conductual.
Otros aspectos asociados con el TA han sido la sobreprotección, las estrategias de solución de problemas, el estilo atribucional y la presencia de estresores psicosociales Alnaes y Torgersen (1989) en un estudio retrospectivo realizado con adultos con TA hallaron características de dominancia y sobreprotección, concretamente referidos a la figura del padre. Brodbeck y Michelson (1987) y Vitaliano (1987) en sendos estudios con adultos con TA han encontrado que estos pacientes generan soluciones de problemas menos eficaces, perciben los resultados negativos como con una mayor probabilidad de recurrencia en el futuro, como más duraderos y que causan más impacto en sus vidas que los adultos del grupo control. Finalmente, los estresores psicosociales como, conflictos familiares, divorcio de los padres, la hospitalización de un familiar, dificultades escolares, problemas con los compañeros, muerte de un familiar, etc., suelen estar presentes tanto en población clínica como no clínica (Ballenger et al., 1989; Block y Robbins, 1990; Bradley, 1990; Bradley y Hodd, 1993; Hayward et al., 1989; Macoulay y Kleinknecht, 1989).
Los trastornos por ansiedad suelen llevar asociados otras patologías. Por las características de estos cuadros, los niños con trastornos de ansiedad pueden presentarse tanto en el entorno médico-pediátrico como en el psicológico-psiquiátrico, según sean los síntomas que presentan predominantemente somáticos o conductuales (Garland y Smith, 1990).
Varios estudios han puesto de manifiesto la relación existente entre quejas somáticas y trastornos por ansiedad en poblaciones estudiantiles (11-18 años) (Bernstein, Garfinkel y Hoberman, 1989; Rauste Von Wright y Von Wright, 198];) y en niños de consulta pediátrica externa (Walker y Greene, 1989). Estos estudios aportan evidencia de que una puntuación alta en autoinformes de ansiedad está asociado a un mayor número de quejas somáticas. En el marco psiquiátrico, Livingston, Taylor y Crawford (1988) hallaron que el trastorno por ansiedad de separación era uno de los tres trastornos que estaba asociado con un número significativamente mayor de quejas somáticas. Más recientemente Last (1991), en su estudio sobre la relación existente entre los trastornos por ansiedad, depresión mayor y quejas somáticas, halló que el TA y el trastorno por ansiedad de separación estaban asociados de forma más significativa a las quejas somáticas. Además, al comparar los grupos diagnosticados de TA con y sin presencia de quejas somáticas halló diferencias significativas, existiendo una relación positiva entre la presencia de quejas somáticas y el diagnóstico de TA.
Últimamente se ha producido un reconocimiento creciente del TA en niños y particularmente en niños que presentan otros trastornos psiquiátricos, siendo los más referidos la depresión, la ansiedad de separación, la ansiedad excesiva y la agorafobia.
Estudios descriptivos, psicobiológicos y farmacológicos han sugerido una relación entre los trastornos afectivos y el TA (Bowen y Kohout, 1979; Breier, Charney y Heninger, 1985; Klein, 1964; Leckman, Weissman, Merikangas, Pauls y Prussoff, 1983; Munjack y Moss, 1981; Roth, Mountjoy y Caetano, 1982). En niños hay una considerable comorbilidad entre ansiedad y depresión (Alessi et 01.1 1987; Bernstein y Garfinkel, 1986; Block y Robbins, 1990; Gittelman-Klein y Klein, 1971; Hershberg, Carlson, Cantwell y Strober, 1982; Last, Hersen, Kazdin, Finkelstein y Strauss, 1987; Moreau et al., 1989; PuigAntich y Rabinovich, 1986).
Alessi et al. (1987) encontraron que muy frecuentemente el TA venía acompañado de un trastorno depresivo (7 casos de 10). Estos datos son similares a los hallados en muestras adultos. También Alessi y Magen (1988) encontraron que cuatro de los siete niños con TA cumplían los criterios diagnósticos para ambos trastornos. Hayward et al. (1989) realizaron un estudio con población adolescente y también hallaron una relación significativa entre crisis de angustia y depresión.
De hecho, la comorbilidad hallada entre el TA y la depresión (D) ha llevado a algunos autores a plantear el estudio de las diferencias entre el TA puro y el trastorno mixto: TA+D. Alnaes y Torgersen (1989) sostienen que el TA+D es un trastorno en sí mismo.
Varios estudios han demostrado que la ansiedad de separación es más frecuente en las historias de los adultos con TA que en las de otros pacientes (Klein, 1964; Klein y Fink, 1962; Klein, Zitrin, Woerner y Ross, 1983; Zitrin, Klein, Woerner y Ross, 1983). Gittelman y Klein (1984) hablan incluso de dos tipos de TA: el que cuenta con historia de ansiedad por separación en la infancia y el que no la presenta. El primero, tendría un inicio anterior de casi una década, se vería frecuentemente precipitado por una pérdida o separación, sería más grave y presentaría mayor probabilidad de tener descendencia con ansiedad de separación. En cuanto a la comorbilidad con el trastorno por ansiedad de separación, es interesante destacar que el primer informe clínico sobre TA fue descrito en dos niños de los once que habían sido referidos para su evaluación psiquiátrica por un trastorno por ansiedad de separación y rechazo escolar (Vitiello et al., 1987). Biederman (1987) en un estudio posterior propuso el diagnóstico de TA en tres casos de niños evaluados por presentar ansiedad de separación severa o un trastorno por ansiedad excesiva y que tenían historia de "síntomas de angustia". Alessi et al. (1987) observaron que el 16% de los casos estudiados en un servicio psiquiátrico a través de una entrevista diagnóstica cumplían los criterios para el TA y que todos ellos tenían otro diagnóstico principal: el 90% presentaba trastorno depresivo, otro trastorno por ansiedad de separación y algunos personalidad límite. Asimismo en otro estudio de 220 niños en el que a través de la historia familiar se juzgaba si tenían un alto o bajo riesgo de depresión, se identificaron siete casos de TA, todos del grupo de alto riesgo, y todos con otro diagnóstico asociado: cinco tenían depresión mayor y dos ansiedad de separación (Moreau et al., 1989). También Alessi et al. (1987) refirieron que cuatro adolescentes de los diez diagnosticados de TA presentaban un diagnóstico asociado de ansiedad de separación. Otros estudios también han informado de la comorbilidad de ambos trastornos (Bradley y Hodd, 1993; Casat, Ross, Scardina, Sarno y Smith, 1987; Vitiello et al., 1990).
Con menor frecuencia se han referido casos de -TA con agorafobia (Ballenger et al., 1989; Biederman, 1987; Block et al., 1990- Bradley y Hodd, 1993; Vitiello et al. 1987). En cuanto al trastorno por ansiedad excesivo (TAE), los resultados del estudio de Last et al (1987) en una muestra de 69 niños con edades comprendidas entre los 5 y los 18 años pone en evidencia que los niños con TAE tienen un mayor riesgo de sufrir simultáneamente trastorno por angustia.
Otros trastornos con los que se ha asociado el TA son la fobia escolar (Alessi et al., 1987), el rechazo escolar (Alessi y Magen, 1988; Vitiello et al., 1987), los terrores nocturnos y el sonambulismo (Garland y Smith, 1991), déficit de atención (Strauss, Lease, Last y Francis, 1988), trastorno por estrés postraumático (Waring, 1989) y consumo de tabaco (Hayward et al., 1989).
La polémica sobre la existencia del TA en niños parece que se ha esclarecido a raíz de las investigaciones realizadas en los últimos años. En la actualidad se acepta que este trastorno puede ocurrir antes de la pubertad. El cuadro clínico presentado en los casos revisados de niños y adolescentes coincide con el descrito en adultos en la categoría diagnóstico TA. Los trastornos depresivos y la ansiedad de separación son los trastornos con los que principalmente se asocia.
La investigación epidemiológica, aunque difícil de interpretar y escasa hasta el momento, ha demostrado que la prevalencia del cuadro en población escolar coincide con la prevalencia en adultos, oscilando, según los estudios, entre 0,6 y 4,7%. En este grupo el TA también es más frecuente en hembras que en varones, pero, al parecer, en estas edades, las crisis de angustia son más frecuentes que el TA.
En cuanto o etiología, existen dos posicionamientos claramente diferenciados para explicar los causas del TA. Por un lado, se encuentran las determinaciones exclusivamente biologistas que utilizan la espontaneidad de las crisis, los síntomas somáticos del TA, la respuesta a los antidepresivos tricíclicos, la inducción de las crisis de angustia del lactato sódico los factores genéticos o la hipótesis del locus coeruleus, entre otras, para argumentar el origen orgánico del trastorno. Por otro lado, los explicaciones psicofisiológicas tienen en cuenta tanto las variables biológicas como las psicológicas -nivel de ansiedad, percepción de señales internos y/o ambientales, cogniciones, estrategias de afrontamiento, aprendizaje, temperamento... para establecer el origen del cuadro. Tratar de explicar el TA sólo desde una perspectiva biológica o únicamente desde un punto de vista psicológico no permitiría abarcar por completo toda su fenomenología. En un cuadro con claros componentes psicológicos y también biológicos deben integrarse ambos factores para su mejor entendimiento. De los modelos biológicos, ninguno ha dado una explicación referida a la infancia, sin embargo, para el tratamiento se han utilizado fármacos que han resultado eficaces. Las explicaciones psicológicas también se han referido primordialmente a adultos. La única explicación centrada en la infancia es la de la inhibición conductual, circunstancia que probablemente haya sido propiciada por el estudio tradicional del temperamento en el mismo período. Es obvio pues señalar el amplio vacío existente sobre el origen del TA en niños y adolescentes.
El estudio del TA en la infancia y la adolescencia es incipiente. Los datos epidemiológicos disponibles evidencian la necesidad de investigar con población infantil y adolescente. Conviene, además, que la investigación epidemiológica utilice diseños longitudinales más que transversales, para obtener información sobre la historia natural de los componentes psicofisiológicos, cognitivos, emocionales y conductuales del TA. Es de esperar que este tipo de estudios aparte datos más relevantes para contestar preguntas sobre la etiología, curso, pronóstico, prevención y control del TA.