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SEMBLANZAS Y RESEÑAS

 

El niño de la noche.
Devenir mujer, devenir madre

 

Silvia VEGETTI FINZI, (Ed. Cátedra, Madrid, 1993)


La Colección "Feminismos", editada conjuntamente por la Universidad de Valencia, el Instituto de la Mujer y Ed. Cátedra, vino a llenar un importante vacío bibliográfico en nuestro país: el que corresponde a los desarrollos producidos por la articulación de la teoría feminista con diversas disciplinas como la lingüística, la antropología, la filosofía, la crítica literaria, etc. En este caso, nos acerca el trabajo de una psicoanalista italiana que se ha ocupado ampliamente de la problemática de la feminidad, y cuyo pensamiento tiene la virtud de integrar una experiencia clínica rica y compleja que revela una escucha refinada del paciente, con los conocimientos psicoanalíticos, filosóficos y mitológicos, la reflexión ética y una perspectiva feminista.

El libro que nos ocupa despliega un análisis de la maternidad que recurre a fuentes de diferentes órdenes: el imaginario infantil, la relación madre-hijo, las formas simbólicas elaboradas por la sociedad y la cultura, y la potencialidad comunicativa y ética de la capacidad maternal. Se trata de un texto erudito, profusamente documentado, pero cuya excelente escritura permite una lectura amena y siempre sugerente, que nos revela la fascinante relación entre los mitos que organizan en constelaciones los residuos mnémicos de la humanidad y las figuras del inconsciente individual, tal como se expresan en el trabajo clínico, entre la biografía de un sujeto y la arqueología de la cultura. Analista y analizado se comunican en el interior de una misma tradición de saber y de sentido que tiene como horizonte común la historia de la cultura, enfrentándose con experiencias psíquicas difícilmente inteligibles, como la coexistencia de la libertad y la necesidad. Desde esta perspectiva, la separación de la madre, las identificaciones sexuales, el conflicto edípico, no son etapas de un itinerario de maduración predeterminada, sino que constituyen verdaderos dilemas, elecciones existenciales que provocan conflicto pero que no pueden ser eludidas. Es entre estas coordenadas de determinación y posibilidad que el niño se hace sujeto, protagonista de su propia historia. Se establece el dilema entre elegir y no elegir, pero también entre ser hombre o mujer. El dilema de la sexuación comporta la aceptación de la parcialidad, sobre un fondo de nostalgia por la plenitud imposible (ser Uno, ser todo), experimentada en la unidad fusional con la madre. Toda búsqueda del objeto de amor estará modelada por aquella experiencia irrepetible, lo que establece la coexistencia de dos movimientos opuestos: alejarse del origen y retornar a él.

Para analizar esta cuestión, Vegettí parte de la teoría psicoanalítica pero cuestiona algunos aspectos de las formulaciones freudianas. Por ejemplo, considera que la renuncia a la virilidad narcisista de la sexualidad infantil de la niña no es suficiente para dar cuenta de la feminización de la mujer; la renuncia al pene y el abandono del autoerotismo clitoridiano producen un "no-hombre" pero no garantizan la pertenencia al otro sexo, al establecimiento de una identidad sexuada femenina. Para ello es necesario un trabajo ulterior del imaginario que ha de desvelar otra dimensión del cuerpo sexuado: éste debe pasar de la posición de contenido a la de continente, maternalizarse, lo que permitirá representar el interior del cuerpo. Vegettí acepta el planteo freudiano que niega que la identidad psíquica esté determinada por la biología, que a la feminidad anatómica corresponda una representación sexuada. Ella entiende que en la fase fusional con la madre no hay determinación sexual; esta cuestión se plantea en el momento de la separación de la hija y la madre, que corresponde a su reconocimiento recíproco, Entonces se inicia un proceso que supone indecisión, conflictividad, regresión y progresión, que no se efectúa de una vez por todas: no hay correspondencia garantizada entre cuerpo real y cuerpo fantasmático.

Su cuestionamiento se centra, en cambio., en la afirmación freudiana de que la feminización concluye con la renuncia al pene fantasmático, es decir, con la castración simbólica. Este esquema resulta parcial para la autora, quien considera que Freud no reconoció lo que ella entiende por "componente maternal" que interactuaría con el sexual, introduciendo la especificidad de la reproducción y sus representantes psíquicos. Desde esta perspectiva, la niña transforma la mutilación en proceso vital, evocando una plenitud que positiviza la falta en el reconocimiento de sus potencialidades creativas, También rechaza la idea freudiana de que el niño es un sucedáneo del pene y expresa así un deseo de carácter masculino. Para Vegetti, la feminización de la niña requiere la renuncia a la totalidad omnipotente, a la plenitud imaginaría, y a un fantasma de hijo anterior al del falo, pero la represión de los fantasmas femeninos infantiles es de tal magnitud que éstos se inscriben en el inconsciente en la única lengua legitimada, la del imaginario masculino fálico.

A través del análisis profundo y detallado de una niña pequeña, la autora nos hace observar que la transformación en mujer no es un proceso evolutivo automático, sino que requiere una larga y compleja elaboración en la que se delinean cuatro momentos fundamentales: la sustracción del falo imaginario, la transformación del cuerpo pleno en un cuerpo cóncavo, el reconocimiento de la complementariedad y la inscripción de los procesos reproductivos en la imagen corporal. De este modo, lo que la niña pierde en el proceso de feminización, habrá de recuperarlo en el proceso de maternalización. La niña recupera en sí misma a la madre perdida, la contiene como antes fue contenida por ella, recibiendo en cambio, por un metabolismo oculto, la herencia del poder generativo. El problema radica en que no existe representación simbólica ni reconocimiento social de este legado generacional y en este punto es donde se articula, precisamente, el conflicto individual con la tradición cultural, Pero la plenitud imaginaria de la niña se acompaña de un fantasma originario del inconsciente femenino (que habría que situar entre las fantasías originarias de Freud): se trata de la imagen inconsciente de un cuerpo femenino que contiene en sí al producto de la generación. En el nivel preedípico, el hijo fantaseado, al que Silvia Vegettí denomina "el niño de la noche", se configura como una duplicación narcisista de sí misma, como una sombra producida por el yo en el momento en que éste se separa de la madre: participando del sentir de la madre, la niña experimenta una anticipación de la maternidad que evoca un potencial objeto filial, producto de la especularidad entre madre e hijo. En cuanto doble narcisista, la primera fantasía de generación es siempre monosexuada, porque es anterior al reconocimiento de la heterosexualidad. Es una fantasía destinada a sumergirse en la propia historia, que precede a la palabra y permanece como realidad prediscursiva. Figura de la represión originaría, de la que sólo podemos captar los efectos, es una cosa no simbolizada, sí no es bajo la forma impersonal e insistente del síntoma: "un cuerpo femenino contiene un niño". La forma declarativa en que aparece, lo sustrae al deseo, a la demanda, a la contractualidad social; su desaparición corresponde al final de la economía narcisista omnipotente. El vacío que deja la imagen de una imposible generación femenina será ocupado por las figuras del deseo masculino: la niña, que compartía con la madre la fantasía de generación realizada, de cuerpo pleno, se encontrará en la situación de pedir al padre el niño perdido, de recibir de otro lo que ella ya había poseído, El niño de la noche debe ser inmolado a las exigencias de la exogamia para inscribirse en el universo de los intercambios sociales en el que se establecen las relaciones sexuales, Pero la autora advierte que es importante que la cavidad materna no se sature exclusivamente con el hijo, sino que se vuelva disponible también para otros proyectos de vida; la maternalización no se refiere exclusivamente a la procreación biológica sino que alude a la creatividad simbólica. Este proceso, en su doble faz, se encuentra obstaculizado por la represión (individual y cultural) que afecta a la figuración de la propia potencia generativa, reemplazada por una imagen de sí como recipiente vacío de un contenido que procedería del exterior.

Vegetti reconoce, a partir de las prohibiciones que recaen sobre la maternidad fantaseada de la niña pequeña y que se ponen de manifiesto también en los mitos, dos modalidades de ser madre igualmente signadas por la imposibilidad: una expresa el deseo omnipotente de generar por sí misma, situado en la economía narcisista preedípica; la otra se inscribe en el conflicto edípico y está atravesada por su dinámica de amor y odio. Ambas están destinadas a sucumbir bajo el peso de la represión que separa la infancia del período de latencia, para ser empleadas, en la adolescencia, en la construcción de sí misma de la niña. Esta hipoteca de transgresión que pesa sobre el deseo femenino ayuda a comprender por qué éste conserva siempre algo de excesivo: habría así en la maternidad algo que es irreductible al pensamiento, al mismo tiempo que la generatividad femenina es irreductible a la reproducción socialmente organizada. Por un lado, las palabras no pueden acoger la riqueza, movilidad y contradictoriedad de la vida en su aparecer y, simultáneamente, una cortina de discursos hechos obstaculiza la emergencia de nuevas formas de expresión, Por otro, la disociación entre el niño imaginario y el niño real hace que el hijo que nace no coincida nunca completamente con el esperado y que la aparición del "niño del día" suponga la evanescencia de su doble nocturno. Por ello, en la maternidad hay siempre algo conflictivo y no resuelto, que no remite a la biografía de cada mujer, sino al inconsciente de las niños, al imaginario de la cultura y a las transformaciones de la especie, lo que permite hablar de un verdadero "malestar de la maternidad".

Para Vegetti, la maternidad humana no puede entenderse como comportamiento meramente natural, lo que conduciría a perder el sentido de su función social y cultural y reduciría la variedad histórica y antropológica de sus manifestaciones a un único paradigma. Pero tampoco se la puede reducir a un comportamiento socialmente inducido, desconociendo su arraigo en el cuerpo, en el imaginario, en la impersonalidad y atemporalidad del inconsciente. Así, se situaría en una posición de bisagra entre lo que suponemos natural y la colocación histórica de sus agentes, entre el sustrato preverbal y las formaciones discursivas. La gestación es un proceso fisiológico e ideativo, y el niño es producto del cuerpo y del pensamiento. Es este aspecto el que va a conducir a la reflexión ética sobre la maternidad.

La condición misma de la creatividad femenina, para la autora, radica en la aceptación de la diferencia entre el niño imaginario y el real, lo que requiere liberarse de las propias imágenes, buscar nuevos decursos y posibilidades, tolerar el no saber lo que se está gestando, para poder dar a luz a otro que sea verdaderamente tal. La relación madre-hijo constituye la expresión más universal de la interacción humana; si subrayamos sus aspectos de libertad y responsabilidad, dice Vegetti, podremos formular esa relación como paradigma ético. Este no se funda, una vez más, en la reproducción: la biología no proporciona a nadie una posición privilegiada con respecto a los problemas humanos; es el conocimiento, la conciencia crítica, la pasión política, las que transforman el sentir en saber. No existe maternidad, incluso potencial, sin un reconocimiento preliminar del otro. La asimetría de la relación determina que la madre tenga un poder total sobre el hijo pero, excepto en casos de locura, la madre se desdobla: una contiene al bebé inmaduro, acoge sus tendencias regresivas, y la otra se alía con la dinámica emancipadora, con la tendencia a la individualización y a la separación. La autora observa, acertadamente, que no es la intervención del padre exclusivamente lo que permite a la diada originaria diferenciarse, introduciendo la división donde reinaba la posesividad. La madre misma incluye, en su propio proyecto generativo, un deseo de diferenciación, que el padre habrá de confirmar y sostener, convirtiéndose en coautor del proyecto de filiación. La "verdadera madre" integra en sí misma las dos figuras que aparecen en el juicio salomónico, y es esta tensión conflictiva la que define el ejercicio de su subjetividad moral. Es por ello que puede considerarse a la relación madre-hijo como paradigma ético, por lo que implica de limitación del propio deseo impuesta por el reconocimiento de la alteridad del hijo.

Finalmente, es necesario destacar la importancia de la sugerencia de Vegettí acerca de la posibilidad de trasponer, a otros ámbitos diferentes de la procreación, la creatividad femenina arraigada en su capacidad generativa. Pero no se entiende por qué la autora coloca a la maternidad como antagónica con respecto a la sublimación. Si se la entiende como creatividad que puede realizarse o no en el hijo, y como fundamento de una ética del límite y del reconocimiento y responsabilidad por el otro, está claro que la maternidad misma presupone la dimensión de la sublimación. Como forma conjunta del cuerpo y del pensamiento, de la imagen inconsciente y de la fantasía consciente, de la economía individual y del intercambio, ha de integrar la dualidad del arraigo en la organización pulsional de la mujer y de la desexualización o neutralización que harán posible su acceso a la contractualidad social. Sin embargo, Vegettí afirma que no es necesaria la neutralización para acceder a la esfera de los intercambios sociales, aunque del desarrollo de sus ideas se podría inferir que es el hecho de participar del orden simbólico y de los intercambios sociales, lo que permite entender a la maternidad como hecho humano y postular su dimensión ética. Este punto es importante porque, si bien su pensamiento tiene el mérito de recusar las antinomias estériles que paralizan el análisis del problema de la sexuación (como mente-cuerpo, naturaleza-cultura, etc.), en muchos momentos parece correr el riesgo de deslizarse hacia el esencialismo. Así, por ejemplo, aunque aclara que el imaginario no es la reserva de la naturaleza incontaminada, en algunos momentos ese imaginario parece disociarse de lo simbólico para remitir a una prefiguración de la gestación y del parto que no podrían explicarse sino por el hecho de que la niña tiene un cuerpo femenino. De lo contrarío, en la medida en que se refiere a un momento en que aún no hay reconocimiento de la diferencia de los sexos, ¿por qué no habría de tener el niño un imaginario semejante, en función de su identificación primaría, fusional, con la madre? Por otra parte, la propuesta de la materialización como proceso que completa a la feminización, ¿no conduce, aunque por otros caminos (que, sin duda alguna, enriquecen nuestro conocimiento del imaginario de la niña pequeña), a la conclusión freudiana de que la feminización de la niña se completa con su expectativa de un hijo? ¿No se reactualiza la vieja ecuación mujer = madre, al plantear que la creatividad femenina deriva exclusivamente de la capacidad maternal (ya sea que esta se realice o no) entendida como patrimonio inalienable de la identidad femenina? ¿No se bordea el peligro, que la autora quiso evitar, de establecer un paradigma único, que entonces habrá de tener un valor normativo? El hecho de suscitar todos estos interrogantes y muchos más, lo que resulta un estímulo para seguir investigando en este campo, es uno de los méritos de esta obra.

Silvia Tubert