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REFLEXION

Entre reconocimiento y acogida. Niños «víctimas de malos tratos» (*)
Between recognition and Shelter. Children suffering abusement

 

Patrick AYOUN


RESUMEN

ABSTRACT

PALABRAS CLAVE

KEY WORDS

INTRODUCCION


RESUMEN

La experiencia clínica a la que se alude en este texto es universal. Ha sido realizada en la isla de Reunión 1, pero existe bajo formas culturalmente diferentes también en París, Londres Nueva York, Moscú, Pekín, Abidjan o Montevideo.

Este texto, por tanto, no pretende hablar de las reuniones en su conjunto (¿bajo qué pretexto se podría hacer? No se trata aquí por tanto, de sociología o de etnología).

Solamente pretende dar luz, no a una particularidad exótica que se deba aislar y localizar en el otro, sino a un registro existente en cada uno -sea cual sea el origen etno-cultural de «cada uno», un registro oscuro y hasta ahora vuelto impensable.

ABSTRACT

The clinical experience that is explained in this paper is worldwide. It was observed in the Reunion Island, but it is also available, under different cultural forms in Paris, London, NewYork, Moscow, Peking, Abidjan or Montevideo.

Hence, this paper is not aimed to deal with the Reunion people as a whole, (How could we do that? We deal not here with sociological or ethnological sciences.)

We only try to enlighten a record that everybody has inside his or her mind -despite his or her ethno-cultural background- not an exotic trait that must be isolated and placed in the other. A gloomy record untill now unthinkable.


Este artículo apareció por primera vez en el n.º 45 de la revista Psychanalystes, 1992. Traducido del francés por R, M. Hagen, revisado por C. Rodríguez Sutil.
La isla de Reunión o de la Reunión es una pequeña isla francesa del archipiélago de los Mascareñas, al SE de Madagascar (N. del T.).


PALABRAS CLAVE

Niños maltratados, homicidio, violación.

KEY WORDS

Abused children, murder rape.

Nota:

Desearía dar testimonio hoy, ante ustedes, de ciertos puntos de una elaboración sobre los efectos que tiene la violencia destructiva de los adultos hacia los niños. Pues se nos requiere, como seres humanos y como profesionales, que respondamos del dolor del sinsentido y de los efectos devastadores resultantes.

INTRODUCCION

Se trataría de precisar, sin recurrir o una teoría general sobre la violencia, qué posición y qué concepción asistencial se pueden aplicar y son efectivos en este caso. Aplicables por un psiquiatra infantil de formación psicoanalítica que trabaja en una institución pública, en un departamento de ultramar, frente a esta problemática presente en la mayoría de los niños con que trata. Y efectivas, por cuanto deberían permitir a los niños así rescatados, sobre los que tiene una responsabilidad asistencial, acceder a la apertura real de una solución creativa.

De entrado, he aquí el desafío: se trata de malos tratos que tienen una intención mortífera. El peligro es real y está presente a la salida de cada consulta. Los autores de los malos tratos son los propios padres o los adultos que ocupan la posición parental, que son presa de sufrimientos negados y cuya pasión sin límites inutiliza todas las medidas de protección del niño; medidas que ellos viven como ilegítimas aunque sean legales.

Para estos adultos todos los medios son buenos para restablecer un vínculo, aparentemente vital para ellos, de dominio y destrucción sobre el cuerpo y el psiquismo del niño. Todos esos actos se desarrollan en el contexto de una negación del sufrimiento, en un secreto y mutismo casi absolutos.

Se trata, por tanto, aquí y ahora, de un desafío a vida o muerte. Desafío que nos plantea con claridad la cuestión de los límites: es una experiencia límite para el niño y su familia, es una puesta en cuestión y un recurso al límite sobre la posibilidad de la vida humana, es una situación límite para toda psicoterapia, en tanto que respuesta adecuada para todo profesional en su función y, a veces, en su persona.

Se presentan de golpe dos escollos, para toda persona que intervenga desde el exterior, y, por tanto, también, para el profesional, como consecuencia de una elaboración deficiente: la complicidad pasiva, bajo pretexto de neutralidad, o el pasaje al acto, con espanto, bajo pretexto de salvaguarda. Estos dos escollos, por otra parte, coexisten a menudo en una escisión (clivage) institucional poco conocida, entre el profesional y los servicios sociales, por ejemplo.

La violencia destructivo y sus efectos psíquicos-negación, escisión y fragmentación- no sólo afectan o las familias, sino también a todas las personas en contacto con ellos, como consecuencia de su función oficial, que de pronto se adhieren a sus prerrogativas y se cierran herméticamente en su institución.

Sin embargo, frente a lo real, en lugar de servirse de esos términos conjuratorios como son lo impensable o lo imposible, me parece más juicioso cuestionar nuestras categorías mentales, que aquí se muestran evanescentes, y la función de nuestro saber, aquí inoperante.

Es por todo esto por lo que puede ser interesante relatar la experiencia de las terapias con niños en Reunión, como la historio de una debilidad del pensamiento -más que de un desconocimiento- frente a esta realidad.

«La imposibilidad de contarlo a otros, que nos creerían...»

Permítaseme citar a Robert Antelme: «Inimaginable es una palabra que no se divide, que no se restringe. Es la palabra más cómodo. Al pasearse con esta palabra como escudo, la palabra del vacío, el paso se asegura, se reafirma, se recobra la consciencia». No obstante, «inimaginable» es la palabra que se me podría haber ocurrido para designar la falta de previsión que mostré en este recorrido con los niños que sufrían en Reunión.

El problema no consistía en la acogida y el reconocimiento a priori de la existencia de la violencia en las relaciones entre padres e hijos, o en la relación de esos niños con las instituciones. Desde nuestra llegada, ya desde las primeras consultas, esta violencia sin palabras y sin imágenes se hacía sensible a través del cuerpo y de la relación, como la sensación de una anulación subjetiva en el contacto con los niños. El problema consistía en calificarlo por sus efectos: terror o miedo de la muerte; y por sus causas: acto destructivo de una familia desparentalizado. Pues decir que nos veíamos confrontados con efectos privados de causa es demasiado aproximativo. Tanto los efectos como la causa tenían lugar en un sistema de representaciones cuya función, protectora de nuestro funcionamiento psicosomático, me parece ahora preponderante.

Por una parte, la inmersión en el sentimiento de ser aniquilado por un terror sin nombre; por otra, la privación del habla (parale) y la excesiva plenitud de discursos, a cuál más inadecuado. No se trata aquí de la oposición canónica entre el saber y la verdad, o del saber como obstáculo para el reconocimiento del otro, sino, simplemente, de la imposibilidad de decir lo que sentíamos a otros que nos creerían.

Hemos utilizado todas las imágenes admisibles de posibles causas que expliquen las dificultades para dar una respuesta eficaz al dolor y al terror de los niños. Al comienzo yo atribuía el dolor y la violencia a los efectos conjugados de mi incomprensión, unido a mi condición de «zorey», extranjero en esta isla, y a la brutalidad del tratamiento local para los sufrimientos infantiles, mediante la segregación y la exclusión instituidas. Los saberes importados (psicoanalíticos y antropológicos) y las ideologías locales sobre la especificidad reunioneso tenían por efecto, de manera demasiado manifiesta, justificar las segregaciones impersonales (desubjetivadas).

Confundíamos la creación de un Distrito 2 de psiquiatría infantil con la instauración de un marco de referencia que se consideraba que permitiría el despliegue de este habla intersubjetiva. Esgrimíamos el contrato y la demanda contra esa violencia institucional que reinterpretaba todo síntoma del niño como si fuera producto de su estupidez o de su maldad, El niño se nos aparecía entonces como la víctima de una máquina sociofamiliar caracterizada por una lógica del sacrificio, en la que toda disfunción se resuelve con la expulsión social de un cuerpo, sin tener en cuenta a la persona, del niño, ni mucho menos las exigencias de su psiquismo.

Frente a esta lógica proponíamos la creación de un tiempo y de un lugar para lo psíquico, dejando aparte las presiones sociales y escolares y privilegiando las entrevistas familiares e individuales. Después de cierto tiempo, nos vimos confrontados con repetidos fracasos en ciertas terapias, y se nos impuso la evidencia de que el marco asistencial ofrecido no era adecuado. Entonces es cuando echamos la culpa al origen importado de dicho marco, que suponemos inadecuado en una sociedad cuyos orígenes no son occidentales.

Nosotros buscábamos un Edipo reunionés. ¿Cómo se dialectiza el deseo y la ley en el habla criolla, tanto tiempo desvalorizada, especialmente en las escuelas públicas, y reservada a la intimidad? ¿Cómo se negocio esta travesía subjetiva, cuando se pertenece a una población multicultural de exiliados en vía de mestizaje?

Nos hemos centrado entonces en las referencias culturales propias de Reunión. Tanto en el uso simultáneo de la magia clandestina y de las tecnociencias oficiales, como en el cierre jerarquizado de las diferentes copas sociales, parecía estar revelándose un defecto en la cohesión del tejido social y un malestar a la hora de definir una identidad común, diferente de la geográfica.

Como el desconocimiento del lugar de origen fundacional, por una parte, y de los rastros presentes en la actualidad de esos sistemas destructores de masa que fueron el esclavismo y el «alistamiento» 3 («engagisme») que le siguió, por otra, impedían la constitución de una memoria y de una historia colectivas, el fracaso económico, y su cortejo habitual, mostraban a los familias una carencia de porvenir presentable. A eso se añadía, finalmente, la violencia de una aculturación impuesta por una asimilación realizada a marchas forzadas, en pos de un modelo metropolitano, que, no obstante, era deseado. Nos parecía que todo eso era responsable de la descalificación que sufrían los padres, como representantes de ideales destrozados y fracasados, y de un lío de referencias identificatorias demasiado contradictorias.


(2) Traducimos «Secteur» por «Distrito», palabra más afín a nuestro sistema sanitario.
(3) Después de la abolición del esclavismo se alistó hindúes para reemplazar en las plantaciones a los esclavos liberados. Se llamó «alistamiento» (engagisme) a este avatar del esclavismo.


Tener en cuenta la alteridad cultural es decir, acoger en las consultas el habla criolla y disipar la vergüenza que se produce por el recurso a la magia y a la religión, reconociéndolos, por nuestra parte, como rasgos de identidad, nos parece que es uno de los medios para la subjetivización de esta violencia social. Pero conservábamos las mismos referencias psicoanalíticas para el abordaje de los niños.

Recibimos un desmentido, desde el exterior y de forma brutal, en esta orientación y en esta construcción etiológica, demasiado parciales. Los servicios socio-judiciales nos informaron de que una cierta cantidad de niños, que habían sido seguidos, bien que mal, durante algunos meses o años, habían revelado las carencias, malos tratos y abusos sexuales de los que habían sido víctimas. Emprendimos, estupefactos, la encarcelación de los padres, como autores de los crímenes, y la acogida de los niños, y asistimos a una mejoría espectacular en el estado psíquico de estos últimos. De forma simultánea, ciertas prácticas mágicas se mostraron como un abuso de poder en el que se asociaban abuso sexual y superchería.

Por nuestra parte pudimos constatar, al retomar los historiales de los niños con los que habíamos tratado durante un ciño, que el 50 por 100 habían sido víctimas de malos tratos, de los que el 25 por 100 habían sido víctimas de incesto o de algún abuso sexual grave. Y todo ello sin que apareciera ningún síntoma o cuadro psicopatológico específico. De esa forma resulta que habían quedado sin respuesta la violencia y el sentimiento de temor de los niños, así como los avisos furtivos que ellos nos habían dirigido. Al ser incapaces de representamos la dimensión destructora que se podía producir en la vida familiar participábamos, involuntariamente, en el crimen. Un cuerpo que siente el vacío dejado por el terror, pero ciego y sordo a sus causas; un psiquismo anestesiado por una conceptualización autohipnótica e institucionalmente reforzada. La escucha del fantasma inconsciente, el desciframiento del discurso familiar, el respeto por la diferencia cultural todo ello no eran más que canciones de cuna apaciguadoras y consoladoras que permitían negar una realidad violenta, aunque sentida, en la que vivía el niño. Pues la psicoterapia analítica, en ese contexto, en su versión imaginaria de exclusividad verbal y edípica, y los lugares del habla donde se sustenta la necesidad, se habían mostrado como otras tantas ocasiones para la crueldad mental y para que el profesional reeditara la negación parental.

Suposiciones y maltrato «psicoterapéutico»

Al invitar al niño, fuera de todas las realidades sociales y jurídicas, al juego, a la representación y al habla en todas sus formas, el profesional suponía que trataba con un sujeto que ya tenía la experiencia de la mediación y de la simbolización.

Suponía que ningún acontecimiento, por trágico que fuera, podía impedir la constitución del espacio psíquico interno donde se elabora el deseo de un sujeto, confirmado en su identidad, frente a la experiencia del deseo del otro.

Suponía igualmente que la realidad familiar y social en la que vivía el niño se situaba en un registro donde estaban inscritas las prohibiciones (interdicts) 4 fundadoras de la identidad, donde existía un espacio de cambio y de representación.

Suponía, finalmente, que en alguna parte del niño existía una memoria donde los rostros reprimidos de los dichos y desgracias se unían a las imágenes y a las palabras, formando una historia o capricho de los disfraces, a pesar de las censuras y de la angustia. Y por ahí, por todos esas suposiciones que hacían cuerpo en él, cegándolo sobre una realidad que no se representaba, en colusión con los padres, él participaba, sin saberlo, en la denegación del crimen psíquico que no dejaba de perpetuarse en silencio ante él y, pronto, con él.

Cuando la ruptura no llegaba, el sentimiento de fracaso, de inutilidad, de vacío, de mentira en la Conducta invadía muy rápidamente las sesiones. Y surgían las acusaciones, dirigidas hacía sí mismo, hacia los padres o hacia el niño: demasiada sumisión, o resistencia, o «reacción terapéutica negativa».

Así es esta tentación permanente que busca la atenuación o la abolición de la responsabilidad de los adultos ante los estragos causados por los malos tratos a los niños. La insistencia actual de los medios de comunicación en los derechos del niño no nos debe ocultar la persistencia secreta de esta tentación, así como la incapacidad para descubrir los malos tratos efectivos y del prejuicio que se sufre. Uno prueba de esto son todas las investigaciones sobre la fiabilidad de los testimonios judiciales de los niños.

Actos fuera del lenguaje y fuera del fantasma

Lo que es difícil concebir, tanto en la intimidad como en la institución, es que los síntomas invalidantes y el dolor de los niños sean la consecuencia de las conductas destructivas de sus padres -quienes, de esa forma, se desparentalizan- y no la expresión actuada de un fantasma. Lo que nos resulta casi imposible representarnos, aun sientiéndolo, es que esos actos no son mensajes dirigidos o un otro, ni simples patinazos en una vida familiar satisfactoria. Son actos fuera del lenguaje y fuera del fantasma, resultado de paralizaciones en la genealogía, que tienen como fondo un silencioso someter a la muerte, que me parecía ser el verdadero sentido de la carencia de cuidados parentales.


(4) Traducimos «interdicts» por «prohibiciones», por tratarse del término que a veces encontramos en las traducciones Lacanianas.


Pero reconocer la inadecuación de nuestra mirada y de nuestra escucha teórico-clínica no es suficiente, si de lo que se trata es de dar respuesta a estas familias. Se trata de saber en qué registro se sitúo la capacidad del niño y la vida de esta familia, en la que las referencias al Edipo se vuelven caducas. Lo primero, pues, es poder nombrar para sí mismo, en su fuero interno, lo que le ha sucedido al niño, sus consecuencias y quién lo ha permitido. El niño no es el síntoma de los padres, sino el testigo y la víctima de un mundo familiar en el que se han abolido las dimensiones imaginarias y simbólicas.

El progenitor responde en lo real a todas las excitaciones en las que entran indistintamente las demandas de su cuerpo y los gritos de los niños, mediante el cortocircuito del acto agresivo o sexual. No hay espacio para la intimidad ni tiempo personal para el pensamiento. No hay lugar para un espacio transicional que habría permitido la transformación del vacío de la separación real en apertura para la diferenciación psíquica. No hay memoria, ni proyecto -esa capacidad de los padres para la anticipación creativa, vital para el niño.

Esta ausencia de mediaciones humanas vitales, entre adultos y niños, traduce la destrucción de las prohibiciones del crimen y del incesto, ya sea en la generación precedente, ya sea después de acontecimientos «simbolicidas» 5, a menudo de naturaleza destructiva, más usual en castellano, en lugar del arcaísmo «interdicciones» coincidiendo con el embarazo, o bien que sobrevienen con el nacimiento de los niños.

Pero si los padres biológicos o legales se desparentalizan, ¿quién ejerce los funciones parentales, quién habla y quién puede demandar? Pues si la familia ya no es el lugar interpersonal que permite al niño acceder o la condición reconocida de un sujeto en el sentido psíquico del término, sino el lugar en el que, después de su llegada al mundo, es amenazado realmente de muerte, es entonces vital que, en lo real, una o más instancias diferentes se presenten para que se instaure este reconocimiento.

Dar un lugar activo a las instancias sociales y judiciales

En esas condiciones, el lugar del profesional se ve igualmente afectado: punto de impacto, más que de acogida, de una violencia familiar negada, se ve implicado en una zona poco habitual de su ser. Y esta implicación percibida puede ser el punto de partida de una elaboración posible, más que de un reconocimiento. No puede, entonces, por la acogida y el reconocimiento de la persona y del crimen del que es víctima, más que dar un lugar activo, en el cuidado psíquico, a las instancias sociales y judiciales a las que no puede sustituir. Y esto supone que acepta la paradoja de integrar esas instancias institucionales en una conceptualización del psiquismo que las apartaba por principio, reduciéndolas a las nociones vagas de «realidad exterior o social-simbólica». El habla, la demanda, el fantasma y la transferencia cambian su sentido de golpe. Esta integración de lo institucional, aquí jurídico, como condición necesaria de la subjetividad, pone en evidencia la existencia de una matriz simbólica más allá de la familia y del grupo cultural, que permite sostener y pensar en tales arreglos, sin amenazar o nuestra identidad profesional y a nuestra función.


5) «Symbolicides», en el original, sin comillas, los traducimos por «simbolicidas», con comillas por tratarse de un neologismo, con el significado de «destructor de símbolos».


¿Cómo restaurar entonces, en la práctico, la dimensión simbólica en el niño, si viene de un mundo construido sobre otras bases? A menudo el profesional sólo debe mantener frente a otros participantes que la única solución posible para esos niños es una separación real. Ante los actos destructores e incestuosos, sólo otro acto, legal, en nombre de la vida, puede ser la respuesta. Y es falso decir que esta responsabilidad incumbe sólo a los especialistas socio-judiciales. Pues el psicoterapeuta sabe que una de sus responsabilidades consiste en reunir los elementos que, al mismo tiempo que definen el peligro, reconstruyen la llamativa historia del niño, le refundan en su identidad, dándole de nuevo su nombre y su lugar, y proponiéndole una imagen propia inscrita en la temporalidad.

En esta operación, subjetiva e institucional, es el psicoterapeuta quien demanda a todos los participantes que vengan, siguiendo su turno, a dar testimonio de los diferentes fragmentos de la historia de este niño, delante de él y con él, si lo soporta. En ningún caso se trata de incitar al niño a que hable, pues, como podría él decir: «Estoy muerto», salvo por un silencio que puntúa todos los intercambios. Es alrededor de ese silencio donde se construye, por primera vez, un discurso, vivo y no delirante, sobre los orígenes.

Cada uno se refiere a un tercero ausente, en nombre del cual, y para el cual, tienen lugar estos encuentros. El objetivo de las entrevistas interpersonales, que esbozamos, no es otro que el de reafirmar, por una acción hablado, la identidad humano del niño. La acción hablada significa que el encontrar en la realidad un lugar habitable para el niño es, al mismo tiempo, poder reconocer y nombrar la violencia parental como causa de su situación (placement).

Ahora bien, a pesar de la experiencia, esas entrevistas llevan siempre a la duda y el embarazo. Duda en cuanto a la realidad de la violencia y en cuanto a las medidas a tomar, motivado por el temor imaginario a un derrumbamiento familiar, de hecho ya presente. Embarazo, cuando se tiene la experiencia repetitiva de las carencias socio-judiciales donde las medidas anunciadas no son ejecutadas, y también de la reproducción de los malos tratos en los medios de acogida. Embarazo, finalmente, cuando sabemos que el porvenir del niño se ve amenazado si no se afirma de pronto una dimensión simbolizante. Este peligro es el de una adaptación de supervivencia por sumisión, mientras que se conservan la violencia y sus efectos, anestesiados durante un tiempo antes de resurgir más tarde en el plano social, corporal o parental. Es el límite de lo judicial que, aunque reconozca a la persona, no llego o instaurar por sí mismo al sujeto.

Reinstalar al niño en una filiación humana

Por eso es por lo que sigue siendo una responsabilidad del psicoterapeuta el impedir la constitución de esa escisión suplementaria. En ese trabajo de subjetivación con el niño se presenta sin cesar una cuestión: ¿cómo pueden convertirse en su historia esos trozos de historia, dispersos a los cuatro vientos?

¿Qué sentido puede tener eso para él y para los adultos que le rodean? Como siempre, es después de ponerlo en un lugar seguro, a partir de lo que el niño actúa, por medio de escenas y de palabras, cuando se plantean esos cuestiones. Ya sea por el desvelamiento, siempre sorprendente, progresivo y fragmentario, del horror vivido, yo sea por las provocaciones agresivas o sexuales dirigidas a los adultos, siempre sospechosos de mentira, cuando se obstinan por mantener un vínculo con la familia criminal.

Es pues con ocasión de esas puestas en acto o en palabras, desestabilizando el medio de acogida, esta vez protector, cuando el profesional puede permitir un acceso al sentido subjetivo de la violencia que anulaba al niño y de la intervención judicial que la ha desplazado. Pues si todo crimen reclama justicia, cuando el criminal es tu padre o tu madre, y tu, su hijo o hijo, eres la víctima, ¿qué función ejerce entonces esta justicia? Parece que en ese momento, más allá de las muy conocidas funciones de humanización de la transgresión y de venganza pública, la institución judicial es uno de los medios para reinstalar al niño en una filiación humana, devolviéndole su lugar en su generación, a pesar de la familia. Incluso aunque le quede, para siempre, el rastro de una tragedia original irreparable.

En el vínculo que se instaura entonces entre el terapeuta y el niño los términos habituales -como el de transferencia- deben ser rechazados, de tan inapropiados como resultan, ¿qué representación puede dar cuenta de ellos? Más allá de la trampa de las palabras, de la fascinación por los actos, el vínculo que aquí debe reconocerse es paradójico, porque de lo que se trata es de elaborar una representación psíquica de un universo que excluye el psiquismo.

El crimen de haber nacido

Mi único recurso fue la lectura de los escritores y también de algunos psicoanalistas que, ya adultos, han vivido el horror de la tortura y de los campos de exterminio, y han intentado transmitir esta experiencia sin disfrazarla. ¿Por qué razón las frases de Robert Antelme y de Primo Levi, simplemente, me iban a permitir entrar en contacto con el niño y encontrar las palabras que hicieron percibir a los padres la realidad de su dolor, más allá de todo sufrimiento posible, y el miedo que vacía su espíritu?

¿Por qué, en efecto, es tan difícil reconocer que esos niños son radicalmente contestados en su identidad humana, por aquellos mismos que los han concebido, porque para sus padres, en definitivo, estos niños están en la denegación del acto y, mediante actos, sancionados por el crimen de haber nacido?

Existe en nosotros, depositado de forma psicosomática, no el recuerdo, sino algo que recuerda el momento original en el que dependíamos radicalmente del deseo de vida de otro. Según Freud, es la prematuridad de la especie humana, en la que se vive la experiencia universal de una angustia sin solución. Sentimiento último, reivindicación casi biológica de la pertenencia a la especie, dice Robert Antelme cuando habla de un mundo donde «los responsables [aún siendo sus hermanos] eran los enemigos». En ese mundo, el otro del que yo dependo tiene todo el poder sobre mi vida y mi muerte. El otro tiene autoridad para suprimirme sin que sea un crimen -no hay nadie presente para representar a la justicia-, ni tampoco un homicidio -a sus ojos ya no pertenezca a la mismo especie-. Ante esta falta de prohibiciones en él y fuera de él, mi único recurso es demostrar continuamente mi calidad humana para que, a su pesar, se reconozca en ella.

Intento significarle, por todos los medios, que yo soy un hombre, que matarme es una transgresión, y que negar esta transgresión es como matarme dos veces. Luego si se trato de un niño y el otro que se concede la autoridad de suprimirle es aquel de quien viene...

Los responsables eran también los enemigos en esas familias desparentalizadas que obligan a sus hijos a inmovilizarse psíquica y psicosomáticamente, a la espera de un mínimo signo de reconocimiento. Y, ante la ausencia de respuesta, forman una especie por su cuenta, un o modo de extrahumano, causa de todo y de sí mismas en la construcción delirante de una filiación autoengendrada, hasta el suicidio, o bien se identifican con otra especie. Pues, en definitiva, ¿qué otra cosa se ve afectada cuando aquel o aquella que os ha traído al mundo no deja, en realidad, de destruiros y de mutilarse como progenitor, sin poder reconocerlo, si no es el vínculo de pertenencia a la especie humana?

Ha sido Marcello Vinar quien, frente a la violencia de estado, ha subrayado el alcance clínico de esta dimensión de la pertenencia a la especie. Ha sido él quien ha indicado el punto de impacto de la tortura, como sistema calculado de gobierno; a saber: el punto original de la articulación de la palabra y del cuerpo. Ha mostrado la importancia subjetiva de la ley social cuando, al convertirse en una impostura, permite a los gobernantes perversos controlar hasta en sus instancias íntimas a la población de la que son responsables. Estado de amenaza indiferenciado y permanente, la violencia puede golpear a no importa quién, no importa cuándo. Un solo torturado aterroriza al conjunto. El crimen alcanza a los supervivientes, a sus progenitores y también a sus descendientes. Las familias se parecen a esos estados cuando uno de los padres, seguro de su impunidad a causa de la laxitud de las instituciones, mantiene su mundo bajo el terror en nombre de la autoridad.

Límites de la oposición, terror sexual/terror político

Indudablemente, Marcello Vinar ponía mucho cuidado en diferenciar el terror sexual traumático, con una violencia definida, que golpea a una persona en su intimidad a través de un acontecimiento indecible y único, sádico y vergonzoso, que muestra lo privado y lo secreto de las identificaciones edípicas, donde el psicoanalista queda al exterior, frente al terror de lo político, con una violencia indeterminada, que golpea al código antes que a la persona, desencadenando el pánico subjetivo, como efecto de una disolución del vínculo social, sin que el psicoanalista escape al estatuto de víctima potencial. Pero no estoy seguro de que esta oposición sea siempre válida, pues, cuando me encuentro un niño sometido al terror, me parece que este niño es el representante no de una familia fracasado, sino de un mundo vulgarizado de violencia incestuosa y destructora que alcanza la dimensión de un pueblo o de un barrio.

En Reunión existen, como en todos partes, zonas no reconocidos donde el Estado de derecho no está presente. En esas zonas, abandonadas, el único recurso para el niño es la huida fuera de la isla. Pues ningún sitio sirve de refugio cuando el progenitor, con ayuda de la red de sus familiares, persigue al niño con sus asaltos, objeto de su pasión, escarneciendo con éxito toda autoridad legal.

Por otra parte, existe un terror falsamente sexual, que no edípico, y cuyo efecto no constituye un traumatismo, en el sentido psicoanalítico del término. Es el terror del incesto y de la destrucción psíquica. También golpea al código antes que a la persona y masacra el vínculo con el sujeto.

No se trata aquí, en apariencia, del código de la ley social, ni de la unión de la musa, y, sin embargo, me parece que entre la violencia de Estado y esta violencia familiar existe más de una semejanza. Quizá una misma estructura: el logro de un vínculo de pertenencia a la especie humana, tanto del más íntimo como del más externo.

Prohibición del homicidio y «seducción narcisista»

Por tanto, antes que el vínculo, viene esta dimensión simbólica primera del habla y de la responsabilidad, significado por la aparición del rostro de aquel que prohíba matar. Racamier llama «seducción narcisista» a ese momento mítico del encuentro entre el niño que nace y su madre, donde, en la ilusión de la unión, a parte de las excitaciones, cada uno procede al reconocimiento del otro. «La madre reconoce a su hijo como ser humano y el hijo se reconoce a través de esa mirada». De esa forma, la «seducción narcisista», ¡qué nombre más engañoso, cuando se trata de la constitución del vínculo de pertenencia o la especie humana! Pues, en ausencia de esta dimensión original y permanente que es la prohibición del homicidio, anterior a la prohibición del incesto, dicha «seducción narcisista», en la que se constituye el rostro, gira hacia la abolición del vínculo que instituye la subjetividad que se aprestaba a nacer.

¿Pero es un crimen el infanticidio? ¿Se puede matar a lo que apenas ha nacido? ¿Es esta mueca una sonrisa?

En efecto, el reconocimiento de lo humano en ese lugar narcisista es precario, y no se vuelve posible más que sostenido y englobado por el vínculo simbólico de la prohibición que atraviesa entonces a la madre y al hijo, permitiendo tanto la vinculación psíquica del cuerpo, de las imágenes y de las palabras, como el surgimiento de la intersubjetividad. Todos sabemos, pero hacemos como si no lo supiéramos, que el holding (mantenimiento) de la madre hacia el niño no es más que la metáfora de un holding más vasto que lo abarca, y en el cual la representación del padre no es más que una de las figuras.

Si la categoría de lo simbólico Lacaniano puede aparecer aquí es reduciéndose a un slogan vacío de sentido, cuando se la invoca de manera abstracta, fuera de las mediaciones interpersonales, familiares e institucionales, que en nuestra cultura la dan consistencia, y sobre todo en el olvido de su referencia última a la especie como rostro, antes de la diferenciación de los rostros y de las generaciones.