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DOCUMENTOS

 

El conflicto ético en la psicología clínica

Intervención en el Colegio de Psicólogos de Madrid en el I Encuentro sobre Psicología Clínica en el Sector Privado 6 de mayo 1994


The ethical clash in clinical psychology

 

Pedro CHACON FUERTES


La amistad es, sin duda, uno de los más preciosos regalos que a los hombres dieron los cielos. Pero mucho me temo que, en esta ocasión, haya sido en gran medida la culpable de la insistencia de los organizadores de este encuentro al invitarme a participar en él. Desde luego lo ha sido de mi aceptación a hablaros en contra de mis preferencias a limitarme a escuchar. Al ver el programa alguno de vosotros podría preguntarse conmigo ¿Qué hace un filósofo como tú en un sitio como éste? ¿No habíamos quedado que la psicología se había independizado de la filosofía y que a este encuentro estaban convocados psicólogos que se dedican a la práctica de la clínica? No temáis. Hace ya tiempo que la filosofía tuvo que despojarse de sus pretensiones de madrastra que impartiera advertencias sobre cómo debían comportarse el resto de los saberes. Por otro lado, os supongo ya escarmentados contra la falaz separación entre teoría y práctica. Citar a los clásicos da lustre y esplendor a una charla. Permitidme, por tanto, que parafrasee a Kant para decir que toda práctica sin teoría es ciega y toda teoría sin práctica es vacía. Al menos quien os habla concibe el filosofar como el arte de la duda, de la reflexión crítica, de la puesta en cuestión de lo dado. La filosofía tiene más que ver con el socavar convicciones y suscitar preguntas, que con levantar vacuos edificios de afirmaciones y respuestas. Comprenderéis que esto no sea una profesión sino una pasión y una pasión que siento compartir con muchos de vosotros. Al menos esa fue mi experiencia todas las veces que el Colegio de Psicólogos me ha invitado: hace años en las Jornadas de Reflexión que precedieron a la elaboración del Código Deontológico, hace unos meses con ocasión del Congreso de Euroethique en Marsella y hoy de nuevo en éste encuentro.

Lo primero sobre lo que debería llamar vuestra atención es sobre la importancia que en vuestro ámbito está cobrando la problemática moral. No deja de ser significativo el peso que en vuestras preocupaciones va tomando el deber, paralelo a las conquistas en el conocer y en poder. La mayor parte de nosotros ha podido asistir con frecuencia a congresos y reuniones en los que el centro de atención lo ocupaba la pregunta: ¿qué podemos saber?. En efecto, la adolescente psicología ha vivido desde su infancia atormentado por alcanzar y porque le fuera reconocido su estatuto de ciencia, el mismo que gozaban sus hermanos mayores, las ciencias positivas de la naturaleza. También es comprensible la importancia dedicada al intercambio de técnicas eficaces en las aplicaciones terapéuticas. En fin, la defensa corporativo y las reivindicaciones colectivas en pro de un reconocimiento social y una extensión del ámbito de competencias de vuestra profesión, son temas en los que debe seguir ocupándose vuestro esfuerzo colectivo. Pero lo que resulta significativo es que, a medida que aumenta el cuerpo de conocimientos psicológicos, a medida que se ensancha el campo en que las intervenciones del psicólogo son valoradas socialmente; crezca la preocupación en torno a la pregunta ¿qué debemos hacer?.

Tanto el progreso experimentado en los procedimientos de diagnóstico y tratamiento como el mayor poder depositado en las manos de un psicólogo clínico, han tornado cada vez acuciante la pregunta por los fines de la actividad terapéutica, por los criterios en el uso de tal poder. Todo sucede como si, a medida que su conocimiento e influencia se consolidan, su moral reclame el derecho a ocupar un lugar destacado. O, dicho con otras palabras, todo sucede como si, a medida que su conocimiento e influencia se consolidan, la propia realidad se encargara de exigir que el saber y el poder no pueden disociarse del deber.

Pero cuestionarse los fines y los criterios que deben regir una acción no es un problema científico ni técnico, sino un problema ético; no es una pregunta que pueda responder, empleando de nuevo terminología kantiana, la razón teórica, sino la razón práctica. No se trata de analizar cómo está configurado el mundo ni desvelar qué factores condicionan la Conducta humana, sino de diseñar cómo debe ser reformulado aquél y en qué dirección deber ser modificada ésta.

Si lo planteamos con radicalidad, podemos decir que las preguntas que preocupan a los psicólogos sobre la justificación ético de sus acciones no son preguntas psicológicas, aunque sólo de la reflexión y responsabilidad de los psicólogos puedan obtener respuesta. Las relaciones entre ética y psicología, bajo varios aspectos, pueden calificarse de conflictivas y, aún, de contrapuestas. En efecto, tomadas aisladamente, sus respectivos saberes se nos muestran disociados tanto respecto a su objeto, como a sus presupuestos, como a la meta hacia la que se orientan. Psicología y ética se ocupan de la Conducta humana, pero mientras la primera se interesa por el conocimiento de la efectivamente existente en los individuos o en los grupos, la segunda se ocupa del esclarecimiento de la que debiera acaecer. Una se ocupa de lo real, mientras la otra no puede dejar de tender a lo ideal. La psicología versa sobre el "es", la ética sobre el "debe", y entre ambos, como bien mostraron Hume y Moore, no cabe tender puentes lógicos so pena de caer en la falacia naturalista. Por otra parte, la psicología recaba con legitimidad para sí el título de saber científico, cuyos conocimientos se hallan, en última instancia, sustentados en la experimentación o en la observación empíricas, mientras que la reflexión ética parece necesariamente vinculada al más proceloso mar de las ideologías y del pensar especulativo. Una ética profesional no podrían los psicólogos extraerlo de su bagaje de conocimientos empíricos, sino de sus ideales humanos. Hasta los objetivos buscados por ambas son distantes, sin que pueda presumirse que puedan coincidir en un punto: la psicología persigue la explicación causal de las conductas, mientras que la ética sólo atiende a su justificación moral,

El planteamiento tradicional, de corte positivista, de las relaciones entre ciencia y ética responde al presupuesto, elaborado por Max Weber, de la neutralidad axiológica. Esta independencia de las teorías respecto a los dilemas éticos se completa con la redacción de códigos deontológicos en los que vienen a plasmarse los compromisos morales de un colectivo profesional encargado de la aplicación de tales neutrales conocimientos. La situación actual en el ámbito de las intervenciones psicológicas muestra signos de que tal planteamiento puede ser insuficiente y que merece ser revisado.

Digamos, en primer lugar, que el planteamiento actual de las relaciones entre psicología y ética hace ya tiempo que se libró de la tentación de psicologismo. Si me permiten expresarlo con alguna radicalidad, cabe afirmar que la conjunción se ha operado, no tanto porque la psicología se haya introducido en el corazón de la ética, cuanto, por el contrario, porque la ética se ha introducido en el corazón de la psicología. Y lo ha hecho, tanto en la epistemología de los teorías psicológicas como en la deontología de sus aplicaciones técnicas y profesionales.

No me ocuparé de las consecuencias en el primero de los niveles señalados por no coincidir con el motivo de nuestro actual encuentro. Dejaré, tan sólo, apuntado que, desde la crisis de modelo neopositivista de ciencia, hace años que la epistemología de la psicología ha tenido que reconocer la estrecha imbricación efectiva entre juicios de hechos y juicios de valor. Los hechos están cargados de teoría, y las teorías están cargados de metateorías que incluyen opciones valorativos. La historia y la sociología de la ciencia contemporáneas nos han mostrado con suficiente claridad los condicionamientos históricos e ideológicos de los saberes científicos para que los psicólogos podamos seguir considerando la historia material de la ciencia como algo externo y la "Wertfreiheit", la neutralidad axiológica, preconizada por Max Weber, como un ideal que haya podido ser encarnado. La selección de problemas psicológicos, la determinación de las áreas a las que se dedican recursos humanos y materiales, y hasta la propia difusión y éxito de que gozan las teorías y escuelas psicológicas están estrechamente condicionadas por los valores dominantes en una sociedad, esto es, por los valores del poder dominante.

Las ciencias en general, y muy en particular, las ciencias como la psicología que se ocupan de lo humano, están muy lejos de haberse constituido mediante un angélico desenvolvimiento de hipótesis y contrastaciones empíricas. Hacernos cargo del barro que mancha nuestros pies al caminar debe también concebirse como un ejercicio de la autorreflexión ética,

Pero sin duda, ha sido el ámbito del ejercicio profesional de la psicología, incluyendo en él la propia investigación y docencia, donde más evidentemente se ha revelado la incardinación de la ética, donde más urgente e insoslayable ha llegado a ser para los psicólogos el compromiso ético. De la gravedad de los problemas y de la necesidad de comprometerse colectivamente en la defensa de unos valores éticos en la práctica profesional de los psicólogos clínicos ha sido bien ilustrativa la conferencia de ésta mañana de Angel Puerta. No se trata de un fenómeno limitado al ámbito español. Permitidme una anécdota personal. Intentando poner al día mis referencias bibliográficas sobre ética profesional de los psicólogos, consulté la base de datos informatizada de la Asociación Americana de Psicología. El resultado no pudo ser más desalentador, pero no por su escaso número o por la irrelevancia de lo escrito, -aunque de todo hay en esta Viña del Señor-, sino por su abundancia. Tan sólo en el subepígrafe "Professional Ethics" del Thesaurus me encontré con 1.232 referencias de artículos escritos en los últimos años. De haberme propuesto leerlos, no habría hecho otra cosa, ni siquiera hubiera sido posible que me encontrara hoy reflexionando ante Vds. sobre la ética profesional. Como pueden ver, también en este ámbito nos asalta uno de los peligros de nuestra civilización: que el aumento de información hago imposible la información,

Mi intervención no se orienta a mostrar, sin embargo, algo tan reconocido como el condicionamiento ideológico de vuestra actividad profesional o la necesidad de consensuar criterios deontológicos que la orienten rellenando, aunque sea parcialmente, el ancho y pedregoso territorio moral que existe entre las normas públicas que emanan de las leyes penales y civiles vigentes, por un lado, y las que vienen dictadas por la conciencia privado. Mi reflexión va hoy a centrarse tan sólo en algo que, a juzgar por los testimonios que he recogido, es constatado en vuestra experiencia: el carácter esencial del conflicto y de la tensión ética en la práctica del psicólogo clínico.

En principio no debiera de extrañarnos que ello sea así y que constituya uno de los rasgos diferenciadores de vuestra profesión con respecto a otras técnicas. Al fin y al cabo sois especialistas en un saber-hacer, el de la psicología clínica, cuyo objeto es un sujeto, cuando aquello en que se interviene, aquello que se trata de controlar y transformar es la vida anímica, creencias, sentimientos y conductas manifiestas de seres humanos, dotados de conciencia y responsabilidad moral. En este sentido me atrevo a decir que la actividad del psicólogo clínico es una actividad ética. Y lo es no sólo porque su ejercicio resulte imposible sin la adopción, explícita o implícita, de unos determinados valores que orientan sus objetivos y metas. Lo es ante todo y de formo insoslayable porque está esencialmente referido a un deber-ser, el deber-ser del otro.

El conflicto es también agónico, en el sentido etimológico que Unamuno rescató, de lucha y tensión permanente. O, si lo preferís, tiene un sentido aporético, no hay paras, no hay salida, al menos no lo hay fuera de la propia conciencia moral del psicólogo pues no está ni puede estar escrita en ningún código. Me refiero a que los problemas éticos de mayor relevancia no son aquellos que pueden ser resueltos desde la claridad que distingue con nitidez el mal a evitar y el valor positivos a seguir. Los problemas éticos de mayor relevancia, aquellos de los cuales está transido la profesión psicológica, se establecen a partir del conflicto entre dos valores positivos irreconciliables o incompatibles de hecho, o bien cuando es preciso actuar optando y la elección ha de hacerse desde la ambigüedad moral, la incertidumbre o la perplejidad.

Desearía, en fin, poner de relieve que este conflicto ético inherente a la práctica clínica adquiere algunos rasgos específicos a resulta de tensiones contradictorias que operan en las demandas dirigidos a la psicología contemporánea. Uno de los psicólogos españoles que más ha abogado en nuestro país por la defensa de la psicología como ciencia y como profesión, el profesor D. Mariano Yela, ha escrito que la psicología se encuentra hoy en una situación que puede caracterizarse, a la vez, como pletórica y frustrante. En efecto, en pocas décadas el número de psicólogos se ha multiplicado exponencialmente, de tal modo, que si siguiera este ritmo, llegaría el día en que contáramos con igual número de psicólogos que de personas. Se han multiplicado los centros de docencia e investigación en psicología, al igual que la cantidad de revistas y publicaciones especializadas. La competencia del psicólogo es cada vez más reconocida en áreas de aplicación diversas y su voz es reclamada en cada vez más amplios sectores e instituciones.

Pletórico, sí, y sin embargo, frustrante. Este mismo progreso científico y del reconocimiento social está cargado de sombras. Yela señala entre ellas la relación inversa existente entre el rigor de los conocimientos alcanzados y la relevancia de los problemas y, en segundo lugar, la escandalosa diversidad entre escuelas, orientaciones y teorías que siguen desgarrando a la psicología. Añadiré a éstos un tercer carácter que, a mi juicio, habría de ser también reconocido como ingrediente de la conciencia de frustración, un tercer carácter que tomo también la figura de un desgarro: el existente entre la racionalidad teórico-técnica y la racionalidad práctico- moral, entre el conocimiento preciso de los medios y la ambigua e incierta definición de los fines.

Cierto es que no se trata de un problema que quepa reducir al estricto ámbito del saber y del hacer psicológico. La totalidad de las ciencias y de los técnicas ven hoy agrandarse el abismo que separa el progreso intelectual de sus conocimientos y el progreso moral de su uso. Los ideales ilustrados están lejos de haberse desarrollado en forma coincidente. La Biología, ciencia de, la vida orgánica, sabe cada día más sobre cómo diseñar un ser vivo y sobre cómo retrasar o acelerar su muerte. Pero también ha crecido la incertidumbre sobre los criterios que deben regular la utilización de tales conocimientos. La Psicología, ciencia de la vida psíquica, vive también el drama de los límites de una mera razón instrumental y la tensión provocado por el conflicto entre los derechos individuales e institucionales en una sociedad científico-tecnológica desarrollado. Me limitaré a señalar algunos de los rasgos más relevantes de este conflicto ético que se le plantean ineludiblemente hoy a los psicólogos profesionales de nuestro entorno social y cultural.

En primer lugar, es claramente perceptible un aumento del recelo con que los individuos vivencian el poder tecnológico del psicólogo. Sin duda, uno de los mitos más característicos de nuestra época es el de Frankestein, o si lo prefieren, el de la criatura que amenaza la supervivencia de su creador. Las esperanzas que los ilustrados depositaron en el carácter humanizador y liberalizador del progreso científico, han dejado paso a la sospecha de que su control se escapa a los deseos de los seres humanos y de que el saber acumulado se utiliza en contra de sus intereses. Cada vez más amplias parcelas de decisiones que afectan a su destino son dejadas en manos de los que poseen el saber. Se trata de un proceso paralelo a la creciente indefensión del individuo ante anónimas fuerzas económicas y políticas, poderes sin rostro que alcanzan hasta sus parcelas más íntimas. ¿Quién de nosotros no ha sentido, por ejemplo, la turbadora inquietud que provoca la constatación de que el aumento, en principio positivo, de los medios de comunicación e información ha llevado aparejado un aumento no menor y paralelo de incontrolados mediadores comunicativos y de desinformación?

Tal recelo se ha proyectado también sobre los psicólogos. A medida que éstos han ido ampliando los ámbitos de su intervención también se ha acrecentado el margen de la sospecha de que su saber pueda ser utilizado en contra de los derechos del individuo. De la sensibilidad de los psicólogos a este recelo da clara muestra el hecho de que en las revisiones de los Códigos Deontológicos de diversos países sea perceptible una significativa y progresiva preocupación por la custodia y confidencialidad de los datos, por las restricciones en la obtención de información a lo estrictamente necesario para el objeto de la intervención o por los derechos a ser informados aunque el estudio haya sido encargado por organismos, empresas o instituciones sociales, en lugar del propio individuo.

El recelo de los potenciales beneficiarios de las intervenciones psicológicas ante el peligro de ser sus víctimas va acompañado del propio recelo de los psicólogos ante el peligro de ser instrumentalizados. Este es el segundo carácter del conflicto ético que me interesaría subrayar y ante el que debemos estar permanentemente vigilantes. También corre paralelo al acrecentamiento de su saber y su poder. Las posibilidades que abre la psicología de conocimiento, previsión y control de las conductas humanas resultan demasiado atractivas para quienes pretendan encauzarlas en beneficio de sus intereses. El psicólogo puede verse, y se ve, de hecho, en excesivas ocasiones, compelido a aceptar que su servicio quede restringido a la aplicación de los medios, sin que pueda intervenir en la decisión de los fines. Entre los valores éticos que han de ser reivindicados por los psicólogos se encuentra el de la resistencia a aceptar una falaz neutralidad que desvincule sus actuaciones de la decisión sobre la finalidad de ellos. Pero es obligado ser más preciso en este punto. No se trata de decidir por nosotros mismos si el individuo debe rebelarse o bien acomodarse a los objetivos que se le propongan. Esto sería tanto como intentar suplantar su propia voluntad y responsabilidad ética. Lo que estoy intentando decir es que el psicólogo profesional no deberá nunca colaborar con sus conocimientos en una actuación que implique una merma de la propia conciencia y libertad de los seres humanos para decidir si desean la rebelión o la acomodación.

El tercer rasgo del conflicto ético viene dado, a mi juicio, por la impotencia del psicólogo para resolver o, al menos, reducir las tensiones entre individuo y marco social. El que haya sido denunciado en múltiples ocasiones, hasta constituirse en un tópico, no quita valor de verdad ni gravedad al drama de los límites de la intervención psicológica. Se le pide aliviar el dolor de una herida, pero se le veta la posibilidad de modificar las causas que la producen. Aliviar el sufrimiento mientras se acepta pasivamente su reproducción plantea al psicólogo no pocas veces un dilema ético que le hace cuestionar legítimamente el sentido de su función. El aumento de la presencia de los psicólogos en las instancias que ordenan la vida social y una mayor dedicación a intervenciones preventivas han de ser reivindicados colectivamente por las asociaciones y colegios profesionales si queremos aminorar el desajuste entre el objetivo de vuestra tarea y los resultados efectivos alcanzados.

Pero una vez más, debemos estar vigilantes ante un nuevo peligro cada vez más amenazador, No basta que la voz del psicólogo sea oída en los organismos responsables de la ordenación de nuestra vida colectiva, o por un mayor número de personas. Es cierto que, a primera vista y en principio, podemos sentirnos orgullosos de que tal presencia nos sea cada vez más solicitada.

Pero no cedamos a un autocomplaciente autoengaño. En muchos ocasiones la voz del psicólogo es oída, pero no escuchado. Del mismo modo que instituciones y grupos pueden instrumentalizar la intervención psicológica en función de sus intereses, el psicólogo privado puede ser utilizado como medio de una enfermiza y psicologizada sociedad que huye de sus propias responsabilidades. Permítame un ejemplo que considero bien significativo. Hace unos meses un profesor de la Facultad de Psicología de mi Universidad, la Complutense de Madrid, especialista en Psicología Ambiental se encontraba ilusionado con el hecho de que un organismo político de poder regional hubiera solicitado su intervención encargándole un estudio sobre las consecuencias psicológicas de una prevista reordenación territorial de un grupo de gitanos asentados en zonas marginales. ¡Al fin, el poder, antes de tomar decisiones, parecía tomar en cuenta la dimensión psicológica que podían comportar!. Nada más lejos de la realidad. La desconsolada, pero lúcida percepción, de mi colega, tras haber elaborado su informe, tal como me la expresaba él mismo a su vuelta, era que la finalidad real, para la que había sido llamado y por la que se le había pagado generosamente, nunca había sido la de tomar en serio sus consideraciones a la hora de decidir la opción que debía adoptarse. Percibió, con toda claridad, que lo único que se pretendía era que ningún opositor político pudiera argüir que no existía tal informe, o, en todo caso, el poder utilizar con fines propagandísticos y en los medios de comunicación que también se había encargado, entre otros, un informe psico-sociológico, No importaba tanto su tarea cuanto su imagen.

Del mismo modo, la propia psicologización de nuestra sociedad ha comportado efectos contradictorios en la práctica profesional privada. Por un lado, no sólo han aumentado el número de psicólogos, de publicaciones y de áreas de intervención psicológicas. Además de todo ello, la psicología ha impregnado el lenguaje y la conciencia del individuo contemporáneo como en ninguna época del pasado lo había hecho. Los conflictos de pareja o familiares, las frustraciones ante el trabajo, las elecciones ante alternativas vitales, los éxitos y los fracasos son leídos e interpretados con claves psicológicas, Vivimos, en efecto, en una sociedad psicologizada. Pero lo que en principio podía ser valorado positivamente como una muestra de la creciente influencia de la psicología en la vida de nuestros conciudadanos tiene también su lado oscuro y negativo.

Un relevante psicólogo europeo, el profesor More Richelle, en su obra "Porquoi les psychologes", ya se preguntaba hace años si la proliferación de la psicología debía de concebirse como una señal de progreso o como objeto de inquietud. En nuestra reflexión ética no podemos dejar de lado el hecho de que se esté colaborando a lo que el autor denomina "una psicología de consumo" y una "psicología de huida". Por un lado, se trata de un abuso de la psicología acoger a clientes que presentan problemas anodinos, dificultades banales que pueden y deben ser resueltas por el sólo esfuerzo del sujeto. La complicidad interesada de los psicólogos puede fomentar la generalización de actitudes negativas en nuestra cultura. Por otro lado, una vez más hemos de estar vigilantes ante el peligro de que se intente delegar en el psicólogo el peso de una responsabilidad moral en las decisiones que corresponde al sujeto. Como afirma Richelle, "lo que en materia de bienes de consumo puede pasar por racionalización, en materia de comportamiento humano corre el peligro de ser abdicación y dependencia. Y uno se pregunta si el desarrollo de las ciencias psicológicas, hoy en día tan extendidas entre el gran público, ha vuelto al hombre más útil en el examen de la propia persona, ha afinado sus tomas de conciencia, ha hecho más profundo el conocimiento sobre sí mismo, o, por el contrario lo ha habituado a no molestarse en escudriñarse, lo ha convertido en un consumidor satisfecho de escapar al deber de tomarse a sí mismo en consideración".

Si no he mencionado un quinto y último rasgo del conflicto moral del psicólogo contemporáneo no es por considerarlo de menor importancia. Muy al contrario, podía afirmarse que excede a los otros en gravedad. Pero se trata de un conflicto que compartimos con la totalidad del resto de las profesiones técnicas e, incluso, que es característico del individuo de nuestra actual sociedad. Me refiero a la dramática y escandalosa yuxtaposición, o mejor dicho, ruptura entre la moral y los derechos consagrados oficialmente, por un lado, y la moral efectiva dominante, por otro. La Declaración de los Derechos del Ciudadano proclamada con la Revolución Francesa o la Declaración Universal de los Derechos Humanos emitida por la Organización de Naciones Unidas (ONU) puede figurar como Cartas Inaugurales en las que se plasman los valores éticos que han de servir de fundamento a nuestra vida colectiva. Pero, con excesiva frecuencia, constatamos que no sólo son vulneradas con conciencia y voluntad explícitas, sino que de forma continuada son contradichas por otros valores que, de hecho, son los asumidos y respetados. Nuestra sociedad sufre de hipocresía moral pues, a la vez, necesita proclamar ante su conciencia colectiva que se rige por unos ideales y actuar sometida a otros contradictorios con aquéllos. La lógica de la ética dominante no es la del deber-ser, sino la del poder.

El propio carácter esencial de este conflicto ético conllevo, en fin, que ninguna guía casuística ni código pueda sustituir nunca la responsabilidad de cada profesional en los dilemas morales que le susciten sus actuaciones concretas. Pondré tan sólo dos ejemplos extraídos de experiencias que me han sido comunicadas por colegas, alguno de ellos presente en esta salo. Ahora que estoy terminando mi intervención vengo a reconocerle que en verdad lo que me hubiera interesado, y lo saben los organizadores, hubiese sido una puesta en común y reflexión sobre aquellas situaciones existenciales que cada uno de vosotros hubiera sentido como relevante dilema ético en que le coloca su hacer. El primero es la tensión entre lucidez y felicidad. Pasó el tiempo de un ingenuo optimismo en que podemos considerar compatible la consecución de ambos. La autoconciencia no conlleva de forma inevitable que el sujeto pueda asumir sin sufrimiento la visión de lo que aquella le ofrece. En no pocas ocasiones, el psicólogo clínico tiene que asumir el drama de protagonista unamuniano de "San Manuel Bueno y Mártir": decir la verdad desvelando una ilusión engañosa o permitir que el engaño siga sirviendo de bálsamo para suavizar la herida del sufrimiento humano. El segundo ejemplo tiene que ver con talantes bien distintos de la actividad terapéutica y me fue mostrado en la contraposición de dos psicólogas clínicas asistentes al Congreso de Marsella. Ambas habían trabajado en centros de salud con mujeres. Mientras una subrayaba la legitimidad moral de inducir el camino de salida modificando la tabla de valores que regían en el comportamiento familiar de sus pacientes, la otra subrayaba la necesidad de no transferir las posiciones ideológicas del terapeuta, respetando escrupulosamente las que le fueran propias.

Ninguna tabla de la ley puede ahorrar al psicólogo clínico el peso de su responsabilidad moral en la elección. En no pocas ocasiones deberá ejercitarla a falta de certezas seguras y constante presencia de la ambigüedad. Pero no nos lamentemos en exceso. Al fin y al cabo, todo ello forma parte constitutivo de lo humano. Nuestra apuesta ético no debe reducirse de forma simplista a la seguridad ni a la felicidad. No basta con que el hombre sea feliz, sino que es preciso que sea feliz siendo hombre, escribí cuando era un joven lleno de afán idealista, y con el mismo afán vuelvo hoy a reiterarlo ante Vds. al inicio de nuestra conversación. Esta exigencia debe comportar, entre otras cosas, que sea el propio individuo quien asuma sus conflictos morales sin que la delegue en nosotros, al igual que no debemos ahorrarle el coste psíquico que conlleva escribir la vida con trozos propios. La opuesta del psicólogo lo es a favor de la progresiva autoconciencia y autorresponsabilidad de los individuos y grupos. Sólo así merecerá el nombre de una apuesta ética.