SOBRE LA PRACTICA
(From a fragmented body to a subjective integration)
RESUMEN
El artículo presenta el tratamiento psicoanalítico de una niña de 3 años y dos meses, que padecía un severo síntoma de anorexia desde los primeros días de vida. Los procesos de simbolización también estaban afectados, por lo que no había adquirido plenamente el lenguaje articulado.
Era una niña que vivía -o sobrevivía- con la "boca cerrada", sin realizar los funciones esenciales de la esfera oral, alimentación y lenguaje donde precisamente se encuentran las coordenadas fundamentales sobre los que se sostiene y se constituye un sujeto psíquico: un cuerpo -con vida- que se halla atravesado por la dimensión simbólico de la palabra.
El tratamiento tuvo las singularidades clínico-técnicas propias de una paciente que no goza de la autonomía suficiente como para entrar sola a la sala de juego, y que sólo se comunicaba a través de canciones infantiles.
The article presents the psychoanalytic treatment of a little girl 3 years and two months old, who had suffered from a severe symptom of anorexia ever since the first days of her life. The processes of symbolization were also affected, for which reason she had not yet totally acquired articulate speech.
The child lived -or rather survived- with her "mouth closed", without performing the essential functions of the oral sphere, those of nourishment and language, precisely those on which the fundamental coordinates that sustain and constitute a psychic subject are founded.
The treatment was characterized by the clinical and technical singularities proper of a patient who is not endowed with the sufficient autonomy to enter the playroom by herself and who, in the beginning, only communicated through children's songs.
Anorexia. Disfasia. Esfera Oral, Aborto, Falta, Duelo.
Anorexic. Dysphasia. Oral sphere. Abortion. Lack, Mourning.
Antes de presentar las características más significativas de esta pequeña paciente, y algunos fragmentos del material clínico de su tratamiento, me voy a referir al título de este trabajo, en el que incluyo, de manera condensada, algunos elementos que considero principales para reflexionar el caso.
El primero de ellos que quiero destacar es el del nombre.
Martirio no es, por supuesto, el nombre verdadero, real, de la niña. Por razones obvias que hacen a la ética de la presentación de un caso clínico en un contexto distinto al de la supervisión, he debido modificarlo y buscar otro sustitutivo. A la hora de tener que escoger un seudónimo me dí cuenta de que para la comprensión de la problemática de la paciente era muy importante que la nueva denominación contuviera, en su estructura interna, la mayor parte de los fonemas de su verdadero nombre. La fortuna me vino por parte del mismo padre de la niña; su primer comentario, en la primera entrevista que tuve con la pareja, fue: "Esta niña es un martirio". El calificaba así la situación de extremo y largo padecimiento en que vivían padres e hija, Yo sólo tuve que transformar ese juicio de atribución realizado por el padre, en otro de existencia: "Esta niña es Martirio".
El segundo elemento de interés atañe a su edad cronológica. Me pareció conveniente introducir este dato, tanto para indicar en qué momento del desarrollo libidinal estaban estructurados los síntomas, como para adelantar que esta cura tuvo las singularidades clínicas propias de una paciente que todavía no gozaba de autonomía suficiente como para estar sola durante la sesión. Efectivamente, el tratamiento alternó, desde las mismas entrevistas diagnosticas, con sesiones conjuntas madre-hija, padre-hija, entrevistas con los padres sin la niña, y al final del proceso, sesiones de juego con Martirio a solas.
El tratamiento de Martirio empezó varios meses después de la primera llamada de los padres pidiendo una entrevista. Esta tuvo que ser suspendido durante un cierto período de tiempo al coincidir en aquellas fechas la muerte del abuelo paterno. No fue este el único fallecimiento que rodeó la consulta. Poco después de haber iniciado ya el tratamiento, murió la abuela de la madre, bisabuela de Martirio, que llevaba el mismo nombre. Además de por estos decesos, el proceso terapéutico fue también interrumpido por otros motivos, la mayoría de ellos a causa de la resistencia y la ambivalencia que los padres tenían para recibir atención psicoanalítica.
A ella recurrieron una vez constataron que los múltiples tratamientos médicos a los que habían sometido a la niña desde que nació, no habían modificado en nada la anorexia que padecía. El pediatra les indicó, finalmente, acudir "a un psicólogo" porque él ya no podía hacer más; "yo no puedo abrir a la niña y ver qué le pasa dentro", les dijo. Los padres percibían que algún problema "psicológico" podía ocasionarle a su hija tanto las perturbaciones de alimentación como sus dificultades en la adquisición del lenguaje articulado, por lo que manifestaban que: "a lo peor la niña tiene algo más y no lo sabemos ver". Aún no estaban, sin embargo, del todo decididos a catalogarla para siempre como una niña "retrasada o autista". Fue, probablemente, el temor de que lo fuera, o de que llegara a serio si la situación se cronificaba, el motor que les llevó a romper el ritual pernicioso en el que vivían desde hacia tres años y dos meses.
Al padre le quedaba todavía alguna esperanza de que el "calvario" que les suponía cada comida del dia con la niña pudiera aliviarse: "Quiero atajar el problema porque estoy harto, a punto de perder la paciencia", La demanda de los padres estaba también teñida de culpa. Ellos suponían que tenían algo que ver en los arrebatos de cólera de su hija, cuando la obligaban a comer. El padre pensaba que su hija le había cogido "tirria", que ya les tenía "manía" a los dos, sobre todo en cuanto se acercaba el maldito tormento de la hora de comer. En cambio, la actitud de la madre denotaba la más absoluta desesperanza y pesimismo ante los problemas de su hija: "vamos a estar así toda la vida, lo veo muy negro, lo tenemos muy mal".
Así acudió la pareja a las dos primeras entrevistas: a cuestas con la reciente pérdida del padre de él, y llenos de dudas y de recelos, que se manifestaban en los tensos silencios y en los llantos contenidos de la madre. Mantuvieron en todo momento una actitud distante, racionalizadora, y muy negadora de los conflictos de su hija. Decían, por ejemplo, que la niña hablaba mal y no vocalizaba porque era "vaga"; o que tenía que comerlo todo triturado, porque no sabe masticar". No sólo no masticaba, sino que cuando se le intentaba dar de comer, la niña obturaba la boca, poniendo la lengua hacia arriba, impidiendo, por tanto, el paso del alimento, escupiéndolo hacia afuera.
Frente a esta situación se podía, quizá, pensar que Martirio impedía ser alimentada de forma activa, y que toda Vía persistía en ella un tipo de deglución primaria, propia de los lactantes. (Este tipo de deglución, que desaparece de forma espontánea alrededor de los 2-3 años, es sustituida, paulatinamente por la deglución adulta definitiva.) La niña, aún habiendo alcanzado ya la edad de tres años, seguía, no obstante, con unas pautas alimenticias de un bebé de 6 meses, y expresándose como una niña de apenas dos años.
Pero si su problema hubiera sido únicamente por el tipo de deglución, no habría sucedido lo que más desesperaba a los padres: ellos decían que su hija nunca manifestaba tener hambre, nunca pedía ser alimentada, e incluso rechazaba caramelos y helados, o sea, alimentos que sólo tenían que ser lamidos o chupados. Con ésto quisieron también justificar el retraso en la adquisición del lenguaje articulado, por el que la habían llevado ya a la logopeda; Martirio "hablaba" sin abrir la boca... por temor a que le metieran la comida dentro. En muchas ocasiones establecían comparaciones con Irene, la hija mayor, de 9 años, que al parecer había sido todo lo contrario: una niña saludable, comilona, parlanchina, activa en los estudios y cariñosa con ellos. No se explicaban cómo "ésta" había salido así. La pareja había tenido la expectativa -que quedó truncada muy tempranamente-, de tener dos hijas idénticas, en el sentido de poder llevar a cabo la crianza de la pequeña tal como lo habían hecho con la mayor, siguiendo un plan organizado de llevarla a la guardería a los tres meses. Pero Martirio les rompía todos los esquemas. Se presentaba ante los otros sin comer -o apenas ingiriendo alimentos, y además vomitando-; y también sin hablar -o de manera insuficiente e incomprensible. Era una niña que vivía, o sobrevivía, con la boca cerrada, con ese "trocito" -como dijo la madre en algún momento, rodeándose los labios- problemático, con el que no realizaba las funciones esenciales que le son propias: el habla y la alimentación.
Precisamente en estas funciones de la esfera oral encontramos los ejes fundamentales sobre los que se sostiene y se constituye un sujeto: un cuerpo, con vida, que se halla atravesando por la dimensión simbólica de la palabra, Uno de los propósitos de la presentación de este caso es, pues, intentar articular la dialéctica que se establece entre el "hablar" y el "comer", a partir del material clínico de la paciente, una vez ha sido significado y resignificado por el discurso de los padres, y por mi propia relectura después de algún tiempo transcurrido desde entonces.
La primera frase que pronunció la madre nada más entrar en la consulta fue: "No sabía si traer a la niña". Aunque en lo manifiesto se refería a si acudir o no con su hijo a la entrevista, me pareció que estaba expresando otra duda latente, otro fragmento de verdad. Efectivamente, a partir de algunas preguntas mías surgieron las circunstancias que dieron a luz a Martirio.
La pareja deseaba tener un hijo nada más, pero cuando Irene, entonces hijo única, empezó a pedir la compañía de amigas y a querer salir para ir a visitarlas, pensaron que si tuviese un hermanito eso no sucedería, y la niña se quedaría en casa, con ellos, por las tardes. No tenían interés en tener otro hijo, pero Irene les pedía amiguitas para Jugar. "En realidad, dice el padre, ella quería una niña, una hermana, pero no una hermana como ésta, que ha salido tan pesada".
La madre quedó, ¡pues!, embarazada cuando Irene tenia 5 años, Pero a las 20 semanas de gestación le pareció -según sus propias palabras- que no se notaba los movimientos fetales. Tras un reconocimiento médico se comprobó que el feto estaba ahogado por dos vueltas de cordón. La madre, entonces, tuvo que someterse, tras muchas horas de espera, a lo que sintió como "un parto provocado", del que dice que fue "mucho peor que uno normal, porque sabía que lo que iba a tener no era viable".
El recuerdo del aborto provocó, en aquél momento de la entrevista, un intenso dolor en la madre. Conteniendo el llanto, también "ahogado", dijo que nunca pensó que eso le hubiera podido pasar a ella. El padre estaba conmovido por la experiencia vivida, y, durante unos instantes, pareció que el recuerdo del varón perdido les había embargado de mayor emoción que su preocupación por la salud de Martirio, De ese trance pudo sobreponerse la madre, aduciendo que al no ser un problema de malformación del feto, les aseguraron que podían volver a tener otro hijo. Quiso quedar enseguida de nuevo embarazada.
Este me parece un momento importante en los tiempos de constitución del deseo de hijo en una pareja: cuando, ante la pérdida de un hijo, o de un proyecto de hijo, deciden tener otro rápidamente, para llenar la cuna vacía, para no sentir el dolor de la ausencia, obturando de esta manera la posibilidad de elaboración del duelo. Es así que, antes de que llegara su segunda hija al mundo un año y medio después, los padres habían recorrido ya un camino, y en él se habían trazado unas huellas que Martirio luego encarnó en sus síntomas. La prehistoria de Martirio, como también la prehistoria de su tratamiento, estuvo preñado de muerte. Es más, el comentario de la madre con el que manifestaba su duda, pero también su ambivalencia; ese no saber si traer a la niña a la entrevista -pero quizá también al mundo-, lo expresaba Martirio, a mi modo de ver, permaneciendo en la inanición, comiendo lo mínimo imprescindible para sobrevivir, manteniéndose permanentemente en el limite entre la vida y la muerte, en el borde del agujero. La niña, que nunca prendió al pecho, que siempre fue mal de peso, que no se comunicaba y cuyos padres estaban pendientes de su talla, se alimentaba, realmente, sólo para continuar existiendo, y no para vivir en una dimensión de satisfacción y de placer.
Estaba todavía viva, sí, pero sumida en la debilidad física y en el agotamiento psíquico. Martirio no manifestaba interés, ni gusto, ni alegría por nada. Demostraba con ello que su necesidad-hambre de alimentarse y su deseo de comer-vivir estaban confundidos. Su deseo de comer, perturbado, sólo podía afirmarlo a través de la no satisfacción de su necesidad, manteniéndolo insatisfecho. De ahí que una de las preguntas es si Martirio no estaría, en verdad, expresando sus ganas de vivir mediante su rechazo a comer; su deseo de ser entendida de otra manera, a través, paradójicamente, de su dificultad articulatoria, de su habla ininteligible.
Por temor al reflujo gastroesofágico, y mientras era una bebita, los padres la mantenían sentada durante las noches, conjurando así un fantasma de repetición del hijo ahogado por el cordón umbilical y nutricio. Los vómitos eran continuados, y estaban provocados por ella misma. Este síntoma tan precoz indicaba un funcionamiento psíquico en el que predominaba la actividad expulsiva, eyectiva, proyectiva. Martirio devolvía, le devolvía a la madre lo que no podía tener dentro de su barriguita -al igual que la madre, que expulsó el feto por la cavidad vaginal-, y en esa acción devolutiva, corría el mismo riesgo de muerte.
Los padres comentaron que el primer mes de vida la niña parecía "tercermundista'; en aquella época estaban muy preocupados, por lo que probaron todas las marcas de leche y todas las tetillas de biberones. Acababan abriéndole la boca y metiéndole la leche con cucharita... "el martirio de la cría... luego todo lo vomitaba".
Martirio se hallaba identificada a los sentimientos depresivos de su madre y a su falta de esperanza, de manera tal que había desinvestido el instrumento oral para alimentarse. Era no tanto una niña de cuerpo delgado, sino un cuerpo de niña, medido, pesado, controlado, vigilado y perseguido con tetinas, cucharitas y balanzas. La habían convertido en una niña a trocitos, triturada en su dimensión deseante; estaba obturada de igual manera como ella se obturaba su orificio principal con la lengua, impidiendo el paso del alimento.
En esta línea de pensamiento, me pareció muy significativo el comentario de la madre cuando dijo: "Si esperamos a que pida, puede entrar en coma". Es decir, si, de un lado, es precisamente durante la espera que se impone a la satisfacción del deseo, cuando y donde se elabora la representación del objeto del deseo; y del otro, en oposición a la ingestión de alimentos y a la saciedad, es, justamente, la experiencia de carencia, del vacío de la boca y de la ausencia del pecho, lo que propicia el desarrollo del lenguaje y de las identificaciones que de ello derivan, esta madre impedía que se abriera el lapso vitalmente imprescindible para que su hija se constituyera como un sujeto deseante. Martirio no podía abrir la boca sin riesgo de ser llenada inmediatamente. "Si esperamos a que pida puede entrar en coma" también sugiere que el que la niña pidiera comer dependía de la espera, por lo que el deseo que se traslucía tras una expresión aparentemente tan piadosa de la madre era, en verdad, el deseo: "que no coma". Esta expresión iba seguida de otra que confirmaba los deseos ambivalentes de la madre: "Puede quedar tarada por falta de alimento".
Los padres decían que Martirio parecía tercermundista, y era, en realidad, la tercera que traían al mundo, sólo que en esta ocasión el nacimiento se dio en precarias condiciones de economía... libidinal. La pareja quería un niño, y de ello se disculpaban al explicar que era un deseo: "sin ninguna obsesión, sólo queríamos que fuera bien". Quizá por el temor del embarazo perdido, tal vez por el intenso deseo de tener un varón, por lo que fuere, la madre, al nacer Martirio, le pidió a su marido que mirara a la niña, "por si acaso le faltaba algo".
La cuestión sería: ¿Hacia dónde apuntaba la mirada de la madre? Parecía que se dirigía no tanto a la niña que había llegado, sino a la falta de niño, y por consiguiente, a la falta en la niña, que posteriormente fue consolidándose como mirada hacia una niña que consideraba llena de faltas.
Según los padres, todos los problemas empezaron tras el nacimiento. En las entrevistas que fui realizando con ellos a lo largo de los escasos siete meses que duró el tratamiento, trabajamos tanto la evolución de la niña como las preocupaciones que los padres manifestaban acerca de su hija. El fantasma de haber tenido una hija retrasada, sino autista, se reiteraba en cada encuentro, así como la desconfianza de la madre de que su hija pudiera recuperarse.
En el momento del nacimiento, el padre se encontraba de viaje realizando un curso de promoción profesional, y la madre se sintió "muy sola" con el problema de la niña. Si algo la acompañaba era el fantasma del varón perdido: decía que Martirio "ensuciaba el doble que un bebé... te lo echaba encima de ella y a ti... era un cúmulo, como si hubieras alimentado a dos o tres bebés, después de uno, otro....
El nombre elegido para su hija condensaba también los lugares vacíos que esta niña estaba destinada a ocupar. De igual manera se llamaba la bisabuela -la que falleció una vez iniciado el tratamiento; así se llamaba la madre de la madre, persona "depresiva, nerviosa, enfermiza"; así se llamaba también la hermana mayor de la madre, mujer con muchos problemas de carácter, introvertida, sin pareja y que no tendría descendencia. Ella era, además, la madrina de Martirio. La hermana menor, madre de un varón, no podía tener más hijos por problemas de salud. La madre de Martirio pensó que si no le ponía ese nombre, se perdería para siempre, ya que nadie de su familia de origen tendría más hijos.
¡Cuántos personajes, vivos o muertos, llevaba a cuestas esta niña! La bisabuela, el "hermano" ahogado, la abuela materna ulcerosa, la madrina/tía materna deprimida y sin descendencia. Parecía estar destinada a obturar el lugar vacío de cada uno, y soldar la deuda simbólica pendiente que su madre tenla con su propia familia, continuando la estirpe de las Martirios; también, la misión de acompañar, distraer y resolver la soledad/agujero de la hermana.
Martirio era una niña menuda, flaca, pálida, ojerosa, con la mirada perdida. Entró serio y cabizbaja a la sala de juego, acompañada de su madre, y se sentó en su falda. Se puso a canturrear, con voz monocorde y débil: "¡Duérmete niño, duérmete ya, que viene el coco y te comerá!", mientras se balanceaba rítmicamente.
La madre estuvo casi toda la sesión planteando inconvenientes respecto de que fuera ese dia, martes, el que la niña tuviera que venir, porque iba a la piscina y entonces estaba muy cansada. En otras ocasiones, las pegas fueron en cuanto al horario, que le "partía la mañana", o respecto a la frecuencia, pues la obligaba a ella a acompañarla cada vez. A pesar de todos las quejas pude establecer un ritmo semanal de dos veces por semana, en el que se turnaron padre y madre para traerla.
En aquel primer encuentro la niña inició la presentación de sus fantasías, miedos y deseos. No jugó, apenas garabateó, y yo casi no entendí nada de lo que a veces murmuraba. Escogió, significativamente, la letra y melodía de algunas canciones infantiles para hacerme saber algo de si misma. En la primera de ellas, el fantasma de la cabeza-cuerpo de la madre que la va a engullir.
La madre no le dio importancia alguna a esta curiosa presentación de su hija; por el contrario, estuvo atenta a cómo lo había dicho, interrogándome si me había fijado en que la niña no vocalizaba bien. Ante esta observación de la madre, en la que remarcaba sus deficiencias, Martirio, todavía en su regazo, respondió con la estrofa de un villancico:
"¡Pastores venid, pastores llegad, a adorar al niño que ha nacido ya!".
¿A qué niño se refería? ¿Al deseado niño, nacido pero perdido, o a ella misma, que nació y, aún sin ser adorada, todavía no se había perdido?
La madre, muy incómoda por la pasividad de su hija, la puso en pie pidiéndole que me dijera su nombre, y le ayudó a vocalizarlo bien, sobre todo la O del final, consiguiendo que hiciera un circulito con sus labios abiertos. En esa escena me pareció que volvía la temática del Orificio, y de la boca vacía, a partir de la dificultad de vocalización.
Después cogió algunas hojas de papel e intentó que la niña dibujara una casa, pero Martirio se puso a trazar círculos, a los que llamaba "rodonas petitonas" (redondas pequeñitas, en catalán). Lo interpreté como un intento de dejarme su rúbrica o un esbozo de embrión, una vez que me había manifestado ya su angustia de ser devorada, su deseo de ser adorada, y tras haberse nombrado con su boquita llena vocales.
Ese primer día trajo consigo un pañuelo, del que no se separó hasta casi al final de la sesión. Al siguiente vino con una flor, que me tendió sin apenas mirarme todavía, Entró en la sala de juego más decidida, y con una leve sonrisa en la cara, me dijo: " ¡mira qué porto, una faldilla¡" (¡mira qué llevo, una falda!), al tiempo que se levantaba los extremos laterales con la punta. de los dedos. A esta manifestación de cierta alegría de la niña, la madre respondió con cara de lástima: "¡Li cau la faldilla perque está primeta¡" (¡se le cae la falda porque está delgadita!); y me aclaró: "no le quedan bien, prefiero llevarla con pantalón porque le aguanta mejor". A todo esto la niña se había echado en el suelo, y se había puesto a borrar las "rodonetas" del día anterior, exclamando con voz de pena y susto:
¡Ay, que se me rompe la fulla¡ (fulla es hoja, en catalán).
La relación con las "fullas" se fue desplegando a lo largo de todo el tratamiento. Se transformaron en fullas-fillas (filla es hija, en catalán) que Martirio, una vez garabateadas, iba ofreciendo a la madre, a veces con rabia, otras con alegría, y que ésta, a su vez, aceptaba o rechazaba según su estado de ánimo.
La madre seguía con sus preocupaciones acerca de la comida -"cuatro comidas, cuatro martirios"; decía que ya "estamos" con bajo peso, que el problema era muy largo e iba para años, que no creía que pudiera "aguantar todo esto". Martirio solía prestar mucha atención a los lamentos de su madre, se mantenía muy quieta, en el suelo, sosteniendo alguna pieza de construcción. Cuando aquel día, en un momento determinado, la madre sollozó, la niña se incorporó para observarla. En aquél instante las dos se encontraron, mirándose muy intensamente, con un sentimiento mixto de miedo y odio al mismo tiempo.
Se hacía evidente, en el encuentro de miradas, el vínculo simbiótico de total rechazo en el que se encontraban mortíferamente unidas, y que el padre intentaba "atajar" consultando a un tercero, al no poder él mismo triangularlo desde su lugar, ejerciendo una función paterna exitosa. Estaba tan harto como no podía llegar a estarlo su hijita.
En la tercera sesión apareció un material muy interesante, que a mi modo de ver se refería al embarazo perdido de la madre. Martirio entró en la consulta gritando: "¡Cuidado, cuidado¡", y me dijo que tenía mocos. Le pregunté: . ¿Dónde?", y me contestó: "¡Aquí!", tocándose la barriga. Ese dia estuvo muy agitada. Entraba y salía de la sala de juego, encendiendo y apagando la luz. Finalmente encajó la papelera debajo del taburete, se sentó encima, recostóse sobre la mesa, con los brazos cruzados cubriéndose la cabeza, y se puso a golpear la papelera con los pies que le colgaban, durante largo rato. Esta actividad producía mucho ruido porque la papelera era de metal. Tantas patadas le dio que el objeto quedó abollado por todos lados. Mientras duraba la dramatización, la niña se encontraba invadida por una agitación muy especial, y gritaba palabras ininteligibles. Las únicas que pude entender fueron la palabra "¡Cuidado!", y " "¡Caperucita lobo, caperucita lobo!". La madre se inquietaba mucho cuando veía a su hija tan agitada, y que yo sólo la observaba. La primera vez que recurrió a esta escenificación, la madre me dijo que ese mismo mediodía su hija le había amenazado con vomitar la comida, pero que finalmente no lo había hecho. Le decía: "¡Mira que lo saco, eh!, ¡mira que lo saco! ". En consecuencia, la que no había podido comer había sido ella, porque cuando la niña tardaba mucho en hacerlo, ya no le quedaba tiempo.
Martirio, entonces, no sólo temía ser devorada por una madre coco y lobo; parecía también que por identificación con ella, temía haber secretado (en la dimensión de la secreción y del secreto) un "embarazo mocoso" en su barriguita, y necesitaba expulsarlo, aunque fuera a patadas.
La madre insistía en que dibujara. Quería que la niña hiciera muchos trazos, y que era necesario "llenar la hoja". (Omplir la fulla, omplir la filla, en catalán llenar la hoja, llenar la hija.) Para ella no podía quedar ni un espacio en blanco, ni un hueco, por tanto ningún orificio que marcara alguna falta. En ese mortal destino estaban unidas, en el de ser la una para la otra, sin resquicio alguno para la existencia de otra palabra. Esta mujer tenía que ocupar "enseguida" el espacio vacío dejado por el hijo perdido; tenía que comprobar que la niña estuviera completa; conseguir dejarle la boca repleta de comida; hacia falta, por consiguiente, "omplir la fulla de rodonetas" (llenar la hoja de redonditas). Esto me hacía pensar en cómo la madre enfrentaba el inevitable distanciamiento de su hija mayor debido al crecimiento, la pérdida del embarazo anterior y, en definitiva, su propia castración.
En las siguientes sesiones Martirio repitió el mismo juego, A la madre eso no le gustaba, la desasosegaba. Volvió el fantasma de haber tenido una niña deficiente: "Es de ideas fijas, dijo, aquí siempre hace lo mismo; en casa, en cambio, no le interesa nada, no muestra ilusión por nada; acepté lo que venia, pero no esta cosa tan delicada". En ese punto, la niña se puso a cantar, esta vez con más entonación y ritmo: " ¡Ale caballito, ale burro ale, ale borriquito, que llegamos tarde!". Martirio parecía haber captado varias cuestiones al mismo tiempo: en primer lugar, era como animar a la madre a proseguir con el camino del tratamiento; también, haber conectado con la extremada preocupación de su madre de que ella fuera retrasada, en alusión al borriquito, y al llegar tarde. Pero quizá, también, lo que transmitía la niña era la fantasía de la madre de que ella había llegado con retraso, más tarde de lo previsto, una vez que se decidieron a tener el segundo hijo. Sería algo así como que el borriquito había de darse prisa para llegar, todos, a un nacimiento considerado como productor de satisfacción.
Tanto en las primeras entrevistas, en las cuales escuché a los padres, como en las siguientes sesiones conjuntas, en las que pude escuchar y ver a Martirio, así como la relación que se daba entre madre e hija, fui realizando algunas líneas de lectura del material, atendiendo a varios aspectos: por un lado, intentar entender cómo la historia previa de la niña se había encarnado en el síntoma anoréxico; por otro, comprobar cómo la falta de triangulación, preedípica, estaba dificultando la adquisición plena del lenguaje articulado; y por último, analizar cómo la depresión materna, con el rechazo consiguiente por esa hija, estaba alimentando una relación tanática de difícil diferenciación
El tratamiento de Martirio se realizó a lo largo de 36 sesiones, de 40-50 minutos, además de las entrevistas con los padres. Los niveles de lectura del material, muy variado y de múltiples significaciones en cada una de las sesiones, estuvieron atravesados por las dimensiones propias del trabajo clínico con niños muy pequeños:
- La dimensión transferencial con los padres y con la niña,
- La dimensión simbólica: juego, mímica y verbalizaciones,
- La dimensión técnica: participación de la madre, del padre, de los materiales de juego.
A ellas me iré refiriendo indirectamente al tiempo que intentaré relatar las vicisitudes del tratamiento.
Tras la sesión de los mocos en la barriga y de las amenazas de que "lo" iba a sacar dirigidas a la madre, en evidente identificación con ella, sintiéndose portadora de un embarazo sucio y maligno, Martirio dejó de vomitar. Es más, la niña siguió animando a la madre a continuar, cada vez que ésta manifestaba sus dudas, sus quejas y su desaliento. Fueron sesiones importantes en las que se fraguó el deseo de vivir de la niña. La canción siguiente decía: "En el portal de Belén hay estrellas, sol y luna". Como si fuera surgiendo un horizonte más iluminado, una cierta esperanza de vida satisfactoria.
De manera inesperada aparecieron unos objetos, que entonces yo tenía de adorno en la sala de espera, como piezas clave para la proyección de las fantasías devoradoras de Martirio. Sobre una mesita había tres peces de madera pintada, que le llamaron poderosamente la atención. Los descubrió a la salida de la sexta sesión, y no los abandonó hasta tres meses después. Al verlos se asustó mucho, sobre todo cuando se dio cuenta de que el mayor de ellos tenía la boca abierta, "¡Mira mamá, muerde¡, dijo la niña poniendo el dedo en la boca del pez grande. La madre intentó calmarla, y yo decidí incluirlos como material de juego. Con ellos, el pez grande y los otros dos pececitos más pequeños, jugó repetidamente a la mamá y sus hijitos, a los cuales devoraba y trituraba con los dientes.
Pero la boca se fue significando, posteriormente, también como un orificio sucio, que la niña tenía que limpiar con frecuencia. La madre solía regañarla cuando ella se ponía los dedos en la boca después de haber dibujado o jugado, e impedía que lo hiciera echada en el suelo de corcho, que estaba preparado precisamente para eso, Venía a convertirse en una boca-ano o boca-esfinter que se ensuciaba fácilmente.
La relación transferencial fue desplegándose paulatinamente. De un contacto evitativo y distante que la niña demostró en las primeras sesiones al comenzar el tratamiento, pasó a transformarse en una relación intensa, activa, interactiva. Martirio me hacía participar en sus juegos, me pedía mis cosas, se dejaba el clip para el pelo, me traía alguna flor o una pluma que había encontrado por la calle, quería llevarse las bolitas de plastelina a su casa, aprovechaba ir al lavabo a hacer pipí para intentar meterse y curiosear por mi casa, me dejaba billetes de metro escondidos en la ranura del mueble secreter, y, algo muy importante, a partir de un determinado momento del tratamiento quiso ser ella misma la que me pagara y recibir el cambio de vuelta.
La primera manifestación en este sentido la hizo la madre después de finalizar las entrevistas diagnósticas: "Hoy me ha dicho que le gustaba venir aquí", Ese día pidió ir a hacer pipí para corretear por el pasillo del consultorio, Desde entonces hasta que empezamos a despedirnos, con poca antelación pero suficiente como para que surgiera toda la rabia y el dolor por la separación definitiva, a mi me fue tomando alternativamente como su compañera de juegos, su hijita a la que daba de comer y de merendar, y también como su analista, aceptando mis interpretaciones y mis intervenciones activas, no sin enfado evidente, sobre todo cuando le marcaba límites a sus actuaciones, pero nunca tuve que marcarlos físicamente porque la niña pudo respetar mis palabras.
Martirio empezó a sonreír de vez en cuando, Se le iluminaba la cara al dibujar y enseñarme sus producciones, que casi siempre eran "rodonas", Un día quiso dibujar un monstruo, al que le puso pelo, ojos, orejas y nariz. Me pidió que le hiciera la boca, que eso ella no sabía hacerlo. Aquel dibujo marcó un antes y después en las comidas. En la entrevista con la pareja, el padre me dijo que la niña estaba cambiando un poco, que el día anterior había pedido un bocata de jamón, lo había mordisqueado y paseado por toda la casa, como enseñando lo que llevaba en la mano. Empezaba a comer ella sola, ya no se metía debajo de la mesa ni manifestaba tanto rechazo a la hora de comer. Ahora estaba más viva, más despierta y más cariñosa. Sentía, también, más interés por las letras, y se le entendía mejor cuando hablaba, vocalizaba mejor. En realidad, Martirio hablaba mucho más. En sesión también, Frente a éstos comentarios del padre, la madre intercalaba observaciones negativas: "Pero todavía está como un fideo... sólo pide el bocata... le sigo dando triturado... cuando acabo de darle de comer me quito un peso de encima... tengo mis dudas de que nunca pueda aprender.
Al tiempo que se producía un cierto alivio sintomático, los padres decidieron marchar de Barcelona para ir a vivir a la ciudad natal de la madre. El cambio de lugar de residencia lo justificaron arguyendo que con ello obtendrían mejor calidad de vida, y que la niña estaría atendida por su abuela, con la que comía mucho mejor que con ellos, A esa decisión colaboró el fallecimiento de la bisabuela materna. De esta forma, la abuela de Martirio estaría acompañada por su nieta, tras haber perdido a su madre, En consecuencia, la niña tendría que dejar de venir a las sesiones en el plazo de un par de meses desde entonces, una vez que ellos hubieran conseguido los traslados del puesto de trabajo.
Todo lo que pude conseguir entonces fue que aceptaran que yo les buscara otro/a terapeuta allí, para que Martirio prosiguiera el tratamiento. La tarea no fue fácil porque la ciudad a la que marchaban era una localidad pequeña, en la que yo no conocía a nadie, y menos que les pudiera ofrecer una escucha analítica.
Los dos meses de tiempo se convirtieron, afortunadamente, en tres, por el retraso en la concesión de las plazas. Durante ese tiempo la niña desplegó una gran afición por jugar a comiditas, conmigo y con su muñeca, a la que fue convirtiendo paulatinamente en muñeco. Le cortó el pelo, le introdujo grandes cantidades de plastelina por el agujero de la pierna extraída, le llamaba "nene". El material de juego incluía también platos, vasos, cubiertos, cazuelitas, y frutas y verduras de plástico, que ella se metía en la boca y chupeteaba con especial deleite, Decidí incluir también galletas comestibles. Entraba gritando: . "¡A jugar, a jugar!", y los diálogos que establecía con su hijito/a imaginario/a eran: "¡A comer, a comer!... ¡niña, me tienes harta, a dormir! ... ¡no vomites, no,... no, no vomito, no! ... ¡tengo hambre, tengo hambre!... ¡abre la boca... ñam, ñam!".
Durante este periodo la madre ya no entraba en la sala de juego. Se quedaba en el consultorio contiguo, leyendo o mirando con tristeza por la ventana. La niña, de vez en cuando salía de la sala de juego y entraba en el consultorio donde estaba su madre para hacerla participar en algún juego o dibujo, pero ella nunca accedió. Su respuesta habitual era que no tenía ganas, o que, "ahora no, déjame". Algunas sesiones pudieron ser con la puerta cerrada sin que por ello la niña se angustiara.
En otras ocasiones la acompañó el padre. En esas sesiones Martirio actuaba de forma muy distinta. La niña se mostraba vergonzosa ante su presencia, y especialmente seductora y cariñosa con él. Le costaba más entrar en la sala de juego, y remoloneaba por los tres ambientes de la consulta. Prefería tumbarse en el diván y le pedía al padre que le hiciera masajes, a lo que él accedía durante un rato. Cuando entraba en su lugar, la sala de juego, se dedicaba a peinar, lavar y vestir a su muñeca -la que traía consigo en ciertas ocasiones-, con mucho esmero, y a "ponerla guapa", como ella decía.
Pocas sesiones después, Martirio dejó de arreglar la muñeca, y le pidió a la madre que la alzara en brazos para mirarse en un pequeño espejo que estaba colgado en la pared. "¡Quiero mirarme! ", le dijo. Con cara de disgusto la madre le contestó: "No te verás, es muy pequeño". Entonces, dirigiéndose a mi, me tendió los brazos para que la subiera y pudiera mirarse. Era evidente la demanda de la niña de encontrar su imagen en el espejo, sólo que seguramente acompañado de alguna satisfacción en la mirada de su madre. Pense que era mejor que Martirio pudiera cristalizar ese momento sostenida por la madre, y ante su insistencia, le contesté que se lo volviera a pedir. La madre finalmente accedió. Martirio estuvo muy contenta de encontrarse en el espejo, porque al entrar de nuevo en la sala de juego me enseñó el jersey que llevaba puesto ese día, y en el que estaba escrito: "I love you ".
La mejoría se fue haciendo evidente, Martirio tenía otro aspecto, Su mirada era brillante, las ojeras habían desaparecido, sus mejillas estaban sonrosadas. Permanecía muy activa durante toda la sesión, cantaba, gritaba, hablaba por los codos, Había engordado lo suficiente como para que yo me diera cuenta de que la niña mortecina del principio ya no era un fideo, Uno de esos días de gran actividad vino cantando: "¡Tú eres mi baby, sólo tú! ¡Tú eres mi baby!", y al siguiente entró tarareando: "¡Tengo una vaca lechera... tengo una vaca lechera! ".
El padre me comentó que su hija ya no necesitaba el osito para ir a dormir, "lo ha dejado", dijo, "ya no lo quiere". Comenzaron a despertársele más apetencias, que la tortilla a la francesa, pescado, jamón. También pudo decir que él se veía más tolerante, se enfadaba menos con la niña, y que ella a su vez hacía menos pataletas.
Pero el final se acercaba. En una sesión me preguntó si cuando ella se fuera yo le diría "Adiós" por la ventana. En otra, más triste, recitaba como una letanía que decía: "Regina, Regina, Regina, lejana, lejana, lejana". Su odio pudo demostrarlo tres sesiones antes de la ultima, en la que, llena de rabia, me gritó furiosa: "¡Tonta, tonta, tonta, te morirás! ", golpeándome con todas sus fuerzas y con toda su impotencia. Ese día salió casi a rastras, sujetada por el padre.
Aún con toda la pena y el dolor de la separación definitiva, Martirio hizo una despedida relativamente buena. El juego de la penúltima sesión giró alrededor de un brindis, cuyas palabras me parecieron especialmente significativas por la historia de muerte y enfermedad de la niña. Chocando unos vasitos que en ese momento se habían convertido en copas, me dijo: "iFem salut, bebe!" (la traducción literal del catalán es, hagamos salud, bebe, que también puede leerse como: "¡salud, bebé!"). En la última sesión apareció con una cigüeña que llevaba un cesto vacío en el pico, y se sentó en mi butaca. En la puerta me dijo "¡Adiós, Regina!", y salió tranquila de la mano de su padre.
De Martirio y de sus padres no supe hasta tres meses después, cuando la psicóloga que les recomendé en su momento para atenderlos se puso en contacto conmigo. Me comentó que tras hacer algunas entrevistas diagnósticas a la niña y otras con los padres, finalmente había tomado a la madre en tratamiento, pues consideraba que Martirio estaba en condiciones de iniciar el parvulario sin problemas. Según esta profesional la niña no presentaba dificultades ni en la relación, ni en el juego simbólico, por lo que mi recomendación de seguir trabajando terapéuticamente con ella no la consideraba necesaria; en cambio, en los encuentros con los padres había advertido una situación muy conflictiva entre ellos, y, en especial, en la madre, con un cuadro depresivo importante. Sus observaciones no me extrañaron, pues durante el tratamiento de Martirio esta evolución depresiva de la madre se había manifestado de manera cada vez más evidente. Y así concluye este historial clínico, que comenzó a partir de la grave sintomatología anoréxica de una niña que cargaba con los duelos no elaborados de su madre, pero que una vez despiertas sus ganas de vivir, de jugar y de comer, llevó a la madre al tratamiento que ésta también necesitaba.
He escrito, a modo de subtítulo de este caso, del cuerpo troceado a la constitución subjetiva, y en las conclusiones agrego: o el deseo de vivir de una niño anoréxica. Con ello aludo a ese "ingrediente desconocido" que todo paciente trae cuando llega a la consulta psicoanalítica, cual es su deseo de tratarse, de aliviar su sufrimiento psíquico, por tanto, de vivir. Este "ingrediente desconocido" lo es tanto para el paciente como para el analista al inicio de la cura, y se va poniendo en evidencia, se va revelando con toda su intensidad durante el proceso terapéutico. Martirio, con sus apenas tres años de vida, ya pudo desplegar y sostener su intrínseco deseo de sobrevivir al deseo-temor de muerte de su madre hacia ella. Su padre y el tratamiento la ayudaron, pero es indudable que sin su "colaboración" habría sido poco menos que imposible. Mi reconocimiento, pues, a mi pequeña y delgadita paciente por todo lo que me aportó: lo que aprendí y lo que me despertó mientras la atendía.
Aparte de este previo comentario general, elaborar y presentar algunas conclusiones de este caso me resulta especialmente difícil. Son varias las líneas de pensamiento y de análisis que se abren, y no acabo de decidirme por ninguna en profundidad. Sin embargo quiero señalarlas para iniciar así una discusión sobre este material con quienes tengan interés:
- La cuestión del nombre: el peso del significante del nombre propio en la estructuración del conflicto psíquico; "Martirio" para los padres, para si misma. Tanto en lo que se refiere al significado de esta palabra, como a su configuración fonética, se van representando de diversas maneras a lo largo del tratamiento, en la cadencia de las sesiones. La dirección de la cura, la dirección de las intervenciones e interpretaciones, se orientaron a desanudar a la niña del aborto tardío/hermano muerto con el que había quedado (sobre) identificada desde la mirada materna. Desidentificarse de ese lugar/objeto de muerte (en tanto que desecho, pérdida) fue el resultado de la colaboración mutua, a partir de una hipótesis diagnóstico inicial.
- La cuestión clínico-técnica: Las entrevistas iniciales con los padres me fueron de gran utilidad para evaluar la consistencia/inconsistencia, de su demanda de tratamiento para la niña. Su pedido tan ambivalente de atajar un síntoma mortífero, que subyugaba a todos a través de la angustia de muerte permanente, Ya durante el tratamiento, las sesiones conjuntas madre-hija y padre-hija me resultaron de gran interés, sobre todo al percibir de manera tan destacada cómo Martirio, en tanto sujeto del significante, se iba configurando como mujer al desplegar una posición seductora y llena de deseo (vital) con el padre, y amorosa-culposa con la madre. La escena del espejo aparece, no por casualidad, en una sesión con la madre, mientras que la de embellecer su muñeca se da en otra en la que la acompañaba el padre.
- Lugar y función de los padres: esta es una cuestión crucial en el análisis con niños, Gracias a la atención que damos a las características de la función parental de los niños que atendemos, podemos prevenir interrupciones bruscas y deserciones inesperados, Este es un caso más en que los padres acompañan a su hija durante un tiempo de tratamiento, pero llegan hasta un punto, el de "la mejoría tolerable" a fin de no alterar demasiado la dinámica de su propia economía psíquica. Destacaré que la primera llamada telefónica la realizó el padre, así como casi todas las demás que hubo durante el tratamiento para concertar o modificar las citas. A la primera sesión la niña vino con su madre, a la última con el padre. Este, a mi modo de ver, cumplió una función esencial/básica para esta niña, gracias a la cual pudo sobrevivir ella... y el tratamiento. El "holding" venía de parte del padre, aunque ambivalente también, pero dispuesto a "cortar la situación viciosa".
- El duelo y la anorexia en la primera infancia: Otro hilo vertebrador para pensar el caso y su material, es la articulación que hay entre los duelos no elaborados (en este caso sobre todo en la madre) y el síntoma anoréxico en la hija pequeña. El aborto, el desprendimiento evolutivo de su primera hija, la muerte de su abuela, ¿la crisis anticipada de su matrimonio? se suma configurando el destino de esta niña que, según el discurso parental, debía llenar otros tantos vacíos familiares.
- Posición de cada uno de los padres frente al síntoma de la niña: El padre actúa acertadamente, por fin, cuando decide acudir a un profesional de lo "psi": ¡me han dicho que aquí...!"; se decide a poner un límite, a cortar, está harto. La madre accede con resignación sacrificada, a la manera de "que no sea porque no haga todo lo que pueda por su hija", colocándose como otra martirizada que ha de pagar las culpas, pero con pocas esperanzas. Con todo, no puedo menos que pensar que gracias al síntoma anoréxico de la niña esta pareja/familia se puso en movimiento. Martirio los movilizó desde su pasividad de muerte que, paradójicamente, le ayudó a reinvertir el proceso.
- Oralidad y lenguaje: Martirio sobrevivía sin comer y sin hablar. "Ese trocito de cuerpo" -al decir de su madre mientras se rodeaba la boca- rodeado de labios, húmedo y sonoro, cortante e incisivo si es preciso, no masticaba ni emitía sonidos bien articulados... hasta que lo hizo todo de golpe: al tiempo que comenzaba a lamer, chupar, saborear y trocear algunos alimentos, también se puso a cantar y a exclamar. Como si para que hubiera interés en la alimentación debería coexistir también un lenguaje para alguien. El tratamiento le ofreció esta oportunidad y la ayudó a salir de su "nada" particular, a través de mis comentarios enunciando sus movimientos, sus trazos y sus expresiones; al arriesgarme a conjeturar sobre lo que hacia y por qué, al sentarnos en el suelo para jugar juntas, en definitiva, al ponerle palabras con sentido a su experiencia