REFLEXION
LAS DESIGUALDADES PENDIENTES EL GENERO COMO FACTOR EXPLICATIVO DE LA PERSISTENCIA DE LAS DESIGUALDADES
CONDICIONANTES PREVIOS A LA ENTRADA EN EL MERCADO LABORAL
CONDICIONANTES POSTERIORES A LA ENTRADA EN EL MERCADO LABORAL
No se puede negar los avances logrados, en la sociedades occidentales, en lo que respecta a la igualdad en el desarrollo profesional de hombres y mujeres. Las barreras institucionales, sostenidas por una legislación que favorecía la desigualdad en perjuicio de las mujeres, han ido cayendo, sin duda, como consecuencia de los cambios sociales de los que ha sido protagonista la mujer. La incorporación masiva de las mujeres a la educación, al mundo laboral, y la asunción por parte de un elevado número de mujeres de roles que tradicionalmente sólo ocupaban hombres, no sólo ha cambiado la estructura social, también ha modificado las creencias asociadas a uno u otro sexo.
Sin embargo, persisten desigualdades y, al analizarlas, se descubre una estrecha relación entre las diferencias observadas entre hombres y mujeres y los estereotipos tradicionales de género. Estas desigualdades afectan, fundamentalmente, a los roles que hombres y mujeres eligen (en la profesión y en la familia) y a la posición que unos y otras ocupan dentro de una misma organización o empresa (poder y autonomía).
Por ejemplo, en educación, la proporción de hombres y mujeres en todos los niveles, desde preescolar a la universidad, está equiparada. Sin embargo, hay claras diferencias entre sexos en la elección de determinadas ramas de formación profesional o de carreras universitarias (C.I.D.E, Instituto de la Mujer, 1988; C.I.D.E., 1992). Los estudios "típicamente femeninos" están orientados a ocupaciones de asistencia a los demás (peluquería, rama sanitaria, enfermería, psicología, trabajo social) o enseñanza (pedagogía o filologías). En las escuelas técnicas, el alumnado femenino, a pesar de que el crecimiento ha sido espectacular en los últimos años, no alcanza el 20%.
En cuanto a diferencias de estatus, podemos encontrar en nuestro país múltiples ejemplos en la vida pública, como el bajo porcentaje de mujeres que ocupan escaños en el Parlamento (15,7%), en el Senado (12,5%), o en altos cargos del Gobierno (12,9%). En los resultados de un estudio de Grad y Cols. (1993), realizado en nuestro país, se observa que, con nivel similar de estudios, entre los directivos los hombres representaban el 88,5% de la muestra (citado en Ros, 1994). Otro ejemplo lo constituye el bajo porcentaje de mujeres profesoras en los niveles altos de la enseñanza superior, a pesar de que el número de alumnas universitarias igualó al de alumnos al comienzo de la década de los 80
¿Se puede atribuir estas diferencias a que la mujer sigue discriminada en aquellos aspectos que atañen a su desarrollo profesional? En algunos casos puede que sí y que, realmente, la mujer vea truncadas sus aspiraciones por el entorno social próximo (padres, empleadores, jefes, etcétera.). En la mayoría de los casos, sin embargo, las diferencias entre hombres y mujeres no obedecen a un proceso de discriminación social, sino de diferenciación de los propios sujetos en cuanto a prioridad de valores e intereses.
Tanto si nos referimos a discriminación como a diferenciación, los procesos psicosociales ligados al género pueden explicar el por qué de la mayoría de estas diferencias. En nuestra cultura, la igualdad de oportunidades entre los sexos ha quedado legalmente establecida pero la desigualdad de condiciones, marcada por las costumbres sociales, persiste.
El género es un constructo que hace referencia a las características psicosociales (rasgos, roles, motivaciones y conductas) asignadas diferencialmente a hombres y mujeres dentro de cada cultura, no a las diferencias biológicas existentes entre ambos sexos. Por lo tanto, al hablar de estereotipia de género nos referimos a las creencias culturalmente compartidas sobre las características psicosociales que se consideran prototípicas de estas dos categorías excluyentes.
Los trabajos en torno al contenido de los estereotipos de género coinciden en que existen dos dimensiones: una femenina, caracterizada por rasgos y roles expresivo-comunales (asociados a afectividad, ternura y alta emocionalidad) y otra masculina, caracterizada por rasgos y roles instrumental-agentes (asociados a racionalidad, competencia y baja emocionalidad). Por lo que respecta a valores e intereses, se observa que el factor expresivo-comunal está asociado a la necesidad de afiliación y el instrumental-agente a la necesidad de realizaciones y logros personales. Estas dos dimensiones aparecen, en la revisión de la literatura sobre este tema, con una gran constancia transcultural.
Williams y Best (1990) esbozan una teoría de cómo los estereotipos de género contribuyen a mantener las diferencias hombre-mujer. Comienzan diferenciando entre tres constructos relacionados: roles sexuales (actividades importantes en las que hay diferencias en tasas de hombres y mujeres); estereotipos de rol de género (creencias sobre qué actividades son más apropiadas para los hombres y cuáles para las mujeres); y estereotipos de rasgos de género (características psicológicas atribuidas diferencialmente a uno u otro sexo). Para estos autores, la diferenciación psicológica es lo que más contribuye al mantenimiento de las diferencias en roles. Basándose en que la psicología de las mujeres y la de los hombres es distinta, se justifica que determinadas profesiones sean más apropiadas para hombres y otras para mujeres.
Los estereotipos de género actúan sobre la realidad a través del influjo que ejercen sobre los individuos. Los procesos investigados, en relación con este tema, se han centrado en los siguientes aspectos: adquisición de los estereotipos de género a través del proceso de socialización; fenómenos que se ven afectados por ellos (percepción de personas, memoria, relaciones interpersonales, elección de roles, etc.).
En el desarrollo curricular intervienen una serie de variables que se podrían agrupar en tres grandes bloques: el primero tiene que ver con aspectos relacionados con la maduración biológica de la persona; el segundo con la presión ejercida por la cultura de la que forma parte; el tercero con aspectos estrictamente psicológicos como capacidades, actitudes, expectativas, aspiraciones o valores.
No es éste el espacio adecuado para entrar en la controversia de si las chicas, en determinadas edades, van por delante de los chicos en su maduración biológica y, como consecuencia, en su desarrollo cognitivo. En cualquier caso, las posibles diferencias que existan en determinadas edades, no parece que afecten a las desigualdades observadas en etapas posteriores del currículum y, por supuesto, no se pueden achacar a la influencia de los estereotipos.
Sobre los otros dos bloques de variables, la presión cultural y las variables psicológicas, sí se puede establecer una relación entre diferencias hombre-mujer y estereotipos de género. Hay que, tener en cuenta que esta clasificación, útil a efectos teóricos, no implica que los condicionantes sociales y las variables intrapsíquicas sean independientes. Quizá, lo más característico del género sea, precisamente, la interacción entre los dos tipos de variables (Ashmore, 1990). Debido a que la presión o las condiciones sociales son distintas para los hombres y las mujeres, variables intrapsíquicas como capacidades, actitudes, expectativas, intereses o valores, también son, en muchos casos, diferentes.
La adquisición de los estereotipos de género va a depender de factores culturales, comunes a la sociedad, y del contexto social más inmediato, responsable de la socialización del individuo, fundamentalmente de la familia y de la escuela (Barberá y cols. 1984; Gracia y cols. 1988; Subirat y Brullet, 1988; Barak y cols. 1991). Las diferencias en socialización de hombres y mujeres contribuyen al mantenimiento de los estereotipos de género.
Williams y cols. (1975), señalan seis aspectos importantes relacionados con el aprendizaje de las categorías sexuales: aprender a identificar el sexo de las personas; identificar el propio sexo y la constancia del género; identidad de género; aprender las diferencias características en la conducta de los padres; aprender qué juegos y actividades están ligadas a cada sexo, aprender qué características de personalidad distinguen a hombres y mujeres. Estos aspectos ligados a las categorías hombre-mujer van a influir en la percepción que la persona tiene de los otros y, también, en la imagen que tiene de sí misma, es decir, en su identidad de género » Por lo tanto, es importante tener en cuenta que la pertenencia a una u otra categoría sexual va a determinar distintas realidades sociales (en la interacción con otras personas), así como diferencias en la identidad de los individuos. Una consecuencia clara de la influencia de estas variables la encontramos en las diferencias de elección de estudios entre chicos y chicas. Se han esbozado distintas teorías sobre el por qué de estas diferencias.
Las teorías basadas en la autoconfianza explican las diferencias en elección por la tendencia de las mujeres a considerar más bajas sus capacidades, rendimiento y expectativas de éxito. No obstante, estos resultados sólo se han encontrado en tareas típicamente masculinas. En tareas femeninas o neutras, las expectativas de las mujeres de realizarlas bien son tan altas como las de los hombres o, incluso, superiores (Gitelson y cols., 1982; McHugh y Frieze, 1982). Esta relación entre autoconfianza y roles tradicionales pone de manifiesto la influencia de los estereotipos de género.
Desde las teorías de la atribución, las diferencias se han explicado por que los hombres tienden a atribuir sus éxitos a causas internas y estables (habilidad) y los fracasos a causas externas e inestables (mala suerte), mientras que el patrón atributivo de las mujeres es el inverso. Se ha observado que estas diferencias se acentúan cuando se trata de tareas estereotipadamente femeninas o masculinas (Deaux y Emswiller, 1974; McHugh y cols., 1982; Parsons y cols., 1982).
Las teorías basadas en expectativas- valor se distinguen de las anteriores por señalar diferencias, y no déficits de la mujer, explicando estas diferencias a partir de una realidad distinta en función de la pertenencia a una u otra categoría sexual. Las distintas expectativas de éxito de hombres y mujeres ante determinadas profesiones constituye un factor importante para comprender las diferencias de elección. También, los incentivos que proporciona el ejercer un rol (ganar dinero, liderazgo, ocuparse de los demás, relaciones sociales, etc.) puede tener una valoración diferente para las mujeres y los hombres (Janman. 1984).
Eccles (1985) propone un modelo de diferencias de elección en función del género incorporando, a los modelos clásicos de expectativa-valor, una serie de variables psicosociales, como el autoconcepto de género y las normas culturales. El planteamiento de esta autora es que los estereotipos de género influyen en el esquema del yo, en los valores personales y en las características estereotipadas asociadas a cada tarea. Como consecuencia, van a afectar al valor de realización personal que cada individuo asocia a las distintas opciones entre las que hace la elección. Comprueba empíricamente su modelo en la elección en la escuela de dos materias estereotipadas, matemáticas y lengua (Eccles y cols., 1984). No obstante, en este trabajo empírico no mide algunas de las variables que se explicitan en el modelo, como por ejemplo estereotipia de género, valores, o la importancia que se concede al estudio.
La capacidad de discriminante del género, frente a otro tipo de variables, para diferenciar entre los chicos y chicas que eligen una carrera "típicamente" femenina (Pedagogía) o "típicamente" masculina (Ingeniería Industrial) ha quedado probada en una muestra de estudiantes de nuestro país (López-Sáez, en prensa). En este trabajo se pone de manifiesto la relevancia de variables de género, como la identificación con determinados rasgos de personalidad, y la especial importancia de los valores, motivaciones e intereses para explicar diferencias de elección.
La asimetría observada en la elección de determinados roles por hombres y mujeres sin duda se ve influida por las diferencias psicosociales de género. La interacción entre sexo (como categoría biológica) y género (como constructo cultural que influye sobre las condiciones sociales) sería la responsable de la asimetría de tasas en determinadas profesiones. No obstante, la influencia de los estereotipos sobre el individuo no hay que verla como un determinismo ligado al sexo. A pesar de que la cultura ejerza un influjo bastante uniforme sobre los individuos, existen aspectos personales en el proceso de socialización, como los diferentes modelos de padres y otros adultos, los roles que estos desempeñan, la ideología que transmiten sobre el género, etc., que van a permitir que se den importantes diferencias individuales dentro de una misma cultura. Por esa razón es importante analizar hasta qué punto los hombres y mujeres que asumen roles estereotipados o contraestereotipados integran creencias relacionadas con el género y qué otras variables explican las diferencias.
Una vez la mujer accede al mercado de trabajo comienzan a aparecer otros condicionantes que vienen a agravar, si cabe, las diferencias ya señaladas. Estos condicionantes le llegan fundamentalmente desde dos ámbitos, el mundo laboral y la familia. Vamos a analizar más detenidamente cómo esos dos ámbitos, pueden limitar y de hecho así sucede, el desarrollo laboral de la mujer.
Respecto a la situación laboral de la mujer, aunque existen diferencias en función de la edad, el nivel formativo, etc., lo cierto es que su tasa de desempleo es superior a la de los hombres (Instituto e la Mujer, 1992). Partimos por tanto de una situación desigual y discriminatoria para la mujer. Se han propuesto diferentes razones para explicar por qué en muchos casos se prefiere contratar a hombres en lugar de mujeres. Muchas de esas razones se han demostrado erróneas y carentes de fundamento empírico. No obstante, dadas las altas tasas de desempleo femenino parece que siguen influyendo.
Para explicar la discriminación de la mujer en el ámbito laboral se han propuesto dos tipos de razones. Unas se pueden considerar internas a la persona y otras externas. Esto es, unas aluden a las diferencias entre hombres y mujeres, y las otras, se refieren a las características de los trabajos que tradicionalmente han ocupado éstas.
En relación con las diferencias entre hombres y mujeres una de las variables más estudiadas ha sido la actitud de las mujeres hacia el trabajo. Se ha encontrado que las mujeres están menos satisfechas con sus empleos y menos implicadas con sus organizaciones que los hombres (Graddick y Farr, 1983). A estos resultados se les han hecho dos tipos de críticas. Por una parte, que con ellos se pretende justificar la discriminación laboral, que sufre la mujer responsabilizándola, de su peor situación en el trabajo. Por otra parte, algunos de estos estudios suelen presentar limitaciones metodológicas. Lefkowitz (1994) considera que hay investigaciones en las que no se controlan variables, como el nivel de formación, las características del trabajo, etc., que pueden ser las verdaderas responsables de las diferencias encontradas entre hombres y mujeres. Este autor revisa los resultados de diferentes estudios realizados con muestras "similares" de hombres y mujeres y observa que sólo en contados casos aparecen diferencias pero, contrariamente a lo esperado, son a favor de las mujeres. Esto es, las mujeres se sienten más satisfechas y más implicadas con sus trabajos que los hombres.
Dado que las tácticas de socialización de hombres y mujeres van siendo cada vez más similares, sus diferencias en valores, metas, expectativas etc., no sirven para explicar la peor situación laboral de la mujer y, por tanto, comienzan a perder peso. Si partimos de una situación más igualitaria, habrá que analizar qué variables externas a la persona están influyendo en el menor progreso conseguido por la mujer. Es entonces cuando las limitaciones impuestas por la sociedad y las organizaciones adquieren, si cabe, más relevancia.
En lo que atañe a las variables organizacionales que impiden a la mujer desarrollar su carrera profesional se han identificado varias: peor situación en el mercado laboral, características de los trabajos que ocupan, peores evaluaciones respecto a los hombres, menor acceso a las redes sociales de la empresa, etc. Vamos a analizar más detenidamente estos aspectos.
Aunque la tasa de actividad laboral de las mujeres ha aumentado en los últimos años, todavía se constatan importantes diferencias respecto al hombre. Así, la mujer sigue ocupando en gran medida puestos de trabajo temporales y a tiempo parcial (Instituto de la Mujer, 1994). Pero, ¿cómo se explicaría el hecho de que los empleadores prefieran contratar a hombres, y aún en el caso de contratar a mujeres, se les sigan asignando trabajos de menor responsabilidad?
A este respecto, la investigación se ha centrado en la influencia del sexo en los procesos de selección. Se ha observado que en las selecciones de personal, las mujeres reciben peores evaluaciones que los hombres (Dipboye et al., 1975), lo que va a limitar sus posibilidades, tanto de conseguir trabajo, como posteriormente de ascender y progresar en la empresa. Quintanilla (1992) recoge algunos estudios que ponen de manifiesto las peores valoraciones de las mujeres y alude a que una de las variables que están influyendo es la estimación del "sexo del trabajo". En la medida que los trabajos de mayor estatus se siguen considerando "masculinos" a las mujeres se las evalúa como menos capacitadas para su desempeño. Por el contrario, las mujeres reciben mejores evaluaciones para los trabajos tradicionalmente considerados "femeninos". Otro elemento que influye en las valoraciones son los "procesos de atribución" a los que ya nos hemos referido. Reid, Kleiman y Tabis (1986) observan que los hombres atribuyen el éxito a causas internas, por lo que tiende a asignar a los candidatos de su mismo sexo calificaciones más positivas, sobre todo para puestos "masculinos". Al contrario, el éxito en las mujeres se atribuye, en mayor medida a la suerte y a la facilidad de la tarea y menos a su habilidad o esfuerzo. Dado que, son los hombres los que generalmente asumen decisiones relacionadas con la contratación de personal, la situación de la mujer es menos favorable que la del hombre, aún en igualdad de condiciones respecto a él (igual nivel de estudios, de experiencia, etcétera).
Todavía muchas organizaciones prefieren contratar hombres para sus puestos de mayor responsabilidad (Jacobs, 1992). Aún en el caso de contratar mujeres los directivos hombres suelen ser más cautos con ellas, poniéndolas a prueba antes de asignarles tareas que impliquen riesgos reales (Ruderman y Ohlot, 1992). Esto, además de ser injusto para la mujer a corto plazo, ya que reduce sus posibilidades de demostrar sus conocimientos, va a incidir negativamente en su desarrollo profesional al no permitirle demostrar su valía profesional.
Otro de los problemas a los que se enfrenta la mujer en el ámbito laboral es su menor acceso a las "redes sociales" existentes en las empresas y organizaciones (O'Leary y Ickovics, 1992). Este menor acceso va a reducir los contactos de las mujeres con aquellos miembros influyentes que podrían ayudarlas en su carrera profesional. Desde la teoría del "capital relacional" se considera que más importante que cuanta gente se conoce es la importancia de la gente que se conoce. El capital relacional explica la posición "estratégica" de una persona en su ambiente laboral, e influye en la posibilidad de acceder a información relevante, lo que sin duda incide en sus posibilidades dentro de la empresa (Requena, 1991). A la vez los directivos hombres prefieren trabajar con hombres (Asplun, 1988) por lo que, conscientemente o no, excluyen a las mujeres de sus redes de contactos y las separan de los centros de decisión, impidiéndole el acceso a puestos de responsabilidad.
Por otra parte, el menor acceso de la mujer a las "redes sociales" va a reducir sus posibilidades de conseguir el apoyo social que le pueden ofrecer otros compañeros. Morrison (1992) encuentra que las mujeres reciben menos apoyo en su trabajo que los hombres, lo que además de ser negativo en sí mismo, puede inducirles a abandonar o rechazar puestos de responsabilidad, conscientes de la dificultades que deben superar. Asimismo, las mujeres, siguen manifestando, en mayor medida que sus compañeros hombres, la existencia de obstáculos en su trabajo asociados a su condición femenina y que están impidiendo su "normal" desempeño laboral (Ohlott, Ruderman y MacAuley, 1994).
Además de los problemas relacionados con la selección y promoción de las mujeres, éstas reciben presiones de su ambiente familiar que pueden repercutir, también negativamente, en su desarrollo profesional. La investigación sobre la influencia de la familia en la carrera de la mujer se ha centrado, fundamentalmente en los problemas asociados al desempeño simultáneo de distintos roles (madre, trabajadora, etc.) y, en ocasiones, difícilmente compatibles. Aunque la mujer se ha incorporado al trabajo fuera del hogar, no se ha producido un reparto equitativo de las tareas domésticas entre los miembros de la familia, lo que supone para ella una sobrecarga de trabajo. Los estudios sobre los problemas asociados al desempeño de los roles se han centrado en dos aspectos, la sobrecarga y el conflicto de rol.
La sobrecarga de rol se refiere al aumento de tareas que realiza la mujer al compaginar diferentes roles. Se ha observado que la sobrecarga provoca insatisfacción y "burnout" (Bacharach, Bamberger y Conley, 1991). Sobre este tema hay dos posturas. Los que defienden la "tesis de la compensación" plantean que el mayor número de roles de la mujer trabajadora tiene consecuencias positivas (aumento de la autoestima, mayor posibilidad de gratificación, etc.; Crosby, 1982). Los que defienden la "tesis del deterioro", mantienen que las personas tenemos recursos limitados y, por lo tanto, la realización de múltiples roles lleva al agotamiento y a la frustración, lo que va a incidir negativamente en el desempeño de la mujer, tanto en el ámbito familiar, como en el profesional. Para matizar las dos posturas podemos aludir al trabajo de Campbell y cols. (1994) quienes encuentran que la sobrecarga de rol depende, no tanto del número de roles, como de su naturaleza. Estos autores observan que la existencia de niños pequeños en la familia provoca una sobrecarga para la mujer que sí la afecta negativamente sobre todo en su grado de implicación con el trabajo.
En este sentido, se ha analizado también, la influencia de la duración de la jornada laboral en la sobrecarga del rol. Para algunos autores, los trabajos de jornada parcial son la solución al problema del trabajo de la mujer. ya que le permite combinar las tareas del hogar con una actividad laboral fuera del ámbito familiar (Schwartz, 1989). Sin embargo, diversos estudios han puesto de manifiesto los riesgos asociados al desempeño simultáneo de este doble papel. Por una parte, se ha señalado que las mujeres que desempeñan este tipo de trabajo se sienten más estresadas que aquellas que trabajan con jornada completa (Hall y Gordan, 1973), probablemente porque asumen las tareas propias de los dos roles, sin plantearse el reparto entre otros miembros de la familia. A la vez, las mujeres que trabajan con jornada parcial se muestran menos satisfechas con sus trabajos, que aquellas que trabajan fuera de casa durante toda la jornada (Backer, 1993). La razón de esto puede ser la menor posibilidad de gratificación que, generalmente, ofrece este tipo de trabajo. Se ha señalado que estos trabajos obligan a la mujer a permanecer en situación de subordinación, respecto al hombre (Belous, 1989).
En relación al conflicto de rol experimentado por las mujeres que trabajan, hay variables personales (aspiraciones laborales, metas, etc.) que repercuten negativamente en su bienestar psicológico. La mujer, sobre todo en determinados momentos de su vida, experimenta sentimientos encontrados respecto a cuáles son sus objetivos y tareas prioritarias, el cuidado de la familia o su desarrollo profesional. Se ha demostrado que el conflicto de rol provoca insatisfacción, disminución de la implicación con el trabajo y deterioro del rendimiento (Jackson y Schuler, 1985). Ante el conflicto hay varias posibilidades. Algunas mujeres optan por posponer su carrera profesional hasta que consideran cumplidas sus obligaciones familiares, retrasando por tanto su carrera profesional. Otras renuncian a la opción familiar y, la mayoría, asume simultáneamente ambos roles. Cualquiera de estas opciones supone unos costes para la mujer. Los hombres, sin embargo nunca se enfrentan a este dilema.
Tanto la sobrecarga, como el conflicto de rol que experimenta la mujer con responsabilidades familiares tienen que ver con las relaciones que se establecen entre los miembros de la familia. En este sentido, la investigación se ha centrado en la problemática de las familias en las que los dos miembros de la pareja trabajan. Así, se ha empezado a estudiar los problemas de las familias de "dos carreras" o de "dos ingresos" que, aunque no son idénticas, se caracterizan por el estrés experimentado por sus miembros. Peiró (1993), en su revisión de los desencadenantes del estrés laboral, incluye los problemas provocados por las relaciones familia-trabajo. Este autor, recoge la clasificación del Hall y Hall (1980) quienes establecen cuatro tipos de familias en función de la implicación de sus miembros con sus diferentes roles. El patrón acomodaticio es aquel, en el que un miembro de la pareja muestra una elevada implicación con su carrera, y una baja implicación con su rol familiar, mientras que el otro presenta el patrón contrario. En este tipo de familia, la pareja actúa, como vemos, de forma complementaria. El patrón adversario se caracteriza porque ambos miembros están muy implicados con sus carreras, y muy poco con los roles domésticos, aunque ambos desean que los asuntos familiares estén atendidos. El patrón cuyos miembros se consideran aliados, es aquel en el cual ambos valoran mucho, bien la familia, bien el trabajo, con lo cual no se dan problemas ya que coinciden en sus intereses. Por último, en el patrón acróbata sus miembros están muy implicados, tanto con su trabajo, como con la familia, por lo cual la sobrecarga provocada por la atención a ambos roles, es fuente de estrés. Hall y Hall predicen qué familias experimentarán mayores niveles de estrés. Estos autores consideran que las familias más estresadas son las acróbatas, seguidas de las adversarias y de las aliadas, mientras que las acomodaticias son las menos propensas a experimentar estrés. Esta clasificación es interesante ya que, por una parte, habla de roles sin concretar quién debe asumirlos y, por otra, porque amplía el objeto de estudio incluyendo no sólo a la mujer, sino también al resto de la familia, dado el deterioro del clima y de las relaciones familiares que se produce como consecuencia del reparto de roles.
Ya dentro de las organizaciones los problemas se centran, fundamentalmente en el acceso de la mujer a cargos de responsabilidad. Morrinson y Glinow (1990) proponen tres teorías para explicar el acceso diferencial de las mujeres a los puestos directivos. La teoría del "capital humano" plantea que las personas ocupamos aquellos puestos que se corresponden con la "inversión" en formación que hemos hecho a lo largo de nuestra vida. Desde este punto de vista, el menor acceso de las mujeres a puestos de dirección se explicaría porque, tradicionalmente, ellas han invertido menos que los hombres en su formación y capacitación profesional (Blau y Ferber, 1987). Esto, que en el pasado pudo ser cierto, carece de fundamento en la actualidad, ya que las mujeres están alcanzando niveles de formación similares a sus compañeros. Así, las enormes diferencias que separan en estos momentos a hombres y mujeres no pueden imputarse sólo a supuestas diferencias formativas (Larwood y col., 1988).
Un segundo grupo de teorías centra las diferencias entre hombres y mujeres en la influencia que ejercen los "grupos dominantes" en las organizaciones para mantener su status quo. Estas teorías consideran que los grupos de presión (clientes, directivos, etc.), para los cuales todavía son relevantes los estereotipos sexuales, hacen muy difícil la igualdad entre hombres y mujeres. Todavía el "buen directivo" se sigue percibiendo como masculino (Powell y Butterfield, 1989). Esta explicación ayuda a entender mejor por qué la discriminación de la mujer continúa, a pesar de las normativas tendentes a reducirla (Larwood y col., 1988).
En tercer lugar, desde las teorías intergrupales se plantea que en las organizaciones existen unos grupos basados en el trabajo y otros en la identidad de sus miembros. Pero, mientras que los grupos de trabajo pueden cambiar, los grupos basados en la identidad son patrones de referencia que actúan constantemente (Alderfer, 1986). Desde ésta perspectiva, los grupos en la organización reflejan la estructura y el reparto de tareas a nivel social y, es posible que las decisiones que atañen a las mujeres en el ámbito laboral reflejen los prejuicios de la sociedad acerca de los roles sexuales (Kanter, 1977).
Por último, un tema que ha reclamado la atención de los investigadores en este ámbito ha sido la evaluación de los programas de "Discriminación positiva". El objetivo de estos programas es mejorar la situación de la mujer a través de las acciones tendentes a favorecerla respecto al hombre. A pesar de los avances conseguidos en la igualdad entre hombres y mujeres, las evaluación de estas medidas ha planteado dos tipos de consideraciones. En primer lugar, sus objetivos sólo se han conseguido parcialmente ya que, como hemos dicho, todavía existen desigualdades, fundamentalmente en lo que respecta a la representación de la mujer en los puestos de mayor estatus.
Por otra parte, se han analizado los costes que estas medidas tienen para las mujeres beneficiarias. Se ha observado que estas acciones inducen sentimientos negativos en las mujeres (Heilman, 1994). En línea con las teorías de la atribución se explica que las mujeres discriminadas positivamente, en lugar de sentirse justamente tratadas, experimenten sentimientos negativos hacia ellas mismas, negando sus capacidades y atribuyendo los resultados de su trabajo, sólo a estas medidas. En concreto, las participantes manifiestan baja autoestima (Heilman, Block y Lucas, 1992), sentimientos de incompetencia y estrés (Heilman, Lucas y Kaplow, 1990) y ansiedad (Jackson, 1989). Lo que, más allá de la polémica respecto a la justicia de estas acciones, plantea la necesidad de continuar la investigación sobre los procesos psicosociales que están impidiendo a las mujeres beneficiarse de unas acciones tendentes a corregir una situación, de entrada injusta.
A lo largo de este trabajo hemos tratado de mostrar la utilidad del enfoque psicosocial para explicar las diferencias, que aún se mantienen, en el desarrollo profesional de hombres y mujeres. Según Ashmore (1990), es precisamente este enfoque, derivado de considerar los sexos como categorías sociales, el único que podría dar cuenta de esas diferencias.
El sexo biológico de la persona determina su pertenencia a una de las dos categorías sexuales, hombre o mujer. Sobre estas dos categorías existen una serie de creencias y prescripciones culturales, el género, que abarca diferentes aspectos de la vida. Este proceso de categorización social influye en la identidad del individuo y en los procesos de interacción con otras personas.
Desde muy temprana edad, la persona aprende a qué sexo pertenece. A través de este proceso diferenciador construye su autoconcepto de género, identificándose con los rasgos de personalidad, valores y actitudes distintivos de la categoría social de la que forma parte. Esta identificación se traduce en conductas diferenciadoras como puede ser la preferencia por determinadas profesiones o la actitud hacia el trabajo en comparación con otros aspectos de la vida como, por ejemplo, la familia.
Además, la categorización sexual tiene importantes implicaciones para el sistema de valores individual y para el mantenimiento del sistema de valores dominante. Existe un sistema normativo diferenciado, en función de la pertenencia a una u otra categoría, que se utiliza como mecanismo de guía sobre lo que se debe hacer, o no; dependiendo de que sea hombre o mujer. Eso influye en los juicios que se hacen sobre otras personas e incluso en los juicios sobre uno mismo. Es entonces cuando las diferencias entre hombres y mujeres, tanto en el ámbito familiar como en el laboral adquieren significado. Las posibilidades de ingresar y progresar en una organización van a depender, en gran medida, de procesos de categorización social que determinan las predicciones respecto al rendimiento diferencial de hombres y mujeres. Estas predicciones, generalmente negativas para las mujeres, van a influir en su desarrollo laboral limitando sus posibilidades.
Incluso aspectos tan personales como las actitudes de las mujeres hacia el trabajo o el conflicto experimentado al compaginar roles distintos están influidos también por los procesos de categorización social. Estos procesos de categorización explican que la mujer se responsabilice de las tareas domésticas aunque trabaje fuera de casa, experimentando sobrecarga y, en ocasiones, conflicto de rol, y el hombre no.
Aún así, hemos visto que más importante que el hecho de que la mujer trabaje fuera de casa, es cómo percibe su situación la propia mujer, como una posibilidad o como una limitación y, fundamentalmente, cómo lo vive el resto de la familia. El reparto de responsabilidades y tareas entre los miembros de la pareja ayudará a superar situaciones conflictivas, pero de fácil solución. Es por tanto interesante ampliar el alcance de los estudios, incluyendo a toda la unidad familiar, con el objeto de analizar las interacciones entre sus miembros, como antecedentes de las situaciones de estrés provocadas por el trabajo de la mujer.
Dado que las prácticas de socialización de chicos y chicas son cada vez más similares, hay que analizar qué otras variables externas a la persona están incidiendo en la distinta situación laboral de hombres y mujeres. Esto nos permitirá diseñar acciones tendentes a modificar una situación todavía injusta para muchas mujeres. Los programas de acción positiva han sido polémicos, no obstante creemos que sin medidas de este tipo será difícil superar tendencias sexistas establecidas por la costumbre y la tradición.
Si se aborda el problema de las diferencias entre sexos como si la situación fuera siempre de déficits de la mujer respecto al hombre, se corre el peligro de sacralizar el modelo androcéntrico, como ideal al que debe tender al ser humano. Una sociedad más justa será aquella en la que hombres y mujeres colaboren tanto en el ámbito familiar, como en el laboral, intercambiando roles hasta ahora rígidamente asignados.
En la medida que la mujer se incorpore al mundo del trabajo en condiciones similares a las de sus compañeros hombres y, lo que es más importante, consiga estar en puestos de decisión, podrá incorporar su visión y su modo de hacer, lo que redundará en una sociedad más diversa y por tanto más enriquecedora, tanto para los hombres como para las mujeres.