DEBATE
0. PREAMBULO: LO QUE PUDO HABER SIDO Y NO FUE
1. ¿CASTIGAR CON LA PROTECCION O AMPARAR CON EL CASTIGO?
2. ¿DIFICILES, CONFLICTIVOS O DELINCUENTES?
3. ¿INFORMAR AL FISCAL, ASESORAR AL JUEZ, DEFENDER AL MENOR O VICEVERSA
4. ¿SIRVE DE ALGO JUDICIALIZAR LOS CONFLICTOS?
5. ¿EN QUE TIEMPO CONJUGAR EL VERBO DERIVAR?
6. ¿QUEDA ALGUN PAPEL ENTRE EL JUEZ, EL ABOGADO Y EL FISCAL?
7. ¿QUIEN SE INVENTA LOS CASTIGOS?
8. ¿PUEDEN LOS ADOLESCENTES SER CLIENTES DE LOS SISTEMAS DE ATENCION?
9. ¿EXISTE ALGUNA ADMINISTRACION PREOCUPADA POR LOS ADOLESCENTES?
Todas las normas legales tienen una historia y un contexto, así ocurre con la modificación de las normas que afectan a los adolescentes que transgreden las leyes, ocurrida en Junio pasado. Al ser una reforma ambigua, con escasas referencias, pero con alguna probabilidad de aplicación razonable el artículo se plantea mediante diez preguntas las maneras de actuar en esa dirección. Se analizan las relaciones entre los profesionales del comportamiento, de la educación o del trabajo social y los especialistas del mundo del control penal, lo mismo se hace con la ubicación razonable de las respuestas responsabilizadoras a las transgresiones de los adolescentes, así como con las relaciones entre la atención primaria normalizada y el espacio específico que esta Ley puede crear o consolidar.
Conflicto social. Justicia de menores. Delincuencia juvenil. Adolescentes. Atención primaria. Equipos técnicos
Every legal rule has a history and context just the same for the change that took place last June of the rules regarding to adolescent offenders. It is an ambiguous modification, with few references, but it has some reasonable applications, therefore the present paper set forth, by means of ten questions, the ways we have to work in that-sense. The relationships among behavioral, educational and social professionals and the experts in the world of penitentiary control are analyzed.
Social conflict. Juvenile justice. Juvenile offenders. Adolescents. Primary care. Technical teams.
Desconocemos hasta que punto el lector es conocedor de las leyes y normas que regulan la justicia y la atención de los ciudadanos menores de edad; en cualquier caso, este artículo tiene su origen en la reciente aprobación y puesta en marcha de una ley con nombre tan atractivo como el de Ley Reguladora de la Competencia y el Procedimiento de los Juzgados de Menores. Todo ese mundo que antes era conocido por un lado como "la prote" y por otro como "los reformatorios", en gran parte ignorado para muchos de los profesionales de la psicología, ha ido sufriendo en los últimos años -siempre tarde y con poca fortuna- algunos cambios legislativos.
Los menores que son víctimas de una situación de "desamparo" y, por lo tanto, crecen en condiciones de graves necesidades sociales y educativas, dejaron de ser competencia de los Tribunales Tutelares en 1987 mediante una ley que modificaba algunos artículos del Código Civil así como su Ley procesal. Los niños y adolescentes que infringen las normas han continuado bajo las reglas de la Ley de Tribunales Tutelares hasta junio de este año. Pero, para que se entienda el alcance de los cambios, hay que recordar que los menores infractores estaban hasta el citado mes controlados por una ley franquista de 1948, repetidamente denunciada como inconstitucional. A pesar de ello, sólo 15 años después de la aprobación de la Constitución y de dos avisos del Tribunal Constitucional, ha llegado la reforma. Para tan gran dilación ha sido necesaria la extraña connivencia, casi ciega, sorda y muda, de un poder judicial ajeno al tema, un legislativo escasamente sensible y un ejecutivo para el que la cuestión resultaba secundaria.
¿Pueden valorarse ya de alguna manera los cambios que ahora se producen y el tipo de intervención que introduce la nueva norma? Para que nadie se lleve a engaño hay que hacer dos matizaciones previas. La primera es respecto a la "novedad" de la Ley. La segunda sobre el contenido de lo que regula. En primer lugar hay que decir que no estamos ante una nueva Ley de menores, sino ante la pervivencia de la Ley de 1948 y de su espíritu, con la modificación de tres de sus artículos mediante una especie de butifarra de medio centenar de subartículos, una parte de los cuales tienen carácter de Ley Orgánica. O sea: un híbrido de proteccionismo benefactor años 50, constitucionalizado a medias y peligrosamente cercano en algunos aspectos a las normas penales de los adultos.
Con respecto al contenido, las opiniones de los entendidos (1) pueden ser matizadamente diversas, pero hay acuerdo generalizado en que la Ley es más peligrosa por lo que no regula que por lo que fija. Puede ser aplicada razonablemente bien no porque así lo indique sino porque la indefinición en muchos aspectos es amplia y se presta a una interpretación correcta si los responsables entienden del tema y usan el sentido común. El gran problema de fondo es la trampa que supone regular el sistema social de respuesta a las transgresiones que cometen los adolescentes sin legislar el marco general de los sistemas de respuesta social a la infancia, la adolescencia y la juventud en su totalidad. La norma penal no puede tener sentido en sí sola, ha de inscribirse en el conjunto de respuestas que la sociedad brinda a los ciudadanos de una determinada edad. De lo contrario, buena o mala, una ley penal para adolescentes y jóvenes sólo encuentra referencias interpretativas en la política criminal del momento, en las políticas de orden público, en la lógica propia del control social y penal.
(1) Ver, por ejemplo, las ponencias de las Jornadas ¿Justicia Juvenfi, un cambio hacia dónde? Centro de Estudios Jurídicos y Formación Especializada Generalitat de Cataluña Barcelona. 1992.
En realidad, hace unos años, hubo un momento en el que se pretendió impulsar un marco legislativo más amplio (2). Un momento en el que parecía posible llegar a una regulación teniendo en cuenta los derechos del menor e impulsando marcos de relación concreta entre políticas integradoras y entre las actuaciones de las Diferentes administraciones.
La ambigüedad y el margen interpretativo de la nueva legislación hemos de aceptar que, en sí sola, es buena ya que no impide una aplicación aceptable- Las dudas de que as! ocurra sin embargo son demasiadas teniendo en cuenta cómo funciona en la actualidad la Justicia y el predominio de criterios condicionados por la visión del sistema penal adulto entre los jueces y fiscales que han de aplicar la Ley.
Pero, dejando a un lado lo que pudo haber sido y no es, así como esa amenaza de que acabe siendo lo que no debería ser, vamos a hacer una aproximación quizá ingenua, interrogativa, a algunos de sus contenidos, con la pretensión de encontrar criterios para una interpretación razonable. Para ello vamos a plantearnos la búsqueda de respuestas al menos a las siguientes diez preguntas.
(2) De hecho se redactaron varios proyectos de ley más amplios en el período 1986-1988.
A menudo, las reticencias de muchos profesionales de la educación ante la ley penal, aplicada a los niños y adolescentes, se han centrado en la necesidad de protegerlos y no de castigarlos. En una dicotomía deformadora de la realidad se atribuían todas las virtudes a las llamadas medidas protectoras y todos los defectos a las acciones penales, siempre consideradas castigos. La realidad -como repetidamente se ha recalcado (3)- ha sido muchas veces otra. Las niñas de conducta dificil, por ejemplo, eran especialmente castigadas bajo la idea de protegerlas. Al tener grandes necesidades los adolescentes de extracción social baja eran internados indefinidamente por haber cometido pequeñas transgresiones. etc. Los sistemas de protección han demostrado durante demasiado tiempo que no son intrínsecamente buenos y su revisión en los últimos cuatro años sigue sin arrojar un balance positivo.
Es razonable que ante la simple amenaza de cercanía entre la justicia penal y los adolescentes nos aparezca una especie de urticaria alérgica. Pero, la respuesta social a las transgresiones de los adolescentes sólo puede diseñarse desde su aceptación como ciudadanos con todos los derechos. Ni psicólogos, ni pedagogos, ni trabajadores sociales, ni jueces podemos atribuimos la competencia de decidir siempre por ellos y, además, estar convencidos de que obramos "por su bien".
Condicionada por la sentencia del Tribunal Constitucional de febrero de 1991, la Ley no puede hacer otra cosa que considerar a los menores sujetos de derechos. Personas que no pueden ser castigadas -ni siquiera eufemísticamente- sin ser escuchadas, sin poder defenderse (de la policía de los vecinos, de los trabajadores sociales, de los psicólogos ... ). En eso hemos avanzado. Introducir los criterios del derecho penal en el mundo de las infracciones de los menores supone evitar olvidarse de las garantías, sabiendo que también para ellos son irrenunciables.
(3) Ver, por ejemplo, GONZALEZ, C., y FUNES, j.: Delincuencia juvenil justicia e intervención comunitaria- Menores, num. 7 (enero-febrero 1988).
Las dudas no pueden venir jamás motivadas por un rechazo del derecho en aras de la protección benefactora. Obrar en beneficio del menor no puede ser nunca excusa para anularlo como sujeto de derechos. La gran duda que se cierne sobre la Ley es la de si un texto tan extraño como este será capaz de generar otra manera de aplicar la justicia penal. Una manera que, sin convertir al adolescente en una especie de discapacitado en sus derechos y responsabilidades, lo considere ciudadano en transición al que hay que responder estimulando y no dificultando su proceso de socialización, su itinerario hacia la vida adulta- La persona que llega a la justicia de menores ha de ser considerada responsable (diferentemente responsable) pero nadie ha dicho que la mejor manera, ni la única, de sancionar penalmente sea la que hoy preside la justicia adulta. Los profesionales del Derecho deberían, si supieran, inventarse otras maneras. La nueva Ley parece simplemente abocada a aplicar a los menores lo que ni siquiera con los adultos funciona
La capa de las garantías se va a usar para tapar la falta de voluntad para hacer algo nuevo y diferente. No es de recibo considerar a los adolescentes sujetos tutelados inimputables. Está claro que no podemos hacer con ellos lo que nos plazca. Pero también está claro que no podemos aplicarles respuestas penalizadoras y criminalizadoras. Nuestra obligación es inventar un sistema penal diferente, no una simple variación con matices, para ciudadanos en transición hacia la vida adulta. Un sistema que, sin confundirlas, respete las lógicas del derecho, del comportamiento, de la educación y del trabajo social.
Como en tantos otros de los llamados "problemas sociales" se suele hablar de los delitos de los niños, de los adolescentes o de los jóvenes sin pararse a analizar la realidad, partiendo de una realidad pensada, ideada vivida como real pero que no deja de ser una especie de construcción social irreal. Una manera lógica de plantearse preguntas ante la nueva Ley es la de no dar por sentada la existencia de una entidad delincuencial objetiva y uniforme, a la que será aplicable.
Ciertamente, la Ley define que sólo se actúa ante hechos tipificados como delitos o faltas en el Código Penal. No puede ser de otra manera. Pero, desde el análisis de la adolescencia y la juventud, así como sus relaciones con la sociedad adulta, no está tan claro que haya una sola lectura de los conflictos. Cuando la sociedad exige sanciones penales, o delega en el aparato judicial las actuaciones sobre los adolescentes, no está claro que busque otra cosa que la ubicación en la esfera penal de su dificultad para entender y relacionarse con ellos. Un adolescente siempre es una persona tentada por la transgresión, que construye parte de su identidad ensayando la superación de barreras y límites, provocando a los adultos que las establecen y de los que hoy tiene que diferenciarse para mañana llegar a imitarlos. La gravedad penal tiene poco que ver con su gravedad transgresora.
Además, una parte importante de todas las dificultades y transgresiones que se transforman en conflicto nacen de las propias respuestas que la sociedad adulta les otorga. Mucho más que con las personas mayores, las respuestas construyen el problema. Con la respuesta penal podemos acelerar la cristalización de una personalidad problemática, precipitar su identificación como sujeto conflictivo.
Por si fuera poco, el estado evolutivo -largamente evolutivo- que supone la adolescencia actual hace que las necesidades y dificultades sociales padecidas en la infancia exploten al llegar a esa edad. Los sistemas de protección parecen volverse impotentes cuando sus menores desamparados se hacen adolescentes y buscan desesperadamente la Justicia para que imponga la educación que ellos no consiguen construir.
Los propios datos de los Juzgados de Menores (4) presentan un panorama algo más complejo de la simple definición del objeto que hace la Ley. Una parte muy importante de las "transgresiones" que les llegan no tiene ni entidad jurídica ni social, aunque si puede tenerla educativa y sí que reflejan dificultad en la respuesta de los adultos que les rodean. Otra parte importante son conductas difíciles, en parte nuevas, producidas por una sociedad urbana en cambio, con discutible entidad penal (gamberrismo, altercados y enfrentamientos, utilización ilegítima de motos y motocicletas ... ).
Las dudas sobre la nueva Ley nos remiten ahora a saber, en cada comunidad, qué conflictos se le pedirá que resuelva. En el fondo, subyace -una vez más- la problemática de la penalización de la vida cotidiana, la incapacidad para pensar en respuestas que no sean las penales, la falta de voluntad para resolver las tensiones de otra manera- Buena o mala, la Ley es probablemente inútil o perjudicial para hacer algo positivo en más de las tres cuartas partes de los conflictos para los que es competente. Podría ocuparse razonablemente de abordar algunos delitos pero no son "delitos" -sin más- lo que hoy le llega.
(4) Ver Justidata núm. 2. Evolució de la població que arriba a la Justicia de Menors. Catalunya, 1986-199 1.
En la medida que somos profesionales preocupados por el funcionamiento de las comunidades humanas en las que se inscriben los comportamientos de los adolescentes y jóvenes las dudas se transforman en preocupaciones por la delegación total que se hace en el sistema penal para la resolución de las dificultades y conflictos que generan, sin la búsqueda de otras respuestas responsabilizadoras, sin la capacidad de espera para que el proceso de maduración avance. En la construcción de un "dificil", un "conflictivo" o un "delincuente" están comprometidas las dos partes. Una es el propio sujeto, la otra la constituye el "desde dónde" se responde y "qué tipo" de respuesta se da.
Para los juristas uno de los importantes cambios que la Ley establece consiste en atribuir al fiscal y no al juez las primeras respuestas ante el caso que le llega, así como la orientación del recorrido que a partir de aquel momento se seguirá. Para los profesionales de la conducta humana, de la educación o del trabajo social, la principal novedad es que formalmente las primeras decisiones deberán tomarse tras el contraste con sus opiniones y análisis.
"Desde el momento en que pueda resultar la imputación al menor de un hecho
el Fiscal requerirá del equipo técnico la elaboración de un informe Así comienza el apartado 4.º del artículo 2.2 de la Ley. Cambiando, en parte, filosofías contenidas en otras leyes (como era el caso de la Ley de Protección de Menores de Cataluña) se considera la necesidad de la presencia de un grupo de profesionales para informar desde el inicio al fiscal, no para informar al final al juez.
Desde la perspectiva de nuestro análisis ese artículo y otros tienen una redacción inapropiada, derivada en gran parte de modelos de referencia basados en los equipos de técnicos periciales forenses que actúan ante algunos juzgados. La expresión "infórme" y no la de "información" puede ser interpretada como la obligatoriedad de explorar al menor y hacer diagnósticos y pronósticos. La expresión "equipo técnico", dificulta la idea del aprovechamiento de profesionales de otros equipos que pueden conocer al menor, que pueden informar más adecuadamente.
Unos fiscales habituados a la práctica clínica, al diagnóstico psicopatológico o a la práctica pericial forense, pueden conducir a una perversión total de la Ley. A nuestro parecer, la manera razonable de salvar las lagunas y contradicciones consiste en ubicar a los profesionales de los equipos como consultores, como asesores para la toma de decisiones, como parte de contraste que discute inicialmente con el fiscal la manera mas adecuada de reaccionar y responder ante la transgresión de aquel adolescente, cuya denuncia ha llegado al Juzgado.
En la parte que nos toque hemos de ser capaces de construir equipos cohesionados, ágiles en la búsqueda de información social y educativa relevante, generadores de un proceso de apoyo a la toma de decisiones. Decisiones que tienen que ver con la conveniencia o no de continuar actuando, con la apreciación de que ya se actúa adecuadamente, con la toma de medidas cautelares con el sopesar los intereses y las vivencias del menor ante el tinglado adulto en el que se encuentra inmerso, con la comprensión por el menor de la pena que puede serle impuesta, etc.
La Ley configura una especie de recorrido de orientación en el que siempre ha de optarse entre uno o varios caminos, teniendo en cuenta los criterios del técnico del equipo correspondiente. El asunto puede ser resuelto de manera alternativa en diferentes momentos procesales y en todos y cada uno de ellos nuestra información puede condicionar la alternativa elegida.
Para que la Ley resulte razonablemente aplicada habrá que recordar que no se están haciendo informes para el tratamiento, ni pericias para apreciar la imputabilidad. Todos los intervinientes han de situarse ante el objetivo básico común: dilucidar como se responsabilizará adecuadamente al menor de sus actos. O dicho de otra manera: qué respuesta será adecuada para responsabilizarlo (para que tome conciencia mediante la respuesta). Después, como luego insistiremos, no puede olvidarse la obligación de evaluar hasta que punto las actuaciones pueden resultar negativas para el menor, así como el servir de puente para que los verdaderos problemas y necesidades -si es que existen- sean atendidos por otras instancias más normalizadas que las de la Justicia.
En nuestra aproximación a algunos aspectos de la Ley debemos entrar también en eso que suele llamarse "desjudicialización". En otros términos, una parte sustancial del resultado se determinará por la capacidad para generar salidas de casos fuera del sistema judicial, por la resolución previa de los conflictos. Existe en el apartado 6.º del artículo 2.2 el que solemos llamar "párrafo de las disyuntivas" y que algunos pretenden que sea de las "copulativas". En él se listan una serie de condiciones para que pueda decidirse la no continuación de las actuaciones contra un menor atendiendo a la poca gravedad de los hechos, a las condiciones o circunstancias del menor, a que no se hubiera empleado violencia o intimidación, o que el menor haya reparado o se comprometa a reparar...") que a nuestro parecer pueden y deben leerse por separado y no todas juntas.
Por esta razón, tras ser valorada la entidad penal por el fiscal los profesionales, los trabajadores de lo social, debemos proponer siempre -salvo que sea inviable la búsqueda de acuerdos entre el transgresor y la víctima, o entre el menor y la comunidad si la víctima es colectiva (5). Los últimos años de relación entre la psicología y la justicia de menores, o el desarrollo y potenciación de programas de atención a la infancia han generado una cierta tendencia a la intervención a ultranza sin sopesar sus efectos, sin tener en cuenta los derechos del "cliente".
Una parte de la Ley será salvable si, aunque el menor presente problemas y necesidades, seguimos respetando su derecho -igual al del adolescente de medios sociales boyantes- a resolver los conflictos previamente, sin que aparezca la presión de la sanción penal. La mejor ley de menores es aquella que estimula, que facilita, que obliga si es necesario, a la búsqueda de acuerdos no judiciales, de aproximaciones entre las partes afectadas. Hablar de psicología y pedagogía de la mediación, individual o comunitaria, en ningún caso es hablar, de entrada, de psicopatología o de tratamiento.
(5) FUNES, J., y MARTIN J. (1992): La mediació de la Justícia juvenil (experiéncies de conciliació, reparació i treball en benefici de la comunitat). Barcelona.
Dependiendo mucho de los recursos sociales y educativos existentes y de cómo están organizados en cada comunidad, la Justicia de menores remite también a los otros sistemas de atención. Razonablemente hemos de pensar que la justicia sólo ha de ser una pequeña pieza en un sistema más complejo de atención a los adolescentes. Pero, la Ley puede interpretarse así o puede dar lugar al nacimiento de una auténtica red especializada y segregadora para prestarles atención.
Las dudas podrían ser resueltas si se imponen progresivamente dos tendencias de actuación. Por un lado la estructura de la Justicia acepta el criterio según el cual cualquier menor que es atendido adecuadamente por otros profesionales de la educación o el trabajo social no debe ser enviado a otros sistemas o recursos simplemente porque transgreda las leyes. De acuerdo con ese criterio tiende más bien a aprovechar el acontecimiento penal como refuerzo a la intervención que ya se está produciendo.
Por otra parte, el conjunto de sistemas y recursos normalizados (desde la escuela al centro de juventud) ha de descubrir que existen los adolescentes que transgreden las normas y llegan a la Justicia y hacerlos en gran parte suyos, sin etiquetarlos de entrada como especialmente problemáticos, sin pretender que sean otros los que se ocupen de ellos.
La existencia de un espacio penal diferenciado no puede hacemos olvidar que también para los adolescentes transgresores sirven aquellos principios básicos de la atención social:
El principio de normalidad (aquella respuesta que pueda darse desde las instancias normales, generales, primarias, no ha de darse desde las instancias especializadas).
El principio de integración (no suelen resultar positivos los servicios y recursos destinados exclusivamente a aquellos que tienen una determinada "patología").
El principio de la atención en el propio medio, o de la no institucionalización (atenderlos allí donde están, a partir de los recursos que han de potenciarse en su propio contexto).
El principio de intervención mínima (aunque pensemos que es por su bien y que actuamos estupendamente, también se ha de dejar al "tiempo", a la maduración, que resuelva algunos problemas).
Probablemente, para alguien ajeno al funcionamiento del sistema judicial, uno de los espacios en el que pensará que está por descubrir su papel y sus pautas de actuación será el de la audiencia (el juicio) del menor. La nueva Ley, en los casos que no han encontrado vías de solución en las salidas alternativas previas, diseña la celebración de juicio contradictorio, en el que discuten en un plano de relativa igualdad cuatro figuras cuyo papel en relación con el menor, sus preocupaciones y sus fantasmas, no siempre queda claro.
La escena de la presentación formal de la justicia es compartida por el juez el fiscal, el abogado defensor y un profesional del equipo técnico. El primer problema a resolver es el del escenario. ¿Capilla o mesa de reunión? La justicia penal se ha amparado siempre en liturgias que le ponían por encima y a salvo de la comprensión del inculpado. Existe un riesgo importante de reproducir los formulismos de la audiencia pública adulta porque una parte de los actores no sabe hacerlo de otra manera y además se agarra a lo formal como algo esencial. Si finalmente hay audiencia debe hacerse en torno a una mesa, con seriedad pero con la proximidad de quien discute ante un adolescente la reacción que la sociedad piensa adoptar teniendo en cuenta razones y circunstancias de unos y otros.
En cuanto a los actores, el debate y la reflexión sobre la práctica habrán de ser necesariamente largos. Parece que todos están a favor del menor, pero de hecho todos le acusan. Alguno lo defiende pero le pide que acepte actuaciones o medidas que, sin merecerlas jurídicamente, le pueden resultar positivas. Educativamente es bueno que conozca su culpabilidad, pero procesalmente no existen pruebas que puedan condenarlo, etc. El profesional del equipo técnico ha de situarse, además, en el papel del que intenta hacer pronóstico, del que intuye la medida que a ese menor y en ese contexto puede resultarle más positiva. Y, por si fuera poco, ha de conocer los recursos; saber que no está hablando de un internamiento a secas, sino de un espacio residencial que funciona de una determinada manera, que el seguimiento en libertad se producirá en un determinado barrio, con unos profesionales y no con otros.
Por un camino o por otro finalmente algunos menores son sancionados (dejamos al arbitrio del lector llamarlo imponer medidas o aplicar penas), ha de decidirse qué "castigo" se les aplica. Las enmiendas y los debates parlamentarios en torno a la Ley dejaron claro que la regulación penal puede convertirse en un corsé asfixiante y que los padres de la patria son escasamente creativos.
Las garantías hacia los derechos del menor exigen ciertamente que no puedan aplicársele sanciones totalmente abiertas del tono de "hasta que se compruebe su total reforma" propias de los sistemas proteccionistas. Pero, eso no es incompatible con propuestas abiertas, acotadas en el tiempo, de imposición de las llamadas "reglas de conducta:" (asistencia a actividades de tiempo libre, seguimiento de indicaciones elaboradas por el tutor escolar, etcétera). La verdadera demostración de que no se persigue como meta fundamental el castigo es la aceptación de respuestas flexibles, progresivamente provocadoras de su responsabilización.
Algunas de las siete "medidas" que finalmente han quedado reflejadas en el artículo cuarto son reveladoras de la escasa imaginación, o si se prefiere de la dificultad para inventar medidas que no sean castigos o castigos que sean medidas. A nuestro juicio, entre las más divertidas está la de "privación del derecho a conducir..". Es fácil imaginarse al urbano de turno intentando comprobar si los dos adolescentes que circulan inapropiada mente, según las normas de los adultos, montados en un ciclomotor, llevan una moto prestada, propia, trucada con casco, con permiso y con autorización del Juzgado de menores.
Otras de las medidas parecen castigos paternos que nadie sabe cómo y dónde se cumplirán. Así pasa con el internamiento de uno a tres fines de semana. Por la vía de la supuesta sanción leve colocaremos a algunos adolescentes en centros cerrados, comisarías o prisiones. ¿Solos o mezclados con los que están sometidos a privación de libertad?
A veces, los sistemas especializados se olvidan de considerar aspectos básicos de la intervención que ya han sido analizados y trabajados por otras instancias más generalistas. El éxito o fracaso de la Ley vendrá en gran medida marcado por el abordaje de otro problema de fondo: la dificultad estructural que, hoy por hoy, tienen los recursos para aproximarse a los adolescentes, para tener un estilo de intervención útil. Como repetidamente se ha señalado los adolescentes quieren saber muy poco con los chiringuitos que les monta la Administración. A la vez los profesionales tienen dificultad de relación con ellos y se refugian en normas y formalismos que todavía generan más exclusión.
Los preadolescentes y adolescentes de 12 a 16 años son de dificil acomodo en la mayor parte de los sistemas de atención, en el sistema educativo formal, el sistema de salud, en gran medida por la escasa preocupación por adaptarlos a sus características. Se olvida su condición evolutiva, la relatividad de la aparatosidad con la que manifiestan sus problemas.
Este tipo de dificultades también afectará a la aplicación de la Ley. El predominio formalista la atribución de gravedad a conductas que no son tales para el adolescente, la dificultad en el funcionamiento de determinados recursos, etc, pueden convertirse en un escollo insalvable. La Justicia de Menores diseñada por la Ley no puede escaparse a una necesidad básica: la de "adolescenticizar" su manera de proceder y actuar.
Comenzábamos el artículo con una preocupación abierta sobre el conjunto de reformas que han ido afectando a la población que antaño atendían los Tribunales Tutelares de Menores. Al referimos a la "reforma" no dejábamos de recordar que la "protección" está probablemente peor, que los principios garantistas también deberían afectarles. En cualquier caso una gran parte del debate sobre los sistemas de protección está por hacer. Pero, volviendo a los "delincuentes", no podemos acabar el artículo sin señalar que muchas de las dificultades para diseñar una manera correcta de aplicación vienen provocadas por la escasa sensibilidad del conjunto de las administraciones hacia los adolescentes en general. Es dificil planificar la intervención con los adolescentes que infringen las normas porque no existe planificación de cómo prestar atención a los adolescentes.
La nueva Ley viene a caer prácticamente en un erial. Las comunidades autónomas, los ayuntamientos no están por la labor en la medida que no están por los adolescentes, salvo para alejarlos cuando les resultan un grave problema. Por otra parte, la nueva idea de responsabilización que se introduce mediante el sistema penal, resulta ridícula si no se plantean en serio espacios de responsabilidad social en otros ámbitos. Un adolescente no puede ser responsable sólo ante el juez, no puede sentirse autor de su vida y sus actos siendo un sujeto tutelado a lo largo de una de las partes más importantes de su vida.
El lector habrá observado en el texto una tendencia progresiva a hablar de adolescentes y no de menores. Lo hemos hecho sustancialmente por dos razones: porque no nos gusta la expresión "menor" (implica una cierta minusvalía) y porque la nueva Ley sitúa el límite de edad mínimo para ser aplicada en los 12 años.
La edad es quizá uno de los principales avances -pírrico pero avance- conseguido con la reforma. Al menos, ya no aparecerán en las estadísticas, por citar un ejemplo, los robos con intimidación a los ocho años, ni se podrá pensar que la justicia está para corregir a la infancia. Es muy discutible a partir de qué edad puede ser relativamente útil la responsabilización penal, ya que no se trata de una elección pedagógica o psicológica sino de una opción de política criminal propia de cada sociedad y de cada momento histórico. No con los doce años queda, al menos, toda la infancia fuera de las respuestas judiciales sancionadoras.
En cualquier caso, el clima de miseria social con el que se ha legislado tiene su retrato perfecto en el mantenimiento de la responsabilidad penal adulta a los 16 años. No se ha querido correr ningún, riesgo -suponiendo que lo fuera- haciendo algo tan simple como que la mayoría de edad penal coincidiera con la civil a los 18 años. Es difícil si no imposible encontrar argumentos para seguir pensando que los adolescentes de 16 y 17 años han de ser tratados según las normas penales adultas. La nueva Ley no es buena, pero su aplicación hasta los 18 años le hubiera lavado algo la cara convirtiéndola en instrumento alternativo para atender a los jóvenes que delinquen.
Incluso la economía del control social así lo aconsejaría: con el sistema adulto los adolescentes-jóvenes que delinquen o van a la cárcel o quedan en la calle, sin más, en libertad provisional; con el sistema de la Ley de Menores podrían recibir otro tipo de atención y seguimiento.
Dicen que con la reforma del Código Penal a lo mejor se dignan concedérnoslo. Ya será demasiado tarde. Ahora estamos convencidos que lo más sensato, lo más educativo, lo más humano y lo más progresista es tener la mayoría de edad penal plena a los 21 años. Los adolescentes y jóvenes hasta esa edad, deben ser responsabilizados mediante una sistema diferente del de los adultos.