ESPACIO ABIERTO

 

Genio y figura del español. Un esbozo de síntesis


Idiosyncrasy of the Spaniards. An Ouline of a Sythesis.

Mariano YELA

A la memoria de Rafael Burgaleta


RESUMEN

PALABRAS CLAVE

ABSTRACT

KEY WORDS

EL PROBLEMA

LA INTELIGENCIA

EL TEMPERAMENTO

LOS ESTEREOTIPOS

LOS ESPAÑOLES EN LA HISTORIA

BIBLIOGRAFIA


RESUMEN

El artículo intenta ofrecer una síntesis de los datos y resultados obtenidos en los estudios sobre el "carácter español". Se concluye que no hay una base científica suficiente para afirmar que el español difícil significativa y sistemáticamente de otros pueblos occidentales en la estructura y distribución de la inteligencia, las aptitudes y el temperamento. Se examinan los estereotipos sobre el español y se comprueba que, dentro de las graves insuficiencias muestrales y la variabilidad de los datos según los tiempos y lugares, hay unanimidad en asignar al español el rasgo de apasionado. Sus actitudes, creencias y valores difieren de los atribuidos a otras etnias europeas cuando las circunstancias sociopolíticas y culturales son distintas, y se aproximan a ellas cuando estas circunstancias se asemejan.

PALABRAS CLAVE

"Carácter nacional". "Carácter español".

ABSTRACT

The paper offers a synthesis of data and results of the bibliography on the "Spanish personality" There seems to be no scientific basis for holding the view that their is a systematic difference between the Spaniards and the other Western ethnic de groups in the structure and distribution of intelligence, abilities and orectic personality. The stereotypes are examined as well as the attitudes, beliefs and values. The data tend to show that, in general, many traits of the Spanish personality differ or converge with those of the other Europeans populations as their sociopolitical and cultural circumstances differ or converge.

KEY WORDS

"National personality" "Spanish personality"


EL PROBLEMA

La desigualdad es un hecho psicobiológico y cultural; la igualdad, una aspiración ética. En esta convicción, que compartíamos, se fundaba la vocación y el trabajo de Rafael Burgaleta De ahí su interés por la psicología diferencial. Su propósito fue indagar el peso que en la conducta humana tienen las diferencias entre los individuos, los grupos y las sociedades. No para complacerse en esa constatación, sino para averiguar sus causas y ponerles, en lo pertinente, remedio. No necesariamente en todo. Las diferencias pueden ser fecundas y enriquecedoras. En el último fondo, cada persona es no sólo diferente, sino incanjeable. Como afirmó Ortega cada vida personal es una perspectiva única sobre la realidad. Conocer las diferencias y sus causas y motivos, aprovecharlas en lo que favorezcan el desarrollo de cada sujeto y la mutua solidaridad, y remediar las injusticias e inconvenientes que provocan, ese fue el programa de vida personal, social y académica de Burgaleta.

En esta línea están sus estudios sobre las actitudes sociales. En su homenaje intentaré compendiar los datos e interpretaciones que me parecen mejor fundados acerca del viejo y polémico tema del "carácter del español", o, como digo en el título, de su genio y figura. Resumiré, sumariamente, lo que con mayor amplitud tengo escrito en otros lugares (1989) y completaré este breve esbozo de síntesis con la nueva información que ha llegado a mi alcance.

Al encarar el problema surgen dos cuestiones previas: ¿existe el carácter español?, y, si existe, ¿a qué se debe?

Primero, el carácter español. Cabe preguntarse, imitando a Schopenhauer: Wer ist dieser Bursche? ¿quién es ese mozo? Porque españoles somos tú, yo y él, y todos distintos. Entre nosotros, como en todos los grupos humanos, "ca uno es ca uno", que dijera José Gutiérrez Solana.

Además, no hay otra manera de ser español que siendo catalán, castellano, vasco, gallego o de alguna otra de nuestras regiones, ni otro modo de ser aragonés, pongamos por caso, que siendo oscense o bilbilitano o de algún otro lugar de ese viejo Reino. ¿De qué español hablamos? ¿Hay algo de común y característico en todos ellos? Y, sí lo hay, ¿será lo mismo en los españoles de todas las épocas? Tal vez haya algo, porque a los ingleses les parecemos más apasionados y quijotescos que ellos mismos se parecen, y los españoles pensamos que ellos son más flemáticos y predispuestos al understatement que nosotros.

Bien, supongamos que, como dice Pinillos, hay entre nosotros, a pensar de las innegables diferencias, un cierto aire de familia Pero, sea éste el que fuere, ¿a qué se debe? ¿Nacemos o nos hacemos españoles?, quiero decir: nuestra manera de ser ,¿se debe a la raza ("de tal palo, tal astilla", genio y figura hasta la sepultura, o más bien a las cambiantes circunstancias de los tiempos y lugares ("no con quien naces, sino con quien paces", "dime con quien andas y te diré quien eres")? El español sobrio y sufrido, el celoso cristiano viejo del siglo XVI, ¿tiene mucho que ver con el español de los últimos lustros, en parte mayoritaria complacientemente instalado o deseoso de instalarse en la secularizada sociedad de consumo? El inglés supuestamente flemático de nuestros días (si excluimos a los hooligans), ¿se parece en algo al inglés shakespeariano, aventurero y desbordante de pasión de los tiempos de la Reina Virgen?

Vayamos por partes. ¿La raza? Pero, ¿que es la raza española? A ella se refieren todos, desde Huarte a Ortega. No seamos pedantes, admitamos el uso, cómodo y un poco retórico, de la palabra. Pero precisemos. Como se pregunta Cela en sus recientes Memorias, entendimientos y voluntades, "el día de la raza, pero ¿qué raza?. La raza está formada por un grupo de individuos de la misma especie que se distinguen de otros por una serie de características morfológicas y bioquímicas, que se van haciendo más distintivas si se acentúa su aislamiento; el final del proceso puede ser la constitución de una nueva especie. Si, por el contrario, el aislamiento disminuye y aumentan los cruces con otros grupos, van atenuándose esas diferencias y el subgrupo, racial vuelve a tener las mismas características típicas de la especie común, con sólo variaciones graduales. La clasificación de las razas, como precisa el antropólogo Arturo Valls (1980), es un intento de "imponer categorías discontinuas a un proceso continuo". Es precisamente lo que acontece en las poblaciones europeas. Forman racialmente un continuo sólo diferenciado con alguna claridad en sus extremos. No hay en ellas razas biológicamente puras y netamente distintas, sino subgrupos relativamente diferentes.

La raza española se caracteriza morfológicamente por predominar en ella, desde a Prehistoria, los individuos mediterránidos, con dos tipos entrecruzados: el grácil (corta estatura, esqueleto ligero, dolicomesocefalia) y el robusto (mayor estatura, esqueleto más pesado, dolicocefalia), con mezclas ulteriores y copiosas de grupos nórdicos y alpinos y aportaciones semíticas de judíos y árabes, y de moriscos. Todas estas notas sólo se distinguen en grado de las propias de otros pueblos europeos, son más acusadamente distintas en los extremos -por ejemplo, entre andaluces y escandinavos-, y van siendo más comunes y semejantes a medida que aumentan los cruces y la comunidad de hábitos dietéticos y sanitarios. La estatura media del último reemplazo español es parecida a la de los reclutas británicos, de la que no hace mucho nos separaban varios centímetros. Bioquímicamente, por lo que vamos sabiendo, los españoles somos muy semejantes al resto de los europeos. La única excepción parece ser la alta frecuencia, entre los vascos, del grupo sanguíneo "o" y del sistema "Rh-" (Valls, 1980). No está claro, por lo demás, qué influjo concreto puedan tener estas diferencias en el carácter de las distintas poblaciones.

Hay que esperar a conocer los mapas genéticos de los diferentes pueblos para esclarecer en qué medida se distinguen las distribuciones de sus genotipos. Incluso si se comprueba que existen diferencias suficientemente importantes en su caudal genético, habrá que tener en cuenta que, si hablamos con rigor, no se hereda ningún rasgo fenotípico. Sólo se heredan los genes, e incluso esta herencia no es tan simple como se creía. Hay errores de transcripción, transgenes que emigran de un locus a otro, segmentos génicos locuales y silentes (los exones y los intrones) y algunas diversidad de códigos entre los ácidos nucleicos nucleares y nutocondriales. Sea como fuere, una cosa parece clara sólo se heredan los genes. Es verdad que éstos están programados para elaborar la estructura psicosomática que se expresa en las propiedades fenotípicas. Pero lo hacen inevitablemente en interacción con el medio que encuentran, desde el intracelular y embrionario hasta el extrauterino. Las características fenotípicas dependen de esa interacción (Yela. 1981, 1987a). Por ejemplo, las carpas desarrollan dos ojos laterales, según su programación genética, pero basta alterar de cierta manera su medio -la tasa de cloruro de magnesio del agua en que se reproducen y viven- para que, sin cambiar su programa genético, desarrollen un ojo cíclope central (Stockard, 1931). Otro ejemplo: la herencia homozigótica de ciertos alelos recesivos del padre y de la madre en el mismo locus cromosómico perturba el metabolismo de la fenilalanina y produce la oligofrenia fenilpirúvica, con defectos cerebrales y profunda insuficiencia mental. Sí, pero, con la misma anomalía en el mismo segmento del ADN, los así afectados difieren en su cociente de inteligencia de 60 a 80 puntos, desde un nivel de deterioro tan grave que no se les puede aplicar ningún test, hasta un grado de inteligencia cercano al normal. Estas amplias diferencias fenotípicas tienen que atribuirse, no al defecto génico, que es el mismo, sino a las diversas interacciones entre el genoma y el ambiente con que se ha enfrentado (Scarr- y Carter-Saltzman, 1988).

En resumen, la manera de ser del español, en lo que depende de sus diferencias raciales, no parece ser claramente distinta, ni mucho menos distante, de la que muestran las otras poblaciones europeas. Las semejanzas y diferencias se deben más bien, dentro de las potencialidades no del todo conocidas de sus caudales genéticos, al influjo del mundo y la sociedad en que cada pueblo vive, según las peculiaridades de sus trayectorias históricas.

Bien, pero se deban a lo que fuere, ¿cuáles son esas semejanzas y diferencias?

LA INTELIGENCIA

Los estudios realizados en amplias y variadas muestras de la población española indican que la estructura y la distribución de la inteligencia y de las distintas aptitudes son similares a las de los otros países occidentales y que no hay diferencias sistemáticas entre los respectivos parámetros medios de variabilidad. A esta conclusión se llega si se comparan los datos de los manuales de tests de TEA o MEPSA, de España, con los de la Psychological Corporation, de los Estados Unidos, del Centre de Psychologie Appliquée, de Francia, de ASE/NFER-NELSON, de Inglaterra o de BELZ-TEST, de Alemania.

Como en el resto de Occidente, se aprecia una pequeña superioridad de los varones en las aptitudes técnico-espaciales y de las mujeres en algunas funciones verbales. Se comprueba asimismo que en todas las poblaciones de comparable desarrollo hay un notable aumento de la inteligencia psicométrica en los últimos decenios y una significativa correlación, dentro de cada país, entre la inteligencia media de las distintas regiones y la riqueza y cuantía de sus recursos educativos, sanitarios y culturales. Las muchas comparaciones que se han hecho entre muestras de nórdicos, alpinos y mediterráneos no indican ninguna diferencia sistemática entre ellos, cuando se examinan en sus respectivos países, aunque sí cuando se estudian en los Estados Unidos, lo que sugiere que las diferencias no son raciales o étnicas, sino que se deben a la distinta composición socioeconómica y cultural de las muestras examinadas. El trabajo más pertinente sobre la cuestión es, creo, el de Vinko Buj (1981). Apenas encontró este autor diferencias apreciables entre los cocientes de inteligencia medios de muestras de veintiuna naciones europeas. Es curioso, por lo demás, que se sorprendiera de que, en esta ocasión, el cociente menor correspondiera a los franceses, cuando era de esperar, según él -lo que revela su propio estereotipo-, que fuera el de los griegos, portugueses o españoles.

No tengo noticia de estudios comparativos llevados a cabo sistemáticamente sobre los constructos propuestos por los nuevos enfoques diferenciales en el estudio de la inteligencia, como los estilos cognitivos, los correlatos (tiempos de reacción, tiempos de inspección y potenciales provocados) y los componentes y metacomponentes de la inteligencia. Lo poco que se ha hecho no permite asegurar que existan diferencias concluyentes (vid. los capítulos pertinentes en Martínez Arias y Yela, 1991, y Yela, 1987b).

Es verdad que la inteligencia psicométrica no agota la inteligencia humana y que los instrumentos y muestras utilizados en las diversas poblaciones no son en rigor equivalentes: los datos aportados no son inequívocos, pero son los mejores de que disponemos. No permiten asegurar que seamos iguales en inteligencia y aptitudes a los demás pueblos europeos, pero menos aún autorizan a pensar que seamos diferentes. Carece de base el traído y llevado complejo de inferioridad de los españoles para las ciencias. Si existe, o cuando haya existido, se deberán a otros factores, no a la falta de capacidad de nuestra etnia.

 

EL TEMPERAMENTO

En la misma dirección apuntan los abundantes y dispersos datos sobre el temperamento, la reactividad emotiva o lo que los anglosajones llaman personality. No existe ningún estudio comparativo sobre muestras sistemáticamente insesgadas. Hay numerosos trabajos descriptivos de muestras incidentales. Algunos de los más rigurosos pueden encontrarse en los manuales y catálogos antes citados. Entre las trabajos que mas vienen al caso se cuentan los de Prieto (1977, 1980, 1981) y los de Eysenck y Seisdedos (1978) y Seisdedos (1981). La conclusión provisional que cabe sostener es que los españoles, sin menoscabo de múltiples, pequeñas y asistemáticas diferencias, son similares a los demás en las grandes dimensiones que se han propuesto en la literatura psicológica, como, por ejemplo, extraversión-introversión, control emotivo-neuroticismo y normalidad-psicotismo o como los más bien discutibles factores de primero y segundo orden defendidos por Cattell.

De nuevo, no disponemos de base científica suficiente para afirmar que seamos temperamentalmente iguales o parecidos a los otros pueblos occidentales, pero menos fundamento hay para sostener que somos diferentes.

 

LAS ACTITUDES

Las actitudes se forman, moduladas por las capacidades y el temperamento, en la compleja interacción entre el sujeto, su experiencia y reflexión y los usos y normas de la sociedad en que vive. No son independientes entre sí. Tienden a covariar y agruparse en dimensiones bipolares, como las de actitud abierta-cerrada, mentalidad dura-comprensiva, autoritarismo-humanitarismo, dogmatismo-flexibilidad, radicalismo-conservadurismo o religiosidad-arreligiosidad.

No sabemos con razonable certeza cuál es la estructura de las actitudes de los españoles y cómo nos situamos en sus dimensiones respecto a otros pueblos. Los escasos estudios comparativos analizados con técnicas multivariadas han sido hechos por los psicólogos en muestras incidentales y asistemáticas de sectores limitados de la sociedad, generalmente con estudiantes universitarios (Seisdedos, 1990). Con todo, hay algunos estudios importantes. Los inició Pinillos sobre las célebres escalas de Adorno acerca del etnocentrismo y la personalidad autoritaria. Los resultados, en general, convergen con los obtenidos por Rafael Burgaleta en sus investigaciones sobre las actitudes sociales primarias de los universitarios. Las dimensiones encontradas son similares a las antes mencionadas, repetidamente confirmadas en otras poblaciones occidentales. La conclusión final, nada sorprendente, es que las actitudes se estructuran y varían según las circunstancias sociopolíticas y culturales. A medida que nuestras circunstancias se asemejan a las de otras naciones, se aproximan asimismo nuestras actitudes a las suyas. Burgaleta mostró que en 1984 las actitudes de los estudiantes eran menos radicales, menos violentas y mas conservadoras y flexibles que en 1974. En 1974 el autoritarismo iba parejo con el conservadurismo. En 1984 se comprobó, por decirlo brevemente, un autoritarismo de derechas y otro de izquierdas. Durante ese decenio de cambio y transición política la sociedad española se aproximó en muchos aspectos a la de los otros países europeos, y, de forma concomitante, así lo hicieron también las actitudes de los españoles. (Burgaleta. 1976. 1977. 1985)

Muchos más datos ofrecen las abundantes encuestas sociológicas sobre opiniones, creencias y valores, efectuadas en muestras más amplias y representativas de la población española y europea. Sobre ellos volveré más adelante. Sólo adelantaré ahora que, en resumen, todos o la mayor parte tienden a confirmar la aproximación creciente de nuestras actitudes a las de los países de nuestro entorno.

 

LOS ESTEREOTIPOS

Sean como fueren los españoles, ¿cómo se perciben a sí mismos?, ¿cómo son en ellos esas imágenes colectivas que, desde Walter Lippmann, suelen llamarse estereotipos?

Disponemos de unos pocos estudios empíricos sobre la materia. Los inició en España José Luis Pinillos (1960) y se han proseguido hasta hoy por Mateos y Aberásturi (1961), Rodríguez Sanabra (1963), Sangrador (1981), Chacón (1986), Ovejero (1991) y Rodríguez, Sabucedo y Arce (1991). De sus múltiples datos y análisis cabe concluir, por lo que atañe a nuestro tema, lo siguiente.

Se comprueba la existencia de estereotipos en los diversos grupos nacionales y regionales de Occidente, tanto de cada uno respecto de sí mismo como referido a los otros. Manifiestan cierta estabilidad, que, sin embargo, se quiebra con el tiempo y en períodos conflictivos o de grandes cambios sociopolíticos.

Lo mismo acontece con los estereotipos de los españoles. Si nos atenemos a los cinco adjetivos más frecuentemente asignados por las distintas muestras, aunque pocos superen el 50% de acuerdo, los españoles son considerados como inteligentes, vivos, individualistas, apasionados y generosos (Pinillos, 1960b), como alegres, religiosos, valientes, apasionados y orgullosos (Rodríguez Sanabra, 1963), como amantes de su tierra, reprimidos, religiosos, orgullosos y apasionados (Sangrador, 1981), como hospitalarios, abiertos, apasionados, juerguistas y hogareños (Chacón, 1986), y como alegres, habladores, apasionados, simpáticos y orgullosos (Ovejero, 1991. Otra muestra de Ovejero, de 1985, los califica de alegres, apasionados y habladores).

Está claro que cuanto más próximas en el tiempo y más semejantes en su composición son las muestras, más similares los estereotipos y cuanto más apartadas, más diferentes. De los adjetivos que aparecen en la muestra de universitarios madrileños estudiada por Pinillos, sólo queda uno -apasionados- treinta años después, en las muestras de estudiantes ovetenses consultadas por Ovejero. En estos últimos treinta años destaca más la variación que la estabilidad de los estereotipos, si bien habría que tener en cuenta los efectos, no estrictamente computables, que se deban a la variedad de las muestras, ninguna de ellas, incluida la más amplia y sistemática de Sangrador, representativa de ninguna población concreta, como los propios autores son los primeros en reconocer. El único rasgo que aparece en todas las muestras, aunque en diverso lugar de orden, es el de apasionados. Tal vez no andaba muy descaminado Madariaga (1931) cuando nos asignaba la pasión como característica diferencial, frente a la razón de los franceses y a la acción de los británicos.

Con mucho menos acuerdo, aparecen en dos o tres muestras las calificaciones de alegres, orgullosos y religiosos. En todo lo demás varían las atribuciones, excepto en las dos muestras de Ovejero, las dos de estudiantes ovetenses y consultadas en un intervalo de sólo cuatro años.

El estudio de Sangrador, el más completo y en el que se consideran y analizan con detalle los auto y heteroestereotipos de andaluces, castellanos, catalanes, gallegos y vascos y la caracterización que cada grupo hace de los españoles, se constata un gran acuerdo en el estereotipo andaluz y bastante, aunque menor, en los correspondientes a catalanes, vascos y gallegos. Es curioso observar que los españoles son juzgados como si formaran otro grupo, distinto de los demás. Algo semejante se desprende de los otros trabajos citados.

Los diversos análisis factoriales, de "clusters" y de espacios multiescalares efectuados por Sangrador, Chacón y Rodríguez, Sabucedo y Arce, convergen en comprobar, con algunas discrepancias, la mayor proximidad de los estereotipos de castellanos y españoles, de los que se distancian poco los andaluces, y la mutua proximidad de catalanes y europeos, así como, con mayor distancia, de vascos y gallegos.

En conclusión, los datos empíricos no permiten debido a las insuficiencias muestrales, formular afirmaciones definitivas, aunque si algunas consideraciones provisionales. Cada grupo tiene un buen concepto de sí mismo y menos bueno de los demás. Los españoles son calificados de forma distinta que las subpoblaciones que comprenden. Los estereotipos aquí revisados señalan unánimemente a los españoles como apasionados y, con exiguo acuerdo, como alegres, orgullosos y religiosos; a los andaluces, como alegres, vagos y exagerados; a los catalanes, como trabajadores, prácticos y orgullosos; a los vascos, como fuertes, trabajadores, separatistas y extremistas, sin que se observen coincidencias apreciables al calificar a gallegos y castellanos.

 

LOS ESPAÑOLES EN LA HISTORIA

De todo lo dicho cabe concluir que los estereotipos existen, aunque cambian en todo o en parte según los lugares y los tiempos. Los que hoy se dan entre los españoles no constan con suficiente fiabilidad. Esperemos estudios más representativos y fidedignos. Los psicólogos españoles son hoy de sobra competentes para emprenderlos, sólo les falta allegar medios económicos para extender sus análisis a muestras amplias y sistemáticamente insesgadas.

Claro que, sean como fueren, ¿corresponden los estereotipos a la realidad? Bien, de lo que no hay mucha duda es de que forman parte de esa realidad: la manera de percibirse a sí mismo es un componente de la realidad de ese sí mismo, y el modo de percibir y distinguir en categorías a los otros forman parte de la realidad psicosocial y cultural del conjunto de todos.

Hay, sin embargo, otra vía para acercarse a la realidad de lo que los españoles han sido y son; a saber, las descripciones que, a lo largo de la historia, de ellos han hecho los filósofos, científicos, historiadores, artistas, escritores, diplomáticos y viajeros. Un buen número de las que me parecen más solventes, desde Trogo Pompeyo a Julio Caro Baroja, están expuestas en mi ensayo de 1989, al que remito al lector interesado. Resumo y comento allí la síntesis que sobre el carácter español hace Ramón Menéndez Pidal en su Introducción al primer volumen de su Historia de España (1963).

Según D. Ramón, los tres rasgos en que se compendia el carácter español, tal y como se documenta en la historia, son la sobriedad, la idealidad y el individualismo. Son rasgos persistentes, aunque no constantes. No son tampoco unívocos, sino polisémicos y, sobre todo, bipolares. Se modulan diversamente según las vicisitudes históricas.

La sobriedad se manifiesta como austeridad ética y resistencia al infortunio, pero también, de otra parte, como falta de imaginación; como atención a lo inmediato y a las ultimidades, pero no al esfuerzo continuado para sostener proyectos a medio plazo; como imprevisión impávida, pronta a emprender hazañas desmesuradas y como la apatía del "no importa" o del "vuelta usted mañana". Se trasluce asimismo en un reconocido igualitarismo humanitario (todos iguales, del papa y el rey al hidalgo y el villano), cuya otra cara es la resistencia a reconocer superioridad cuando existe. Se expresa, finalmente, en un cierto tradicionalismo, ya fiel y creador, ya cerril y obtuso, para el que toda novedad es cosa peligrosa y vitanda.

La idealidad se muestra, de un lado, en la pronta disposición a morir por un ideal: "Aquella libertad esclarecida/Que donde supo hallar honrada muerte/Nunca quiso tener más larga vida" (Quevedo), y, de otro, en la desatención a las realidades cotidianas. El español suele estar dispuesto a morir, pero no a menos.

El individualismo se hace patente en el aprecio del hombre concreto de carne y hueso: D. Quijote libera a los galeotes, Sancho Panza declara que hasta en el infierno hay gente buena, y los indagadores de la historia y la intrahistoria, de Costa y Sánchez Albornoz a Unamuno, reconocen el sentido inmanente de la justicia y el derecho de los españoles. Pero, al mismo tiempo, ese individualismo lleva a un escaso sentimiento de responsabilidad colectiva y de organización y jerarquización social, que, en último término, termina en envidia: "La malignidad hispánica" según Gracián, o, como dice Calderón, 1: "No hay hombre tan desdichado/Que no tenga un envidioso/Ni hay hombre tan venturoso/Que no tenga un envidiado".

Quizá todas estas características puedan resumirse, extremando discutiblemente la síntesis, en una sola: la propensión a la simplicidad, que no sé si es exclusiva propiedad nuestra o tal vez compartida por todos los grupos humanos. Simplicidad que, en un sentido, se aproxima al acendramiento: sobriedad para atenerse a lo esencial; idealidad superadora de contratiempos y venturas cotidianos, importantes pero efímeros; individualismo comprensivo de cada hombre como prójimo. Simplicidad que, en otro sentido, se acerca al simplismo: sobriedad que desdeña el esfuerzo cotidiano, idealidad que menosprecia el razonamiento crítico, la problemática osadía de la investigación científica y las posibilidades liberadoras del progreso técnico, individualismo que favorece la insolidaridad y dificulta la jerarquización.

De esta proclividad a la simplificación vienen seguramente las tendencias contrapuestas de unidad y localismo, de cooperación e intransigencia, que han llevado y llevan, belicosa o pacíficamente, al enfrentamiento de las dos Españas. En 1836 Larra escribió: "Aquí yace media España. Murió de la otra media". En 1936 estuvo no lejos de cumplirse esta premonición.

Hay que añadir enseguida que el carácter español no es inalterable y fijo. Para aquilatarlo habría que recurrir, como aconseja, Caro Baroja, a los "loci communes" y los "topoi" (los lugares comunes y los tópicos) que se han barajado y barajan sobre los españoles y a estudiarlos y ponderarlos debidamente, habida cuenta del horizonte histórico en que fueron formulados y según el rigor de las observaciones y fuentes en que se fundan. Sería entonces relativamente fácil analizarlos con las técnicas de que disponemos los psicólogos y descubrir, con alguna fiabilidad, las coincidencias y discrepancias, los rasgos percibidos como relativamente persistentes y sus variadas modulaciones a lo largo de la historia. El tema queda abierto.

El panorama se enriquece y complica en nuestros días con los innumerables datos que han ido allegándose en las encuestas sociológicas. Son éstas, aunque discutibles, superabundantes y, en general, efectuadas sobre muestras considerablemente representativas, tanto a nivel español como europeo. Contienen, además, con frecuencia, datos y análisis comparativos entre las distintas épocas y poblaciones.

Recurra quien le interese a las encuestas que fácilmente puede encontrar en las publicaciones de FOESSA, DATA, CIRES, CIS o INE, a los múltiples informes comparativos de creencias y valores europeos que constan en los Eurobarómetros publicados por la Comisión de las Comunidades Europeas (Yela, 1993), o por Stoetzel (1983), Hewstone (1986), Inglehart (1991) o Andrés Orizo (1991), y a los estudios mas específicos sobre, por ejemplo, la familia (Del Campo, 1991) o la religiosidad (González Blasco y González Anleo, 1992). Muchos de los datos pertinentes se hallan resumidos y comentados en Stoetzel, para los análisis comparativos entre los países europeos, y, para los españoles, en las obras dirigidas por Amando de Miguel (1992) La sociedad española 1992-1993, y por Salustiano del Campo (1993) Tendencias sociales en España. 1960-1990.

No puedo repasar aquí esta multiplicidad, casi inabarcable, de datos e interpretaciones. En lo que concierne a nuestro tema, puede concluirse de todos ellos, creo que legítimamente y con suficiente aproximación, que los valores y creencias de los españoles se sitúan, en general, en las mismas dimensiones y con parecidas proporciones que las del resto de los países europeos, más cercanos a los mediterráneos y a Irlanda y más distantes de los centroeuropeos, británicos y escandinavos, pero no ampliamente discordantes de ninguno, excepto aquí y allá en algunos aspectos. Todos. incluidos los españoles, manifiestan opiniones y pareceres que, con altos y bajos, con avances y retrocesos, se van acercando a una común propensión. Consiste ésta -sobre un fondo persistente de creencias religiosas y éticas tradicionalmente europeas, aunque poco concordantes con los comportamientos cotidianos en la creciente adhesión a una sociedad compleja, diversificada, secularizada, afanosa de bienestar material y simbólico, más hedonista que sobria e idealista, e inclinada a compaginar -sin saber muy bien cómo y un tanto desilusionada- la solidaridad con la libertad, la justicia común con los derechos y preferencias individuales.

No parece, en fin, que el carácter español se resuma hoy en la sobriedad, la idealidad y el individualismo que Menéndez Pidal y tantos otros, creían apreciar, aunque diversamente matizados, en los comportamientos de los españoles a lo largo de la historia. Más bien parece que nuestro carácter, sin poder negar con certeza que se afinque en rasgos relativamente permanentes (que habría que atestiguar mejor de lo que hoy sabemos), es considerablemente variable y depende, en buena parte (que habrá que aquilatar), de las cambiantes circunstancias biográficas e históricas.

 

BIBLIOGRAFIA