ESPACIO ABIERTO

La evaluación de los servicios sociales como opción política y como necesidad profesional en el contexto de la crisis del Estado del Bienestar


The Assessment of Social Services as a Political Option and as professional need in the context of the crisis of the State of the Welfare

Martí X. MARCH CERDA

Departamento de Ciencias de la Educación
de la Universidad de las Islas Baleares. Campus de la UIB


RESUMEN

PALABRAS CLAVE

ABSTRACT

KEY WORDS

LA CRISIS DEL ESTADO DEL BIENESTAR Y LA EVALUACION: ALGUNAS CUESTIONES E INTERROGANTES PARA EMPEZAR

LA EVALUACION COMO OPCION Y COMO PROCESO POLITICO

¿HACIA UNA POLARIZACION DE INTERESES ENTRE EL POLITICO Y EL PROFESIONAL DE LA EVALUACION?

¿HACIA LA DESINSTITUCIONALIZACIÓN DE LOS SERVICIOS SOCIALES?

BIBLIOGRAFIA


RESUMEN

El objetivo de este artículo no es el de analizar la crisis del Estado del Bienestar Social en su dimensión global, sino, fundamentalmente, el de llevar a cabo dicho análisis desde la perspectiva de los servicios sociales. Pero éste se va a realizar desde la dimensión metodológica de la evaluación; se trata, en cualquier caso, de plantear, por una parte, la dimensión política de la evaluación y, por otra parte, el papel de la misma en el contexto de la mencionada crisis de los sistemas de protección social, contribuyendo a la racionalidad en la toma de decisiones en el momento de replantear la política a seguir y los programas y recursos a poner en marcha, a reconvertir o a dejar de realizar.

PALABRAS CLAVE

Crisis. Estado del Bienestar. Servicios Sociales. Evaluación: Opción política y necesidad profesional. Tipos de evaluación. Reconversión de los servicios sociales.

ABSTRACT

The object of this article is not to analysis the crisis of the State of Social Welfare in a global dimension, but, fundamentally, to realize this article from the perspective of social services. This analysis will be implemented from the methodological dimension of the evaluation; in any case the intention is to present, on the one hand, a political dimension of e evaluation, and on the other hand, the function of the same evaluation in the context of the mentioned crisis of the systems of social protection, contributing to the rationality of replanting the politics to be followed and the programmes and the resources to be used, to be reconverted o to be left aside.

KEY WORDS

Crisis of the State of Social Welfare. Social Services: Political option and professional necessity. Types of evaluation. Modernization of social services.


LA CRISIS DEL ESTADO DEL BIENESTAR Y LA EVALUACION: ALGUNAS CUESTIONES E INTERROGANTES PARA EMPEZAR

Desde hace un cierto tiempo se está planteando con una crudeza inusual la crisis del Estado del Bienestar, con propuestas de reducción de los diversos sistemas de protección social que progresivamente se han consolidado en la mayoría de los países desarrollados, institucionalizándose diversos productos y sistemas sociales, tales como la sanidad, la seguridad social, la educación, la vivienda o los servicios sociales, que han supuesto la constitución de un Estado Social y de Derecho.

Sin embargo la existencia de una crisis económica profunda y estructural, con una importante pérdida de competitividad de los países desarrollados, está posibilitando la existencia de un debate sobre la política económica a seguir y el sistema de protección social adecuado a esta nueva situación.

No obstante, el objetivo de este artículo no se plantea el análisis de la crisis del Estado del Bienestar Social en su dimensión global, sino que va a concretar dicho análisis desde la perspectiva de los servicios sociales, en tanto que sistema específico de protección social, en España.

Así este análisis se va a realizar desde la perspectiva de la evaluación; se trata, en cualquier caso, de plantear, por una parte, la dimensión política de la evaluación, y, por otra parte, el papel de la misma en el contexto de la mencionada crisis de los sistemas de protección social.

En el primero de los aspectos mencionados, las preguntas que nos podemos formular son significativas de la concepción que sobre la evaluación se tiene: ¿Cuál es el componente político o ideológico de la evaluación?, ¿es la evaluación una opción profesional, inherente a la misma intervención?, ¿tiene la evaluación, por otra parte, una dimensión tecnocrática?, ¿existe polarización de intereses y e planteamientos entre el profesional y el político en relación a la evaluación?..

En el segundo de los aspectos planteados, las preguntas que nos podemos formular son, es este sentido, diversas y contradictorias: ¿Han respondido o responden los servicios sociales a las necesidades males de la sociedad?, ¿han sido o son eficaces los servicios sociales?, ¿cuáles son los sectores más beneficiados de los mencionados servicios?, ¿son eficientes los servicios sociales?, ¿se están evaluando los servicios sociales?, ¿interesa realmente dicha evaluación?, ¿cuáles son las dificultades políticas de la implantación de una cultura de la evaluación de los servicios sociales?, ¿interesa a los profesionales de los servicios sociales esta evaluación? En el caso de que deba haber una reconversión de los servicios sociales, ¿cuál debe ser el papel de la evaluación en la misma?...

Si bien las preguntas y las cuestiones planteadas son complejas y difíciles de responder, el objetivo que nos planteamos es el de reflexionar en tomo a las mismas, con el fin de posibilitar el necesario debate sobre la evaluación, su funcionalidad y su problemática en el contexto político, social y profesional actual, teniendo en cuenta la dicotomía existente entre la "utopía" de la evaluación y la realidad de la misma en todas sus dimensiones, niveles y enfoques.

 

LA EVALUACION COMO OPCION Y COMO PROCESO POLITICO

La ausencia en nuestro país de una cultura de la evaluación que analice, de una forma sistemática, rigurosa, responsable y útil, los diferentes sistemas o productos sociales del Estado Social y de Derecho del cual nos hemos dotado, no es un hecho casual; la ausencia de esta cultura evaluativa refleja el resultado de una opción, de un planteamiento y de una política que ha abdicado de la evaluación en tanto que proceso de conocimiento de una realidad, de una intervención que se ha llevado a cabo, tanto desde la administración, como desde la misma sociedad civil.

Y evidentemente si el sistema educativo, el sistema sanitario, el sistema de pensiones, el sistema de los servicios sociales, etcétera, son una consecuencia de un determinado modelo político, de una determinada política económica, de un determinado consenso y pacto social, resulta evidente que la evaluación de los mismos responde, lógicamente, a esta dimensión política que facilitó el nacimiento, el desarrollo, la consolidación y la crisis de los mismos. Por tanto la evaluación, desde esta óptica, no sólo responde a un criterio político inicial y de principio, sino que todo el proceso evaluativo, en sus diversos niveles, problemáticas, aspectos, metodologías, etc., responde a una concepción política determinada.

Así pues, la evaluación de los diferentes sistemas y subsistemas sociales no se puede reducir, evidentemente, a una cuestión técnica y profesional, ya que ello significaría la simplificación de los problemas, la confusión entre la filosofía, los fines y los medios y la concepción tecnocrática de la misma. Y ello produciría unos efectos contrarios a los intencionalmente propuestos.

El análisis de diferentes definiciones de la evaluación nos suscita y nos muestra las connotaciones políticas e ideológicas de las mismas, en base a distintos supuestos y condicionamientos teóricos y metodológicos.

Así, y siguiendo a D. L. Stufflebeam/Shinkfíeld, A J. (1987: 183) podemos definir la evaluación de la siguiente manera:

"La evaluación es el proceso de identificar, obtener y proporcionar información útil y descriptiva acerca del valor y mérito de las metas, la planificación, la realización y el impacto de un determinado objeto, con el fin de servir de guía para la toma de decisiones, solucionar los problemas de responsabilidad y promover la comprensión de los fenómenos implicados."

Del análisis de esta definición podemos deducir las implicaciones políticas de la misma se derivan:

1. La definición del concepto de información útil resulta fundamental, efectivamente se trata de tener en cuenta que para llevar a cabo la evaluación lo importante es delimitar el tipo de información necesario para ello. Por tanto el primer problema a plantear se refiere, fundamentalmente, a definir lo que se quiere conocer, ya que es necesario tener en cuenta la dimensión informativa de la evaluación el tipo de información necesaria para evaluar se debe referir a todas las cuestiones que se plantea analizar.

2. La delimitación del concepto de valor y mérito de lo que se pretende evaluar y el valor o mérito de un diseño, de una planificación, de una institución, de un proceso de implementación, de un resultado, de un impacto, etc., significa que se debe decir lo positivo o lo negativo, lo bueno o lo malo, lo útil y lo inútil de lo que se ha evaluado. Y ello significa tener criterios explícitos, puntos de partida, opciones concretas, etc.

3. La toma de decisiones, en función de la información obtenida de la evaluación realizada, con el fin de posibilitar un cambio, una modificación, de lo que resulta imprescindible del programa, de la institución, o del proyecto, de acuerdo con los resultados obtenidos. Y, evidentemente en este contexto, la toma de decisiones es, fundamentalmente, un acto político.

Así pues el tipo de información útil, el valor o el mérito de lo evaluado y la toma de decisiones son elementos fundamentales en la conceptualización política de la evaluación. Y eso, al margen de la decisión misma de evaluar, que ya, en sí misma, supone la primera y más importante de las opciones políticas.

Carol H. Weiss, una de las profesionales norteamericanas más prestigiosas en el ámbito de la investigación evaluativa de los programas sociales, define la evaluación de la siguiente manera:

"La investigación evaluativa, en opinión de quienes la practican, es una manera de aumentar la racionalidad de las decisiones. Al contar con información objetiva acerca de los resultados de los programas es posible tomar decisiones atinadas en materia de asignación de partidas presupuestarias y de planeación de los programas. Los programas que rindan buenos resultados se ampliarán, los que no lo rindan serán desechados o se les harán modificaciones drásticas." ( ) Dentro de este contexto hay que reflexionar sobre la evaluación. Lo que ésta puede hacer es proporcionar datos que reduzcan incertidumbres y aclarar las pérdidas y las ganancias en que decisiones diferentes pueden incurrir. De tal manera permite a quienes toman decisiones aplicar con mayor precisión sus valores y preferencias con un mejor conocimiento de los " cambalacheos" que encierran las diversas opciones posibles." (C. H. Weiss, 1991: 14-16).

La definición de C. H. Weiss resulta, en nuestra opinión, profundamente política; así, en esta perspectiva, resulta necesario reseñar los siguientes elementos:

1. La evaluación implica aumentar la racionalidad en el momento de la toma de las decisiones. Aunque el concepto de racionalidad puede tener, y de hecho tiene, unas importantes y significativas implicaciones tecnocráticas, es evidente que este enfoque sería reduccionista en todos los sentidos y las perspectivas, ya que la toma de decisiones, en función de unos datos, implica lógicamente una elección de acuerdo con unos criterios y con unos valores determinados. En definitiva la toma de decisiones refuerza la finalidad social de la evaluación.

2. Tal como plantea la misma autora, la evaluación no supone " desterrar" la política de la toma de decisiones, ya que a la toma de las mismas se llega mediante la negociación la política, el diálogo, las transacciones, etc. Por tanto la realización de la evaluación no puede impedir la decisión política; de lo contrario la evaluación se reduciría a un hecho puramente metodológico, tecnológico o tecnocrático.

Y aunque el evaluar conlleva múltiples implicaciones de diverso signo y dimensión, resulta evidente la necesidad de descartar los enfoques y las concepciones tecnocráticas, neutrales, asépticas y avalorativas que tiene la evaluación. Y ello, según Silverio Barriga (1990: 267-280):

1. Porque la acción humana se contextualiza dentro de un proyecto concreto con objetivos intencionales determinados.

2. Porque, de forma directa o indirecta, se participa en la puesta en práctica del proyecto.

3. Porque la evaluación -que es una intervención- puede modificar el contexto de la intervención, y puede producir consecuencias directas e indirectas.

4. Porque de los datos proporcionados por los técnicos se pueden hacer usos contradictorios en todos los sentidos y en todas las perspectivas.

Por tanto la evaluación conlleva implicaciones políticas a todos los niveles: en la decisión misma de evaluar, en la delimitación del objeto a evaluar, en la elección de la metodología a utilizar, en la implementación de la evaluación, en la negociación con los profesionales, en el coste mismo de la evaluación, en la utilización de los resultados, en la toma de decisiones que supone el análisis de los resultados obtenidos, en las consecuencias de la toma de decisiones, etc.

Dentro de este mismo contexto de definición política, Juan Sáez Carreras (1993: 89-105 plantea un enfoque dicotómico de la evaluación en función del modelo tecnológico y del modelo hermenéutico-crítico de intervención educativa, que tiene su correspondiente correlato en la conceptualización de la evaluación. En este sentido plantea la necesidad que la evaluación explicite la ideología, las ideologías sobre el que se asienta el discurso social y pedagógico de la intervención. Se trata, en cualquier caso -en palabras del mismo autor-,

"Especificar supuestos significa reconocer la influencia de los valores personales y sociales sobre la evaluación de programas de intervención, lo que a su vez, supone aclarar las posiciones de valor que dictan los objetivos, las estrategias y los métodos que han de ser considerados como los más deseables en cualquier evaluación. Pero además este modelo de evaluación acaba transcendiendo la mera instrumentación de técnicas para recoger datos sobre e1 programa al tiempo que se enraiza en criterios y principios que avalen su potencial, no ya para medir sino fundamentalmente para valorar y emitir juicios, para comprender, para deliberar sobre alternativas de mejora en un contexto que propicie el aprendizaje de los sujetos y su emancipación." (J. Sáez, 1993: 102).

Así pues no sólo se trata de plantear que cualquier intervención social o educativa se apoya sobre un discurso ideológico concreto y específico, sino que la evaluación debe "descubrir" dichos supuestos, teniendo en cuenta que la "opción metodológicas" elegida debe ser coherente con la opción educativa. Se trata, desde esta opción, de erradicar la evaluación administrativa, burocrática, sumativa, y realizada a distancia, y de plantearla de forma que asuma el compromiso de la mejora de los programas de intervención, que posibilite la participación democrática de los sectores afectados, que tenga un carácter formativo, que contribuya al desarrollo de la teoría...

Dentro de este contexto de definición política resulta sumamente sugerente el "Manifiesto por una evaluación democrática del sistema educativo" (Autores Varios, 1993: 40-42); en el mismo se explicitan los puntos más significativos que debe tener dicha evaluación:

1. La evaluación es un proceso político de conocimiento.

2. La evaluación ha de informar inteligentemente a la sociedad civil, evitando simplificar las apreciaciones y los juicios sobre el sistema educativo.

3. La evaluación del sistema educativo debería ser una evaluación democrática, desarrollando la participación democrática de la sociedad civil.

4. La evaluación democrática del sistema educativo debería evitar la utilización de criterios y de modelo burocráticos y productivistas.

5. La evaluación democrática debería comenzar con el establecimiento de un amplio consenso y fomentar un debate público profundo en la sociedad civil sobre sus líneas y fines fundamentales.

6. La evaluación democrática del sistema educativo es un acto público que no puede aceptar de ninguna manera el secreto y la restricción de información.

La implantación dé una evaluación que tuviera en cuenta estas características supondría la opción por un modelo evaluativo concreto y específico; un modelo que se opondría a un enfoque evaluativo de carácter tecnocrático, burocrático, productivista y cerrado.

Por tanto la dimensión política de la evaluación tiene, inicialmente, dos niveles: en primer lugar se plantea la posibilidad de implantar una cultura de la evaluación para los diferentes subsistemas sociales -educación, servicios sociales, sanidad, cultura. trabajo, etc.-, aunque la cuestión fundamental es si realmente interesa la implementación de una cultura de la evaluación. Y si interesa para que y para quien; y si no interesa, ¿cuáles son las razones de esta negación?

Pero, en segundo lugar se trata -una vez resuelta la primera cuestión- de elegir el modelo evaluativo a aplicar para conocer no sólo la calidad de los diferentes servicios, sino también el desarrollo justo, igualitario, no discriminatorio y democrático de los diferentes subsistemas sociales.

Pero a estos dos niveles y dimensiones políticas de la evaluación, hay que añadirle la forma de implementación de los diferentes modelos evaluativos, así como la utilización que de los diferentes resultados se puede realizar para tomar las decisiones adecuadas a los objetivos y a las intenciones propuestas.

Sin embargo la evaluación no sólo es una opción política desde todas las perspectivas y las dimensiones, sino que es, fundamentalmente, una necesidad profesional. Y sobre esta cuestión pretendo seguir reflexionando.

 

¿HACIA UNA POLARIZACION DE INTERESES ENTRE EL POLITICO Y EL PROFESIONAL DE LA EVALUACION?

Estas implicaciones políticas e ideológicas pueden dar lugar, según Ferrán Casas (1990, 286-288), a dos tipos de conflictos: Uno desde la perspectiva profesional y otro desde la perspectiva política. En definitiva puede plantearse una polarización de intereses entre el político y el profesional; y esta polarización, en el caso que se produzca, puede tener dos tipos de consecuencias: en primer lugar puede suponer la no realización de la evaluación, ya que para que ésta se lleve a cabo necesita de un acuerdo inicial en la decisión, en los objetivos, en la metodología, en la participación de los diferentes sectores implicados, etc. Y en segundo lugar puede suponer la constatación de las inseguridades y las incertidumbres en relación a la eficacia del programa o de la institución, objeto de evaluación.

Pero esta polarización de intereses políticos y profesionales no se puede plantear desde una perspectiva general o global, sino que, también, se puede dar en relación a los diferentes tipos de evaluación, ya que en función de la que se lleve a término la importancia y la significación política puede resultar más evidente y obvia, o, por otra parte, puede resultar más significativa y más importante la cuestión profesional, a pesar de las interacciones existentes entre ambos aspectos.

Por tanto la decisión sobre lo que se debe evaluar, sobre cómo se debe evaluar, sobre quién debe evaluar, sobre cuándo se debe evaluar, sobre la función de la evaluación, etc., es una cuestión no exenta de polémica, de debate entre el político y el profesional. En cualquier caso resulta evidente que la resolución de esta problemática implica y necesita del cumplimiento de una serie de condiciones; estas condiciones son, en mi opinión, las siguientes:

1. La existencia de una política social clara, coherente, seria, consensuada, con continuidad, y profesionalizada.

2. La existencia de un diálogo entre el político y los profesionales con el fin de posibilitar la comunicación mutua de objetivos, problemas, dificultades y resultados.

3. La existencia de una metodología clara de trabajo tanto en el diseño de programas, servicios, centros o proyectos, como en su implementación, en la participación de los sectores afectados, etc.

4. La existencia de un consenso sobre la implantación de una cultura de la evaluación, concebida ésta como un medio para mejorar la calidad de los servicios.

Efectivamente, la última condición propuesta nos parece fundamental para evitar la polarización de intereses entre el profesional y el político en el contexto de los servicios sociales. En este contexto de consenso y de negociación la evaluación debe ser concebida como un instrumento para mejorar los resultados, para perfeccionar la metodología de intervención y de implementación de programas, para optimizar el funcionamiento de las instituciones, para satisfacer las demandas y las necesidades de los usuarios, para posibilitar la modificación o la supresión de aquellos aspectos no funcionales o ineficaces de los programas e instituciones, etc. Por tanto, la evaluación para el político o para el profesional, no debe ser concebida como una inspección como un control, como un examen, como un cuestionamiento de una actividad: sólo desde una concepción positiva será posible consensuar, políticamente y profesionalmente, la implantación teórica y práctica de una cultura de la evaluación.

Sin embargo, el consenso y la negociación en tomo a este hecho, no puede impedir la necesidad de debatir las dicotomías políticas y profesionales que en relación a los diferentes tipos de evaluación existen.

Así, y según el momento en qué se evalúa -la evaluación ex-ante, la evaluación durante y la evaluación ex-post- resulta evidente, en nuestra opinión, que desde una perspectiva política interesa, fundamentalmente, la evaluación ex-post, mientras que, desde una perspectiva profesional, interesa, fundamentalmente, la evaluación durante; en el caso de la evaluación ex-ante puede plantearse desde una perspectiva ambivalente a nivel profesional y a nivel político. La priorización de las diferentes opciones evaluativas no son excluyentes, sino que simplemente se plantean en función de las características de los distintos modelos evaluativos.

¿Cuáles son los fundamentos de estas opciones de tipo de evaluación en función del momento en qué se evalúa? La evaluación ex-ante -que trata de evaluar el programa o proyecto en sí mismo antes de su puesta en práctica- comporta, según María José Aguilar y Ezequiel Ander-Egg, (1992: 28), analizar la pertinencia del proyecto con la realidad, la coherencia las congruencias internas, y la rentabilidad económica; todos estos aspectos interesan tanto a los políticos como a los profesionales, por lo que este tipo de evaluación interesa a ambos en todos los sentidos y perspectivas: políticas, profesionales y económicas. Una buena decisión, un buen proyecto, un buen planteamiento financiero es un punto de partida fundamental para que el programa sea eficaz, aunque no es la única. condición.

La evaluación durante la implementación es la que se realiza en el momento en que se está ejecutando e informa sobre la marcha del programa; este tipo de evaluación es importante para comprobar si los objetivos se están cumpliendo o si la ejecución es meteorológicamente la correcta. Este tipo de evaluación, desde nuestra perspectiva, resulta fundamentalmente para el profesional, ya que es éste el que la lleva a cabo y es el responsable de la ejecución e implementación del programa o de la gestión de la ejecución. Por tanto la polarización de este tipo de evaluación para el profesional es obvia.

La evaluación ex-post -que es la que se lleva a cabo una vez que el proyecto o programa ha finalizado- valora la eficacia, la eficiencia, los efectos o el impacto, y tiene, desde nuestra perspectiva, una importante trascendencia política; al político le interesa, fundamentalmente, los resultados, ya que de ellos "vive". Al profesional le interesan, también, los resultados, pero en nuestra opinión, lo más significativo para éste son los procesos, ya que desde los mismos es posible entender los resultados obtenidos. En cualquier caso la decisión sobre el cuándo de la evaluación es una opción política fundamental.

Según las funciones que realiza la evaluación -la evaluación sumativa y la evaluación formativa- la opción a realizar puede tener dos lecturas diferenciadas, sin entrar en el debate, planteado por diversos autores, de Cronbach a Patton, sobre la rigidez de esta división entre la evaluación de los resultados y de los efectos de un programa, y la evaluación del seguimiento del programa, ya que plantearlo, de forma dicotómica. resulta un error de concepción y de metodología. Sin embargo, y partiendo de la definición inicial sobre las funciones de la evaluación formativa y la evaluación sumativa, pensamos que la primera resulta más "funcional" para el profesional, mientras que la segunda resulta más "útil" para el político.

Sin embargo, y en relación a la excesiva rigidez conceptual, resulta evidente que estos dos tipos de evaluaciones pueden y deben ser complementarias, tanto en su intencionalidad como en su realización; se trata de situar el tipo de evaluación dentro del contexto óptimo de la intervención o de gestión de un programa o institución.

Según la procedencia del evaluador -es decir, la evaluación externa, la evaluación interna, la autoevaluación o la evaluación mixta- resulta más útil y más significativa para el político la evaluación externa, mientras que las restantes modalidades de evaluación resultan más útiles para el profesional, ya que en las mismas existe más implicación, más compromiso, más posibilidad de reflexión y más posibilidad de modificar los aspectos a cambiar.

Con todo la opción por el evaluador externo desde la perspectiva del político nos plantea una serie de preguntas: ¿garantiza la evaluación externa una mayor independencia entre el evaluador y el contratante?, ¿garantiza la evaluación externa la existencia de resultados más objetivos y más fiables?, ¿garantiza la evaluación externa una modificación del proceso de intervención o de gestión de un programa o de una institución?, ¿garantiza la evaluación externa la colaboración de los profesionales en la realización del proceso evaluativo?, ¿no puede el evaluador externo plantear el proceso evaluativo como una garantía para su continuidad evaluadora en el futuro, ante la ausencia de una normativa sobre la evaluación y las auditorías en el ámbito de la educación, de la cultura, de la sanidad, de la empresa, de los servicios sociales?

Si bien estas preguntas pueden formularse para los otros tipos de evaluación -en relación a la procedencia de los evaluadores-, la especificación de las mismas en la evaluación externa, supone una decisión y una opción sobre la necesidad de implantar este tipo de evaluación, como medio fundamental para enraizar, en el ámbito de lo social, una cultura evaluativa eficaz y con continuidad.

Sin embargo la procedencia del evaluador puede matizarse, también, en función del tipo de evaluación a realizar; así, en nuestra opinión, para la evaluación de los resultados, del impacto, e incluso del proceso de intervención, la evaluación externa resulta más conveniente y útil; mientras que para la evaluación de las necesidades, del diseño del programa y de la gestión del mismo, resulta más conveniente y más útil la evaluación interna o la autoevaluación. En todo caso, sea cual sea la decisión por la que se opte, el modelo evaluativo resultante es el mixto, en el que intervienen todas las modalidades de evaluación planteadas anteriormente.

Sin embargo se opte por la evaluación externa o por la evaluación interna, lo más importante, tanto desde una óptica política o profesional, es la integración del evaluador en el programa o institución, desde una doble perspectiva: por una parte el equipo de profesionales ha de tener asumido la evaluación como objetivo básico, pero, por otra parte, la evaluación ha de permitir la participación de todos en el proceso. La figura del evaluador no puede tener una función de supervisión o de control político o profesional; dicha concepción supondría la ineficacia e inutilidad de la evaluación.

Con todo, y a pesar de todo lo dicho, la debilidad de la evaluación, de su implantación en todas las perspectivas, niveles, tipos y modalidades, hace que el debate planteado sobre la evaluación interna y la externa, tenga un carácter, en algunos casos, teórico; sin embargo la posibilidad de lograr a medio plazo una cultura evaluativa generalizada obliga a plantear estas cuestiones como una forma de avanzar en el proceso.

Según los aspectos a evaluar -y en este sentido partiremos del planteamiento realizado al efecto por F. Alvira (1991) por la exhaustividad tipológica delimitada- la evaluación de necesidades, la evaluación del diseño/conceptualización del programa de intervención, la evaluación de la evaluabilidad, la evaluación de la implementación, la evaluación de la cobertura, la monitorización y seguimiento, tienen un carácter, fundamentalmente, profesional, mientras que la evaluación de resultados, la evaluación del impacto o la evaluación económica, tienen un carácter, fundamentalmente, político; con todo las interacciones entre los diferentes aspectos son obvias.

A pesar de este planteamiento polarizador realizado entre el político y el profesional, resulta evidente, tal como hemos planteado, que la evaluación será más eficaz y más útil en la toma de decisiones cuanto más y mejor integre los aspectos profesionales y los aspectos políticos de la misma.

Pero todo ello no puede dejar de reconocer la opción política que supone la evaluación en el ámbito de los servicios sociales. Rocío Fernández-Ballesteros y otros (1989 a: 85) dice al respecto de esta cuestión lo siguiente:

"( ) y también la definición emanada del Seminario Taxonómico (1987) son un instrumento de política social que señala consensuadamente qué demandas concretas en cada momento deben tener la consideración de "necesidades sociales", precisando el campo de actuación y el contenido prestacional de los servicios sociales". Con estas precisiones queda claro que los servicios sociales estarían implicando una realidad dependiente de la política social, gestora y promotora de las acciones implicadas en los "programas".

Así pues no reconocer la dimensión política de los servicios sociales y de la evaluación de los mismos, supondría una miopía científica y profesional, y en definitiva una miopía política.

 

¿HACIA LA DESINSTITUCIONALIZACIÓN DE LOS SERVICIOS SOCIALES?

A partir de la aprobación de la Constitución Española de 1978, se plantea en nuestra sociedad un cambio significativo en lo que a derechos y libertades se refiere, siendo la cuestión de los servicios sociales uno de los aspectos que tendrá importantes transformaciones desde todas las dimensiones y perspectivas: filosófica, teórica, política, organizativa, profesional, de objetivos, de recursos, etc,

Efectivamente, a partir de la Constitución Española, con la configuración de los ayuntamientos democráticos y de las comunidades autónomas, durante la década de los años 80, se establecen en nuestro país los servicios sociales como uno de los mecanismos y sistemas públicos de protección social. Las leyes de servicios sociales de las comunidades autónomas, la Ley de Régimen local, la creación de los servicios sociales de carácter comunitario y de los servicios sociales especializados, la institucionalización de un Ministerio de Asuntos Sociales, la puesta en marcha del Plan Concertado de Servicios Sociales, la existencia de congresos, jornadas y seminarios sobre dicha cuestión, la nueva dimensión pluridisciplinar del trabajo social, el incremento de publicaciones la sobre dicha realidad, el debate social que sobre esta cuestión se ha planteado, la implicación de la Universidad en relación a dicha problemática etcétera, son elementos que nos inducen a constatar la institucionalización política, profesional y económica de los servicios sociales en España. Se ha tratado de una etapa de creación y de consolidación de los servicios sociales, de una etapa de crecimiento descontrolado, de una etapa, quizá necesaria, demasiado rápida, de un proceso de respuesta a las demandas y a las necesidades sociales y de apertura a los retos europeos.

Pero esta etapa de creación y desarrollo de servicios sociales está dando lugar, durante la década de los años 90, a una etapa de reflujo de los servicios sociales, con la disminución de los presupuestos dedicados a esta temática, con el recorte de servicios y programas, con la modificación de centros y recursos, con la estabilización y recorte de las plantillas dedicadas a la acción social, con una reestructuración de las políticas sociales aplicadas hasta el momento.

Si bien después de una etapa de crecimiento de los servicios sociales, era necesario una etapa que examinara, que analizara los resultados obtenidos, con el fin de adaptar los servicios creados a las nuevas necesidades y demandas sociales, es evidente que la crisis económica que estamos padeciendo, está teniendo importantes consecuencias para los servicios sociales.

Por tanto, después de una década de crecimiento de los servicios sociales y de una crisis económica de los países europeos desarrollados y de España, se imponía, lógicamente, una reconversión de los servicios sociales.

Sin embargo esta reconversión tiene dos posibles modalidades: por una parte una reconversión "salvaje" de los servicios sociales, tal como se está dando, en general, en estos momentos; y por otra parte una reconversión "racional" de los servicios sociales.

Esta reconversión racional deberá tener como elemento metodológico fundamental la implantación de la evaluación; efectivamente la evaluación debe ser el instrumento básico para que los servicios sociales encuentren su acomodo a la nueva situación. Se trata, en cualquier caso, de consolidar una nueva etapa en la que es importante evaluar los resultados obtenidos, los procesos de implantación llevados a cabo, las metodologías de intervención y de gestión, el análisis de los costos-beneficios, etc., con el fin de adaptar los recursos existentes a las nuevas demandas y necesidades, con el fin de optimizar los servicios y los programas existentes, etcétera.

Por tanto la implantación de una cultura de la evaluación en los momentos actuales no sólo es una necesidad profesional y económica, sino fundamentalmente una opción política fundamental en el proceso de reconversión de los servicios sociales. Una opción que no sólo resulta fundamental políticamente, sino también profesionalmente. La no realización de un proceso "racional" de reconversión podría suponer, y de hecho está suponiendo, una desinstitucionalización de los servicios sociales, lo cual iría en detrimento de los sectores sociales más desfavorecidos y la implantación de una "nueva" -"vieja"- concepción benéfico-asistencial de los servicios sociales.

¿Es posible la realización de una política de evaluación de los servicios sociales en España? Si bien la realización de una política de evaluación de los servicios sociales es una condición de esa nueva etapa de los mismos, que la situación política y económica actual exige, resulta evidente la constatación de las dificultades para implantar una cultura de la evaluación; dichas dificultades se podrían concretar de la siguiente manera:

1. La ausencia de una tradición evaluativa de los servicios sociales a nivel internacional, tal como se ha puesto de manifiesto a través de diversos estudios (Fernández-Ballesteros, R. y otros, 1989 a). Una ausencia, todavía, más evidente en España.

2. Las resistencias políticas a poner en marcha un programa de estas características, ya que por una parte la evaluación no está interiorizada en los políticos y por otra parte los resultados de la evaluación pueden poner en cuestión las instituciones, los servicios y los proyectos aplicados: y ello es políticamente peligroso.

3. Las resistencias profesionales ya que, en un momento de crisis, de recortes, de reestructuraciones, etc., la evaluación puede ser un factor de "peligro" añadido a la política de despidos de trabajadores sociales.

4. Los problemas económicos pueden aumentar las dificultades de poner en marcha un programa de estas características, ya que la realización de la evaluación puede suponer una partida específica al respecto.

5. Las dificultades metodológicas, ya que la implementación de una cultura de la evaluación exige la existencia de instrumentos metodológicos específicos; y la construcción de metodologías concretas no se puede improvisar.

No obstante, y a pesar de esta constatación y de las dificultades para implantar una cultura de la evaluación, hay que señalar la existencia de programas de evaluación que, curiosamente, están poniendo en marcha distintas instituciones públicas, y, al mismo tiempo, una serie de auto res que están reflexionando sobre esta cuestión desde diversos enfoques y metodologías.

Con todo, y en relación al proceso de consolidación de los servicios sociales y de su evaluación podemos señalar las siguientes etapas e indicadores:

1. Un primer elemento en el proceso de asunción de la evaluación de los servicios sociales a nivel del Estado español es, sin duda alguna, la elaboración de Mapas de Servicios Sociales por parte de diversas comunidades autónomas; se trata de una etapa de evaluación de necesidades de carácter general que posibilite la planificación de una política social. Pero no sólo hay que considerar estos estudios de carácter macrosociológico, sino también de estudios más concretos y específicos que posibiliten la realización de programas y proyectos más concretos.

2. Un segundo indicador del proceso de institucionalización de la evaluación ha sido, sin duda alguna, la realización por parte de las diversas instituciones y profesionales de centros sociales y de unidades de planificación social, de instrumentos para llevar a cabo una mejor Gestión de los servicios sociales, como pueden ser fichas, instrumentos de registro, informatización de datos, etc. Los trabajos realizados por el Consejo General de Colegios Oficiales de Diplomados en Trabajo Social y Asistentes Sociales (1985), P. Restrepo.

(1990 a y b), de Díaz Perdiguero Y otros (1985), de D. Camí y otros (1990), etc., son una prueba clara de un proceso progresivo de profesionalización del trabajo social. Se trata de instrumentos para la mejora de la gestión administrativa y profesional de los servicios sociales, etc.

3. Un tercer elemento en el proceso de implantación de una cultura de la evaluación es la reflexión teórica de una serie de autores en relación a la evaluación (F. Casas, 1989/Aguilar, M. J., Ander-Egg, E. 1992/Barriga, S., 1990/Alvira, F., 1991, etc.), la existencia de evaluaciones sectoriales (Fernández-Ballesteros, y otros 1989b, Anguera, M. T., Redondo, S., 1991, Redondo, S., 1993, Muñoz Ortiz, M., De Ansorema, A, 1987, Comas, D., etc.), el incremento de publicaciones y revistas sobre dicha problemática, etcétera.

Sin embargo, dentro de este proceso progresivo de implantación de una cultura de la evaluación, hay que señalar la necesidad de construir una etapa "cualitativa" de evaluación que analice los procesos de implementación, los resultados, el impacto y los efectos de los programas y de las instituciones; una etapa que generalice los programas de evaluación, que los integre en los proyectos de intervención y de gestión, que forme a los profesionales para llevarlas a cabo, que posibilite, en definitiva, un salto cualitativo en el análisis de la calidad de los servicios.

La definitiva consolidación de la evaluación en España resulta básica en la perspectiva de conseguir una racionalización en el proceso de reconversión de los servicios sociales, en el que la toma de decisiones se debe fundamentar sobre estudios e investigaciones evaluativas serias y profundas. De lo contrario podemos avanzar en un proceso irracional de desinstitucionalización de los servicios sociales, en, el que los criterios políticos "sectarios" se impongan sobre la opción política de la evaluación en tanto que necesidad profesional y racional para consolidar los servicios sociales en una perspectiva de eficacia, de solidaridad, de participación, de eficiencia y de discriminación positiva. Este es el reto de los servicios sociales, un reto al que la evaluación debe contribuir de una forma urgente, profesional y democrática.

 

BIBLIOGRAFIA