DOSSIER
EL MEDIO RURAL COMO CONTEXTO DE LAS POLITICAS DE BIENESTAR SOCIAL
EL MUNDO RURAL: UNA SOCIEDAD EN MUTACION
- Hacia una ruralidad ex-agraria
- Los nuevos usos del medio rural
- La transformación de los mercados de trabajo rurales
Se analizan en este artículo las nuevas formas de exclusión social y las nuevas demandas de participación social que surgen en un mundo rural en mutación, así como el papel fundamental que juegan las mujeres en este sentido. El cambio social en las áreas rurales tiene que ver básicamente con dos procesos: la desagrarización y las nuevas funciones que cumplen los espacios rurales en las sociedades postindustriales. Estos procesos tienen un gran impacto en la situación de las mujeres rurales. El género se convierte así en una cuestión clave a la hora de pensar en el desarrollo y en el bienestar social del mundo rural.
Sociología rural. Género. Bienestar social. Exclusión social. Desarrollo rural. Mercados de trabajo rurales.
This paper analyzes the new forms of social exclusion and the new demands for social participation emerging from a changing rural world, as well as the fundamental role women play in this sense. Social change in rural areas has primarily to do with two processes: the decreasing agrarianism and the new functions accomplished by rural areas in post-industrial societies. These processes have a great impact on the rural woman's situation. Therefore, gender becomes a key point on thinking about rural world development and welfare.
Rural sociology. Gender. Social welfare. Social exclusion. Rural development. Rural labour markets.
El medio rural de las sociedades postindustriales está experimentando transformaciones muy profundas que afectan directamente a la forma en que deben plantearse los problemas relativos al bienestar social. Es bien sabido que el concepto de bienestar social trasciende ampliamente el ámbito de la protección y asistencia a colectivos marginados o que sufren carencias elementales, y nos conecta con cuestiones relativas a la calidad de vida y al acceso de todos los ciudadanos a los recursos sociales en condiciones de igualdad. El bienestar social nos remite así siempre, en último término, a la participación de los diferentes colectivos en el control de los recursos sociales.
Los cambios que se están produciendo en el mundo rural se ven acompañados de nuevas formas de marginación y privación, y también de nuevas demandas de participación social de colectivos tradicionalmente excluidos de ella. Las mujeres constituyen un colectivo muy importante desde ambos puntos de vista. Y es que los roles y las relaciones de género constituyen, hoy por hoy, una dimensión central del cambio social en las comunidades rurales.
Antes de entrar a analizar los principales rasgos que definen al mundo rural en la actualidad quizá sea conveniente cuestionar algunos de los tópicos que suelen manejarse en torno a la relación entre ruralidad y bienestar social. La dicotomía rural-urbano tiene una presencia profunda y persistente en el pensamiento social y sociológico que suele plasmarse en planteamientos excesivamente simplistas.
De la idealización de la arcadia rural se concluye fácilmente que el aire puro compensa la falta de infraestructuras y el aislamiento, que la gente rural es tan solidaría entre sí que no precisa de servicios sociales, y que la precariedad de los empleos y lo exiguo de los sueldos es compensada por el autoconsumo y la menor carestía de la vida en los pueblos. Este tipo de supuestos subyacen a muchos análisis y discursos sobre la vida rural, aunque no sea ésta ni de lejos la perspectiva dominante en nuestro país, a diferencia de lo que ha ocurrido en otros. En Gran Bretaña, por ejemplo, la idealización de la comunidad rural, que forma parte de la idiosincrasia nacional, ha impedido durante mucho tiempo percibir los problemas de marginación y exclusión social que se producen de facto en este ámbito. (Low, Bradley y Wright, 1986).
Pero también nos encontramos con una visión negativista que contempla lo rural como el espacio de la carencia: el mundo rural sería en este caso una especie de negativo del mundo urbano. Un mundo alejado de los instrumentos de la modernidad, cuya característica básica es tener menos de todo. Esta oscura visión es quizá la más extendida en nuestro país, por las características específicas que presenta su medio rural y por la forma en que se han producido aquí los procesos de industrialización y urbanización. Es una visión que los propios habitantes rurales proyectan muchas veces, no tanto por su estricta correspondencia con la realidad como por una cuestión de estrategia ante instituciones benefactoras (la necesidad de ayudar, salvar o redimir al mundo rural suele acompañar este tipo de planteamientos), o por simple angustia ante un futuro incierto.
Si no existen investigaciones rigurosas ni datos objetivos que permitan sostener la existencia de la arcadia rural, tampoco está muy claro que hoy por hoy podamos identificar ruralidad con privación. Por ejemplo, mientras la pobreza, en su medida convencional de unos niveles determinados de ingresos o gastos monetarios inferiores a la media nacional, sigue siendo una característica rural y una característica sobre todo de los trabajadores agrarios, otros indicadores como el de equipamientos de los hogares revela ya una práctica igualdad entre el medio rural y urbano (Ruiz-Huerta y Martínez, 1994; Martín y Bellido, 1994). En otro orden de cosas, es más fácil asociar la marginación y la pobreza -o al menos lo que solemos entender por marginación y pobreza- a los suburbios metropolitanos que a los pueblos. No deja de ser curioso que el rey Alfonso XIII tuviera que ir a las Hurdes para ver de cerca la España de la marginación, y el actual monarca haya tenido que ir a un barrio marginal de Madrid para hacer lo mismo.
Más allá de lo obvio -y es obvio que el medio rural dispone de menos servicios, y que la prestación de esos servicios es más cara y difícil que en un entorno urbano- y de los estereotipos simplistas sobre lo rural y lo urbano, lo que parece perfilarse en la reflexión que se está haciendo en nuestro país y en otros países del resto de Europa es que el mundo rural, más que de pobreza material sufre de pobreza de futuro, de una enorme incertidumbre sobre su propio lugar en la sociedad global (Shucksmith y otros, 1994). Y, se podría añadir, de las tensiones e incertidumbres que provoca la crisis y redefinición de los ejes básicos -clase, género, generación- sobre los que hasta ahora se ha estructurado la sociedad y la sociabilidad rural. De ahí que cualquier política de bienestar social deba plantearse inexcusablemente ligada a una política de desarrollo rural que contribuya a clarificar y construir esa nueva identidad, y que otorgue a los diferentes colectivos presentes en el mundo rural un papel claro en ese proyecto de futuro.
Dentro de estos colectivos, el de las mujeres ocupa sin duda un lugar relevante. El género se revela, cada vez más, como un aspecto clave en el diseño de cualquier política de desarrollo y bienestar social en el medio rural. Analicemos, por tanto, brevemente, la especificidad de las relaciones de género en el mundo rural.
Las relaciones de género en el medio rural tienen una especificidad que no proviene obviamente de la especial psicología del hombre rural -más "machista" que el urbano- sino de la peculiar estructura socioeconómica que ha venido caracterizando a los pueblos. La importancia de las formas de producción de tipo familiar y la escasa "socialización" y/o tecnificación del trabajo reproductivo asignado al colectivo femenino, ha contribuido a reforzar la subordinación de la mujer.
Si algo ha caracterizado tradicionalmente al medio rural es la pervivencia de la familia como unidad de producción y consumo, como institución central en la vida económica y social de la comunidad. Tanto en la agricultura, como en otro tipo de actividades no agrarias, empresa y familia se identifican. La distinción entre hogar y trabajo, tan clara en los ámbitos urbanos en los que el empleo asalariado es predominante, se difumina en el mundo rural. También se desdibuja, por tanto, la frontera entre los ámbitos de la "producción" y de la "reproducción", que constituyen en nuestra sociedad los referentes básicos a la hora de diferenciar los roles sociales de hombres y mujeres.
En el mundo rural, las mujeres siempre han trabajado en las tareas del campo, siendo la figura del ama de casa de tipo urbano privativa de ciertos estratos sociales más o menos pudientes. Esto es mucho más cierto en la antigua ruralidad campesina, en la que las economías familiares eran básicamente de autoconsumo. Con la drástica transformación que sufre el sector agrario y el mundo rural en los años sesenta y setenta -modernización y mecanización de la producción agrícola, ahora básicamente dirigida al mercado, conversión del campesino en "profesional de la agricultura", necesidad de nuevas habilidades y conocimientos para competir en el mercado- no desaparece el carácter familiar de la agricultura, aunque sí se transforma significativamente la posición de varones y mujeres en relación a las explotaciones agrícolas, convertidas ahora en empresas.
Aunque en algunas zonas rurales la mecanización "sacó" a la mujer del campo, la gran mayoría de las mujeres rurales siguieron trabajando codo a codo con sus maridos y soportando muy directamente los costes de la reconversión agraria. Ahora bien, el trabajo femenino no recibirá el mismo reconocimiento social que el masculino: categorizadas como "ayudas familiares", las mujeres carecen de identidad profesional y remuneración, se ven excluidas de todos los instrumentos de la modernización -cooperativas, sindicatos, tecnología, formación profesional agraria- y son consideradas socialmente amas de casa, frente al titular de explotación, verdadero representante de la empresa familiar (Vicente Mazariegos y otros, 1991). En las formas de producción familiar, y la agricultura es prototípica en este sentido, las mujeres tienden a convertirse en trabajadoras invisibles (Whatmore, 1991).
La gran mayoría de las mujeres rurales se han visto abocadas a un destino peculiar en relación con las mujeres urbanas, cuyas esferas de actividad se encuentran mucho más definidas: las mujeres rurales son "trabajadoras" que no tienen ninguna de las gratificaciones sociales asociadas al desempeño de un empleo productivo y "amas de casa" cuyas tareas "domésticas" incluyen el cuidado del huerto y el ganado, echar una mano más o menos continuada en el campo, y multitud de pequeñas obligaciones que aseguran la buena marcha de la explotación.
La marginación femenina de los proceso de modernización y profesionalización agraria no se vio compensada por una mejora en las condiciones de trabajo estrictamente doméstico. Antes al contrarío, el enorme esfuerzo económico que requirió la modernización de las explotaciones familiares agrarias se hizo muchas veces en detrimento de inversiones en equipamientos domésticos y reforma de las casas rurales. Las exigencias de la producción se impusieron a los aspectos más relacionados con la reproducción y con la calidad de vida, aspectos que repercuten directamente en la carga de trabajo soportado por el colectivo femenino. La modernización rural, en definitiva, benefició en lo social más a los hombres que a las mujeres (Sampedro, 1995).
La fuerte masculinización del mundo rural y el alto nivel de soltería que nos encontramos actualmente entre los agricultores no son fenómenos ajenos a esta particular configuración de las relaciones de género en el mundo rural. La incorporación de la perspectiva teórica feminista a la sociológica rural ha puesto de manifiesto el acusado carácter androcéntrico de ese primer gran proceso de modernización rural, y de los análisis técnicos y científicos que lo acompañaron y legitimaron. La perspectiva de género ha contribuido también a ilustrar esa revolución silenciosa en la que las mujeres han "votado con sus pies", en afortunada expresión de la socióloga británica Sarah Whatmore, abandonando pueblos y campos, y poniendo en entredicho el propio proyecto modernizador de la agricultura familiar, al socializar a sus hijos, pero sobre todo a sus hijas, para el desarraigo (Whatmore, 1990).
En definitiva, la cuestión de las mujeres está abierta en el mundo rural y constituye, querámoslo o no, un apartado imprescindible en cualquier proyecto dinamizador. Para las mujeres rurales, avanzar en el camino de una mayor participación y promoción social significa básicamente dejar de ser trabajadoras invisibles, definir la propia situación bien en términos reproductivos -como ama de casa- bien en términos productivos -como trabajadora con remuneración, reconocimiento y derechos propios- y hacerlo sin poner en cuestión ni tensionar en exceso la institución familiar, todavía eje básico de la estructura social rural. Estas necesidades y demandas de género se plantean en una situación de cambio profundo del entorno, y en un contexto en el que los hombres y mujeres no se encuentran en la misma posición a la hora de afrontar esos cambios
Si hubiera de contestar rápidamente a la pregunta ¿qué está cambiando en el mundo rural?, podríamos resumir en dos los rasgos que están configurando la ruralidad actual: el primero podría definirse escuetamente como la desagrarización. El segundo, la emergencia imparable de nuevos usos sociales del medio rural que vienen a sustituir a su anteriormente hegemónico uso productivo agrario.
La desagrarización es el fenómeno que define más nítidamente al mundo rural en las sociedades postindustriales: la actividad agraria es incapaz de asegurar por sí misma la supervivencia económica y social de un mundo que sigue, a pesar de todo, identificándose social y simbólicamente con la ab cultura. De hecho, la población rural vive ya fundamentalmente de actividades no agrarias, así como de pensiones, subsidios y transferencias sociales diversas
La crisis y reforma de la PAC (Política Agraria Común) y la liberalización de los mercados agrarios han venido a empeorar considerablemente la situación de muchas familias agricultoras, que habían hecho extraordinarios esfuerzos por afrontar el reto de la modernización y la productividad. Las reglas del juego han cambiado súbitamente (ahora ya no hay que producir mucho y bien, sino quitar el ganado, arrancar viñas o dejar terreno en barbecho), al tiempo que se convierte en "normal" el mantenimiento de las rentas agrarias gracias a subvenciones, cuya lógica es difícilmente comprensible para los propios beneficiarios. Una situación en definitiva que no puede ser sostenida indefinidamente sin graves costos económicos y sociales.
Las repercusiones sociales que está teniendo esta reestructuración productiva son muy profundas. Sus efectos en una población envejecida que debe guardar celosamente sus escasos jóvenes, muy acusada. La falta de alternativas laborales a la agricultura tiende a consolidar el empleo precario y de baja calidad, lo que estimula e incluso fuerza la huida de los jóvenes y las jóvenes más cualificadas. Los habitantes del medio rural siguen teniendo la sensación de educar a sus hijos para abandonar el medio, a pesar de que en las últimas décadas las condiciones de vida en los pueblos hayan mejorado claramente y la valoración del mundo rural en cuanto hábitat sea significativamente alta. Las jóvenes rurales, cuyas expectativas vitales son en todo equiparables a las de las jóvenes urbanas, experimentan de una forma mucho más acusada que sus coetáneos varones la escasez de oportunidades laborales (Camarero, Sampedro y Vicente Mazariegos, 1991).
Muchas áreas rurales, incapaces de encontrar alternativas laborales a la agricultura siguen sufriendo un despoblamiento y un envejecimiento inexorable. Algunos estudios realizados en Gran Bretaña muestran cómo uno de los principales problemas de bienestar social en estas áreas rurales aisladas y envejecidas es la desmembración de eso que denominamos en ocasiones "Tejido social". Areas rurales envejecidas y masculinizadas donde la soledad de los ancianos -habría que decir mejor de las ancianas- y la soledad de muchos hombres que no han podido formar una familia por la gran emigración femenina, es la principal fuente de marginación y exclusión social. Ello sin olvidar el declive de servicios, infraestructuras y equipamientos que trae consigo generalmente el declive demográfico, y que repercute directamente en el colectivo femenino, obligado a asumir las funciones que el Estado asistencial cumpliera anteriormente y a invertir mucho más tiempo y esfuerzo en la realización de sus tareas cotidianas de atención y cuidado de la familia (Little, 1988).
Si este es el panorama de empleo y de futuro en las áreas de agricultura familiar, no es más halagüeño en las de agricultura salarial: nos encontramos aquí, por un lado, con el jornalerismo agrario subvencionado, que contribuye a mantener una estructura de bajos salarios e indirectamente a reproducir la marginación. Y por otro, una agricultura comercial e industrializada como puede ser la horticultura y fruticultura del Levante español -el sector estrella de la agricultura nacional que se sustenta en un mercado de trabajo crecientemente precarizado e informal y con una presencia femenina cada vez más significativa. Jornaleros y jornaleras errantes en el tiempo y en el espacio con problemas que van desde las condiciones de alojamiento en las áreas receptoras a la seguridad e higiene en el trabajo (es conocida, por ejemplo, la insalubridad del trabajo en los invernaderos y la falta de toda cobertura sanitaria de muchas trabajadoras eventuales en los mismos).
El segundo rasgo que caracteriza al medio rural en la actualidad nos remite a toda una serie de usos no productivos que expresan nuevas demandas y mandatos que la sociedad global hace sobre el espacio rural y sobre quienes lo habitan. El medio rural es cada vez más un espacio residencial: la mejora de los transportes hace que muchas personas que viven en los pueblos puedan ir a trabajar a las ciudades, o que muchos trabajadores urbanos se planteen vivir en una zona rural, combinando las ventajas del hábitat rural y del mercado de trabajo urbano, en lo que se conoce como "commuting rural" (Oliva, 1995).
Pero el medio rural es también, cada vez más, espacio de residencia de inactivos, no sólo por el envejecimiento de la población autóctona, sino por el uso que otros inactivos coyunturales o definitivos hacen de él. En muchas áreas rurales, las segundas residencias tienden a superar las primeras, segundas residencias que en ocasiones se convertirán, a la hora de la jubilación, en residencias principales (Camarero, 1993). Así el medio rural tiene cada vez más un carácter de espacio de residencia y de ocio o recreación: igual que hay pueblos que viven de la campaña de la oliva, hay otros que viven de la campaña del verano o de la nieve... No es gratuito que el turismo rural se presente como una de las opciones estrella en los nuevos modelos de desarrollo que se proponen para el mundo rural.
Que la población de un pequeño municipio rural se duplique o triplique en ciertas épocas del año conlleva sin duda una serie de problemas en la prestación de servicios y utilización de los equipamientos colectivos. Pero los efectos sociales que provocan estos nuevos residentes/usuarios del medio rural son más profundos, aunque a veces menos evidentes. La estructura social de los pueblos va transformándose silenciosamente, se produce una "dualización", una separación entre la sociedad local autóctona y los nuevos residentes. Los autóctonos, más viejos, más relacionados con la actividad agraria, con menos capacidad de consumo y menos conectados con las nuevas fuentes del poder social. Los nuevos residentes con una mejor posición social y económica, y con unas ideas bastante claras sobre lo que demandan del pueblo.
La irrupción residencial de estas nuevas clases medias en los ámbitos rurales tiene una serie de efectos perversos que han sido profusamente estudiados en otros países de Europa, sobre todo en Gran Bretaña, y que sin duda se están dejando ya sentir en nuestro país. La elevación artificial de los precios de bienes y servicios (sobre todo la vivienda y la alimentación); la plasmación de unas pautas de consumo y unos estilos de vida que van moldeando las expectativas de la población autóctona, sobre todo de los más jóvenes; la consolidación de unas demandas de conservación del entorno rural que puede paralizar el desarrollo económico y reproducir la escasez y precariedad de los empleos; la disolución, en un ambiente cada vez más heterogéneo y anónimo, de los mecanismos tradicionales de apoyo mutuo de los que se benefician los más débiles. En definitiva, los nuevos flujos de población sobre el medio rural pueden contribuir en ocasiones a aumentar la desigualdad social y la privación relativa de ciertos sectores de la población rural.
Podría sostenerse que estos efectos perversos pueden compensarse con una mejora en las oportunidades de empleo al alcance de la población rural. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que las nuevas actividades económicas que surgen no siempre representan fuentes de empleo permanente y de calidad. Los mercados de trabajo rurales han sido calificados en ocasiones como mercados de trabajo "paternalistas" en los que el "localismo" y el "familismo" funcionan como ideologías capaces de reproducir condiciones de trabajo sumamente precarias y alejadas de los estándares urbanos (Doeringer, 1988). La mano de obra femenina es especialmente susceptible en este sentido, ya que el paternalismo de los mercados de trabajo rurales viene a reforzar las ideologías patriarcales que legitiman el uso en precario de la mano de obra femenina, siempre subsidiaria y siempre complementaria de la masculina. Estas ideologías se reproducen de hecho en muchas nuevas actividades que surgen en el medio rural.
Los fenómenos de industrialización rural son especialmente clarificadores en este sentido: la mejora de las comunicaciones hace que las áreas rurales presenten nuevas ventajas para la actividad de ciertas industrias que encuentran también en ellas suelo y mano de obra barata y pocos impuestos. Muchos procesos de industrialización rural se han basado en industrias tradicionales con bajo contenido en tecnología, con producción masiva y barata, y por tanto extremadamente frágiles ante la competencia de mercados de trabajo todavía más precarios como los de Extremo Oriente (es el caso de la industria textil que sigue empleando a muchas mujeres rurales, por ejemplo). Nos encontramos pues, ante una industria extremadamente frágil y fácilmente deslocalizable (Sabaté, 1989).
Si bien la terciarización de la economía rural puede mejorar las expectativas de empleo femenino, su menor movilidad hace a las mujeres extremadamente dependientes de las oportunidades laborales del propio entorno local. Las mujeres rurales, como las urbanas, usan en mucha menor medida que los varones el automóvil familiar, y acusan por tanto particularmente la carencia de medios de transporte colectivo. Además, las obligaciones reales o simbólicas para con el hogar limitan drásticamente el "radio de acción" de las mujeres casadas. Es precisamente esta condición de "Trabajadoras arraigadas" -frente a la cada vez mayor condición de trabajadores móviles de los hombre rurales- la que ha hecho de las mujeres rurales un colectivo especialmente atractivo en las estrategias de deslocalización y descentralización de ciertas industrias manufactureras en busca de mano de obra barata y dócil.
Hay que recordar, una vez más, que la mayor escasez relativa de equipamientos sanitarios, educativos, comerciales, etc., repercute directamente en la carga de trabajo soportada por las mujeres, ya que por el momento las tareas "reproductivas" les son asignadas prácticamente en su totalidad. La falta de equipamientos para el cuidado de los niños es especialmente grave en la medida en que dificulta aún más su situación respecto al mercado de trabajo. A pesar lo que se puede pensar en ocasiones no está muy claro que la familia extensa rural -y en concreto las abuelas- pueda cumplir esta función con la misma eficacia que el Estado
Se podría por tanto concluir señalando que las mujeres se encuentran en el centro de esta multiforme y compleja ruralidad, como afectadas y como protagonistas del cambio social, formando parte significativa de los grupos sociales que experimentan nuevas formas de marginación y exclusión social, y siendo ellas mismas un colectivo que aspira a jugar un papel más relevante en la sociedad rural.
A pesar de la centralidad que las cuestiones relativas al género tienen en estos momentos en el mundo rural, todavía no existen canales suficientes y adecuados de participación y expresión de las mujeres en la vida de la comunidad local. Cualquiera que trabaja sobre el terreno en el mundo rural sabe que las mujeres son uno de los colectivos más dinámicos y que suelen estar prestas a embarcarse en cualquier proyecto de promoción socia económica o cultural. El bienestar social es estratégico para las mujeres porque, de una u otra forma, siempre son beneficiarias directas del mismo. Las iniciativas locales tendentes a favorecer la expresión y la participación de las mujeres son así especialmente importantes en el ámbito rural, casi se podría afirmar, una condición imprescindible para que el mundo rural sea capaz de diseñar un nuevo proyecto de futuro no sólo económica sino socialmente viable.
La reestructuración económica del mundo rural, por otra parte, cierra muchas puertas, pero abre otras que pueden estar abiertas a la participación femenina. Pero ello exige que el desarrollo rural sea no sólo integral, endógeno y sostenible, como rezan los manuales, sino que incorpore explícitamente el principio de igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres. El reto que por ejemplo supone para las mujeres rurales el autoempleo, la generación de pequeñas empresas de tipo cooperativo en sectores artesanales o de servicios tradicionalmente femeninos, o en ámbitos novedosos como el del medio ambiente o las nuevas tecnologías en los que las jóvenes pueden aplicar su mayor formación, sólo se puede resolver satisfactoriamente introduciendo una perspectiva clara de género en el diseño del desarrollo rural.
La transformación de unas relaciones de género profundamente patriarcales hacia situaciones de mayor equidad debe ser considerada, en definitiva, como un objetivo esencial de las políticas de bienestar social en el mundo rural.
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