ESPACIO ABIERTO
RESUMEN INDICADORES POSITIVOS VS INDICADORES NEGATIVOS
INDICADORES COMPARATIVOS VS INDICADORES NORMATIVOS
INDICADORES, OBJETIVOS VS INDICADORES, SUBJETIVOS
En el presente trabajo se discute acerca del papel del uso de indicadores en la interpretación de la realidad social. Su uso no solo permite analizar la realidad sino que la definición de un sistema de indicadores implica también una definición de esa realidad social. Diversos tipos de indicadores son comentados. Su utilización implica diversos criterios en cuanto a la forma de entender los conceptos de calidad de vida y bienestar así como diversas maneras de gestionar, en la práctica política, acciones orientadas en esta línea.
Indicadores sociales. Calidad de vida. Política social.
The role of the social indicators related to the social reality interpretation are discussed in this paper. Using them not only allows to analyze social reality but the use of a social indicators system also implies a definition of this reality. Some kinds of indicators are presented. Its use implies several conceptualizations of quality of life and well-being as well as several ways of management related to this concern.
Social indicators. Quality of life. Social policy.
En el momento en que empezaron a desarrollarse teóricamente los conceptos de bienestar social y calidad de vida se vio la necesidad de utilizar otro tipo de indicadores que los meramente económicos para analizar la realidad social Desde ese momento y hasta la actualidad, el estudio de los indicadores sociales y psicosociales ha generado una prolífica línea de investigación por parte de los científicos sociales, resultando uno de los elementos fundamentales de análisis de esta realidad. No es mi intención efectuar un desarrollo exhaustivo del tema -para ello el lector puede remitirse a excelentes revisiones como la realizada por Casas (1989)-, sino aportar algunas consideraciones de carácter general sobre la relación entre la utilización de los indicadores como herramienta metodológica útil para la praxis y los conceptos teóricos de calidad de vida y de bienestar.
En primer lugar, expondré algunas reflexiones referentes a los indicadores como modo de construir e interpretar la realidad social. En segundo lugar, analizaré las implicaciones que conlleva la utilización de determinados tipos de indicadores en relación a la manera de definir los conceptos de calidad de vida, bienestar, necesidades y problemas sociales. Paralelamente, intentaré exponer las contradicciones que, desde mi punto de vista, existen al intentar trasladar los aspectos teórico-metodológicos al ámbito de la praxis y de la gestión.
La realidad social es, por definición, múltiple en cuanto al número de variables que inciden en la su configuración y compleja en cuanto al número de relaciones que se establecen entre ellas. Consecuentemente, el análisis de esta realidad es también múltiple y complejo y plantea al científico social cuestiones epistemológicas importantes.
La utilización de sistemas de indicadores sociales y psicosociales, aunque es un instrumento metodológico ampliamente aceptado y reconocido, está también sujeta a este tipo de consideraciones. El indicador, en tanto que forma de evidencia de la realidad (Bauer, 1966) no es sino una traducción numérica de un determinado aspecto de esta realidad. Un sistema de indicadores, por tanto, configura un marco descriptivo y/o interpretativo de un fenómeno social a partir de la selección de un determinado número de variables que se consideran pertinentes para abordar el análisis pero que, en último término, reflejan la perspectiva de análisis de esta realidad adoptada por el investigador. La realidad social, pues, no es única ni tiene un único perfil sino que depende de quien la analiza y quien la mide. Por otro lado, a menudo se cae en la trampa de creer que el dato numérico que puede aportar un indicador es interpretable en sí mismo. Una expresión numérica, por más compleja que sea, toma su sentido cuando es contextualizada e interpretada por el investigador, y esta interpretación puede diferir considerablemente en función del resto de datos empleados para contextualizarla, del contexto histórico, social y cultural donde se enmarca y del propio bagaje teórico e ideológico de cada investigador. A su vez, estas cuestiones de carácter epistemológico se extienden al tipo de indicadores que pueden utilizarse para medir y analizar un determinado concepto o un fenómeno social.
Blanco y Chacón (1985) distinguen entre indicadores positivos, es decir, aquellos que cuanto más aumenta su valor más se puede considerar que mejoran las condiciones de vida (por ejemplo, la tasa de alfabetización) e indicadores negativos, es decir, aquellos que cuanto más decrece su valor más mejoría experimentan las condiciones de vida (por ejemplo, la tasa de analfabetismo).
Generalmente, el concepto de calidad de vida (al igual que otros como bienestar o salud según lo contempla la OMS) se define en términos positivos pero, a la hora de medir el constructo a través de indicadores, frecuentemente se define en términos negativos, es decir, por la ausencia de unos determinados elementos considerados socialmente no deseables o distorsionadores de un determinado sistema social. Esta concepción se encuentra, por ejemplo, en la base de la elaboración de la "Lista de indicadores sociales" de la O.C.D.E. (OCDE, 1982) donde, asimismo, queda reflejada la contradicción entre concepto y praxis metodológica a la que hacíamos referencia: "El crecimiento no es un fin en sí mismo, sino, sobre todo, un medio para crear condiciones de vida mejores" (op. cit., p. 14).
Esta concepción positiva contrasta con el hecho de que, para la creación de este listado de indicadores, este organismo elabora en 1973 una "Lista de preocupaciones sociales comunes a la mayoría de los países de la OCDE". De esta manera, la calidad de vida se define en función de la ausencia o disminución de los elementos que configuran estas preocupaciones sociales operacionalizadas, en la mayoría de los casos, en forma de indicadores negativos, como muestra el siguiente cuadro:
En definitiva, desde la perspectiva del trabajo con indicadores, a menudo la calidad de vida y el bienestar se definen por la ausencia o reducción de determinados elementos negativos más que por el logro o aumento de aspectos positivos.
Difícilmente podemos hallar, a la hora de trabajar con indicadores de calidad de vida y bienestar los llamados indicadores absolutos (Carmona, 1977), es decir, aquellos para los cuales existe un límite científicamente establecido y, por lo tanto, aplicables a todo tipo de situaciones o condiciones. Incluso aquellos que miden las condiciones mínimas de vida a partir de los cuales podemos definir la calidad de vida (Levi y Anderson, 1980) están también sujetos a contingencias históricas y culturales.
Lo que resulta más frecuente, en cambio, es utilizar indicadores ambiguos (Blanco y Chacón, 1985) o indicadores relativos (Carmona, 1977) que remiten a valores comparativos o normativos. De hecho, este carácter comparativo o normativo es inherente a las conceptualizaciones de calidad de vida o de necesidad social. Para Levi y Anderson (1980) el mecanismo de la comparación social se halla en la base de la percepción de calidad de vida de las personas. Por otro lado, la misma definición de qué es una necesidad social o una preocupación social es fruto de elementos normativos y, en último término, remite a juicios de valor, está sujeta a legitimaciones de orden político por parte de organismos y administraciones públicas y surge de la conjunción de factores de orden socio-económico y político, en un momento histórico y en un contexto determinado.
Aunque tanto los indicadores comparativos como normativos hacen referencia a valores relativos, cada uno de ellos remite a maneras diferentes de entender esta relatividad y con ello, maneras diferentes de definir el problema y de gestionarlo. Así, mientras los primeros parten de un grupo preexistente para fijar el criterio normativo, los segundos parten de la opinión de expertos para llegar a ese valor; mientras los primeros se rigen por la ley de la uniformidad y, por tanto, el objetivo es paliar las diferencias entre grupos, los segundos se rigen por la ley de mínimos y, por tanto, se reconocen las diferencias entre grupos. El cuadro siguiente muestra las principales diferencias en cuanto a criterios de uso:
Para ejemplificar el tema, en el caso de las personas con disminución en Barcelona, a la hora de plantear los problemas que afectan a su integración y normalización completa en la sociedad, pueden adoptarse cualquiera de las dos perspectivas. La normalización de las condiciones de vida de este grupo pasan por regulaciones que, unas veces utilizan criterios comparativos mientras que, en otras ocasiones se utilizan criterios normativos. En el primer caso encontraríamos como ejemplo la "Ley de supresión de barreras arquitectónicas"; en el segundo caso estaría la normativa que, enmarcada en la LISMI, obliga a reservar un 2 por 100 de las plazas de trabajo de empresas de 50 o más trabajadores a personas con algún tipo de disminución.
Al plantear esta diferencia no estoy emitiendo ningún juicio de valor sobre si es mejor o peor adoptar un criterio u otro -la aspiración de una sociedad justa y normalizada no está reñida con la aceptación de las diferencias entre los seres humanos. Lo que quiero constatar son las diferentes maneras de interpretar las necesidades y los problemas sociales y cómo los indicadores son una consecuencia de estas interpretaciones de la realidad.
Esta oposición ha sido una de las más prolíficas en cuanto a polémicas y controversias suscitadas entre los científicos sociales, quizás porque enfrenta la concepción política con la psicosocial respecto al concepto de calidad de vida. Efectivamente, si partimos de la definición de Levi y Anderson (1980) entenderemos por calidad de vida "una medida compuesta de bienestar físico, mental y social, tal y como lo percibe cada individuo y cada grupo, y de felicidad, satisfacción y recompensa" (Levi y Anderson, 1980, p. 6). Por lo tanto, es fundamental entender el concepto desde una vertiente subjetiva o, en todo caso, entender que "por encima de un nivel mínimo de vida, el determinante fundamental de la calidad de vida es el ajuste o la coincidencia entre las características de la situación y las expectativas, capacidades y necesidades del individuo tal y como las percibe él mismo" (Ibid., p. 59). Este planteamiento psicosocial contrasta con una generalizada práctica política de interpretar la calidad de vida a través únicamente de indicadores objetivos de las condiciones de vida (nivel de vida), entendiéndolos erróneamente como representantes de la experiencia subjetiva, como denuncian Campbell, Converse y Rodgers (1976). De esta forma, se plantean dos cuestiones importantes que afectan a dos niveles distintos. Por una parte, a nivel teórico-metodológico, la necesidad de superar la dicotomía objetivo-subjetivo para abordar una concepción más comprehensiva del concepto de calidad de vida. Por otra, a nivel de práctica política, la dificultad de incorporar los aspectos psicosociales sin perder "objetividad" en los criterios de gestión. Si bien en el primer caso podemos encontrar atisbos de solución, no se puede decir lo mismo acerca del segundo.
En primer lugar, parece interesante hablar, más que de indicadores objetivos y subjetivos, de indicadores de condiciones materiales e indicadores de percepción y evaluación de estas condiciones. En este sentido, ya no se trata de discernir sobre la conveniencia o no de emplear un tipo u otro de indicadores sino, como mantienen Glatzer y Mohr (1987), analizar los procesos subyacentes a la relación entre condiciones materiales y evaluación de las mismas. Estos autores proponen una tabla de doble entrada con estos elementos, apareciendo en su cruce cuatro fenómenos: bienestar, disonancia, adaptación y deprivación. Atención especial merecen aquellos casos en los que aparecen discrepancias: buenas condiciones y mala percepción (disonancia) o malas condiciones y buena percepción (adaptación), ya que en ellos se pone de manifiesto los mecanismos para encontrar el ajuste o coincidencia que resaltaban Levi y Anderson.
Por otra parte, es necesario enmarcar el tema de la percepción y evaluación de las condiciones de vida dentro de un contexto socio-cultural determinado. En otras palabras, aunque esta percepción sea individual, los parámetros de base son de origen eminentemente social. Así, los criterios que inciden en nuestra percepción de calidad de vida obedecen en buena medida a una construcción social de estándares sujeta a contingencias históricas, culturales, económicas y ambientales, como ocurre, por ejemplo, en el ámbito de la satisfacción residencial. Así, en una investigación realizada para determinar el grado de satisfacción residencial en el centro histórico de la ciudad de Barcelona (Pol y Guàrdia, 1991), se analizó a través de Cluster Analysis cómo se agrupaban las diez áreas en que se dividió el barrio, tanto en relación con las condiciones materiales de la vivienda referidas por los sujetos como en relación al grado de satisfacción con estas condiciones. Si bien en el primer caso no existía un criterio de orden geográfico, en el segundo se observó que las zonas más satisfechas se agrupaban en torno a la Rambla, centro funcional y simbólico del barrio -y de Barcelona en general- (Valera, Pol y Guàrdia, 1991). Parece pues observarse que, independientemente de las condiciones materiales de las viviendas, un elemento externo a ellas con un fuerte carácter simbólico y de centralidad ofrece un contexto adecuado para interpretar los resultados.
De las anteriores ideas se extraen las siguientes conclusiones. En primer lugar, existen ciertas condiciones de vida susceptibles de ser medidas a través de indicadores sociales "objetivos", aunque hay que tener en cuenta que la elección de las variables a evaluar y, por lo tanto, la configuración de un determinado sistema de indicadores, condiciona el análisis e interpretación de esta realidad. En segundo lugar, y en cualquier caso, este análisis resulta insuficiente si no se completa con la percepción y evaluación que las personas y grupos tienen de estas condiciones de vida, y estos dos aspectos no tienen porqué guardar forzosamente una relación directa. Es fundamental, pues, reivindicar el estudio de la calidad de vida desde la perspectiva subjetiva de la experiencia, atendiendo no sólo a las condiciones materiales sino al grado de satisfacción que las personas y grupos tienen de estas condiciones, la percepción que tienen de sus problemas y sus necesidades y enmarcarlos dentro de los procesos de identidad y comparación sociales, no sólo de comparación estadística. En definitiva, utilizar un enfoque predominantemente psicosocial. En tercer lugar, es necesario entender la mejora en calidad de vida como logro de aspiraciones individuales y colectivas y no únicamente como la resolución de problemas o minimización de deficiencias del sistema, consideraciones estas últimas que restringen el potencial que encierra el propio concepto. En cuarto lugar, si bien la utilización de indicadores normativos o comparativos sirve para definir grupos de población con determinadas necesidades o problemas sociales, se hace necesario contrastar éstas con las expresadas por los propios sujetos como forma final de legitimación social, y en ningún caso entender los parámetros que definen su calidad de vida a partir únicamente de indicadores de condiciones materiales. En definitiva, es necesario entender la calidad de vida en términos de construcción social de la realidad hecha por personas y grupos y, por lo tanto, reconocer la implicación de aspectos subjetivos y de variables personales, históricas y socioculturales que permitan entender estas construcciones sociales y, en último término, el grado de bienestar de los individuos y grupos sociales objeto de nuestro estudio.
Ahora bien, cómo es posible introducir este tipo de reivindicaciones en el ámbito de la práctica y la gestión política por lo que se refiere a la provisión de recursos y servicios sociales a la comunidad. Quizás la pregunta inicial es si es necesario hacerlo: la imperiosa necesidad de un estado proteccionista de resolver situaciones de conflicto o precariedad contrasta, en muchas ocasiones, con la necesidad de justificar una política social eficaz, y ello conlleva valorar como estrategia adecuada la atención hacia los aspectos negativos más que la optimización de los positivos; por otra parte, desde la política social, la tendencia es a atender grandes grupos de población y, para ello, parece hasta el momento ser más útil el uso de indicadores de condiciones materiales recogidos en las grandes estadísticas sociales que el contemplar los aspectos de satisfacción subjetiva respecto de los servicios ofertados.
En este sentido, la pregunta se traslada al plano metodológico: ¿existen propuestas metodológicas eficaces para poder incorporar los aspectos psicosociales dentro del ámbito de la gestión política?, ¿cómo puede compaginarse la necesidad de validez ecológica requerida con un planteamiento que enfatiza la contextualización como estrategia para la elaboración de indicadores e interpretación de los resultados?
Por último, y teniendo en cuenta que la mayoría de necesidades sociales son generadas por el propio sistema, ¿no es quizás más interesante situar los esfuerzos en la línea de investigar cómo surgen, se difunden y legitimizan tales necesidades?, ¿cómo intervienen los niveles ideológico-culturales, políticos, socioeconómicos, psicosociales y cuál es el papel de los medios de comunicación social a la hora de definir los parámetros de calidad de vida?
Tales preguntas no tienen, evidentemente, respuestas simples pero son el resultado de una reflexión personal que espero haber transmitido y poder discutir con aquellos lectores que la consideren de cierto interés.