DOSSIER
RESUMEN
- Participantes y no participantes en grupos de autoayuda y ayuda-mutua
- Problemas de participación de las minorías culturales en grupos de autoayuda y ayuda-mutua
TIPOLOGIAS CATEGORIALES DE GRUPOS DE AUTOAYUDA Y AYUDA MUTUA
- Clasificaciones por tipo de problema, modo de actuación y modalidad de conducción del grupo
- Una tipología organizacional comprensiva
LA INVESTIGACION COMO UN PROCESO DE COLABORACION ENTRE LOS CIENTIFICOS SOCIALES Y EL MOVIMIENTO DE AUTOAYUDA
- La investigación participativa y nuevos temas de investigación
- El futuro de la investigación sobre autoayuda
CONCLUSION
Este trabajo revisa algunos de los estudios recientes que consideran a los grupos estructurados de autoayuda y apoyo mutuo como entidades proveedoras de servicios. Se analiza la investigación que caracteriza al participante modal de dichos grupos como una mujer de mediana edad, con un nivel socioeconómico y educativo elevado, y alto grado de integración social. Se discute la inadecuación categorial de la distinción entre grupos de autoayuda y «apoyo mutuo», en comparación con tipologías más exhaustivas basadas en la teoría organizacional. Por último, se sugiere que la investigación futura tendrá que desarrollar un marco de indagación más sistemático, y ubicarse en el contexto de la teoría del apoyo social.
Grupos de autoayuda. Apoyo mutuo. Participantes. Tipología organizacional.
In this paper, several studies considering self-help and mutual support groups as social services providers are reviewed. Recent research shows that participants in these groups are usually women of a high socioeconomic status and well-integrated in the community. The benefits of an organizational-based typology, and the need of a systematic framework grounded on social support theory are also discussed.
Self-help groups. Mutual support. Participants. Organizational typology.
El movimiento de la autoayuda ha experimentado una expansión notable en los últimos años. En general, no abundan los datos sobre la participación pública en este tipo de grupos, a la vez que se han realizado estimaciones sesgadas por intereses políticos. Sin embargo, varios análisis coinciden en que el número de personas implicadas en grupos de apoyo mutuo ha crecido de forma considerable -particularmente en norteamérica-, al mismo tiempo que se ha desarrollado en otros países, si bien con características distintas de las originarias de Estados Unidos (Gidron, Chesler y Chesney, 1991; Gottlieb y Peters, 1991).
Según esos mismos datos, correspondientes a principios de los 90, en Estados Unidos la prevalencia de participación durante un año en grupos de autoayuda es del 3,2 por 100 de la población, mientras que aproximadamente un 2 por 100 de la población canadiense se ha afiliado a un grupo de apoyo mutuo.
La difusión de la autoayuda se da en un contexto en el que -junto a un desarrollo importante de todo tipo de actividades voluntarias- las distinciones tradicionales entre los servicios públicos y privados, o entre los recursos formales e informales están perdiendo parte de su sentido.
Así, Snowden ( 1993) señala cómo cada vez más el sector público establece convenios con organizaciones no-gubernamentales para la provisión de servicios, comprendiendo tanto a entidades con ánimo de lucro, como a otras orientadas al autoservicio o a fines humanitarios. Del mismo modo, se difuminan los límites entre las burocracias de servicios oficiales y las asociaciones informales de asistencia mutua: por ejemplo, usuarios y activistas se unen para formar agencias de promoción de la autoayuda (clearinghouses) alternativas a las burocracias de ayuda tradicionales. Igual debe interpretarse el hecho de que cada vez más grupos de autoayuda son conducidos por profesionales.
Decíamos que el segundo rasgo del contexto de evolución de la autoayuda es el crecimiento del sector voluntario en general, dando lugar a todo tipo de grupos y organizaciones: religiosas, humanitarias, de autoasistencia, de intereses especiales, etcétera. Estas nuevas actividades voluntarias no obedecen ya unilateralmente al imperativo dogmático de la caridad, sino que se basan en móviles tan diversos que sólo son descifrables desde un modelo de «pluralismo motivacional» (Wuthnow, 1994). Asimismo, la nueva acción voluntaria permite al proveedor de apoyo distanciarse de su rol, en la medida en que la ayuda se canaliza a través de vías formales y está marcada por límites espaciotemporales. Es decir, el nuevo voluntario puede elegir y delimitar el cuándo y el cómo de su acción de ayuda.
Wuthnow (1994) sugiere que el movimiento de los grupos pequeños -de los que los de autoayuda sólo serían un representante- se produce en un contexto en el que se debilitan las relaciones emocionales estables, y que viene a sustituir en cierta medida las formas de apoyo personal antes cubiertas por la familia, los amigos y los vecinos. Esta nueva comunidad tendría como normas la tolerancia y el conformismo: paradójicamente, el hecho de que se admitan todos los puntos de vista, unido a la diversidad de grupos existentes, hace que si una persona no está conforme con la evolución o el desarrollo del grupo, lo abandone sin más, reforzando el conformismo de los integrantes.
En cualquier caso, estos grupos pueden convertirse en bases para la acción social colectiva que redunden en un fortalecimiento del tejido social.
En España, también se ha estimulado el crecimiento de los grupos de autoayuda, y se observa esa mezcolanza de servicios estatales y voluntarios. Sin embargo, en términos generales puede decirse que los grupos de autoayuda están menos arraigados en la población, son menos autónomos y están más vinculados al sistema de servicios sociales y a la iniciativa de los profesionales.
Si bien -como en Estados Unidos- la iniciativa social ha cubierto algunos huecos en la provisión de recursos por parte del Estado y de los servicios profesionales; posteriormente, tanto el Estado como las Comunidades Autónomas se han comprometido en el fomento de iniciativas particulares de carácter humanitario y de autoservicio. Este apoyo público ha contribuido a la proliferación y consolidación de organizaciones no gubernamentales, aunque como contrapartida han tenido que renunciar a parte de su autonomía e independencia. El papel de la autoayuda en España habrá que valorarlo, por tanto, en el marco de la estructura diferencial del sistema de servicios.
En definitiva, la expansión del movimiento de autoayuda es parte de un proceso más general de crecimiento de la iniciativa voluntaria, y de cambios y redefinición del sistema de servicios sociales. La literatura científica ha estado especialmente atenta al impacto de los grupos de apoyo mutuo en la estructura de servicios sociales.
Desde ese marco, estos grupos han sido analizados como entidades proveedoras de servicios y, consecuentemente, se han convertido en temas de interés para la investigación los siguientes: (a) cuáles son los determinantes de la participación social (o, formulado de otro modo, qué factores explican la infrautilización de estos servicios por parte de determinados grupos sociales), y (b) cómo es la relación de la autoayuda con la asistencia profesional (formulado de otro modo: cómo organizar la estructura de servicios). Otro asunto que ha generado investigación es (e) la clasificación y diferenciación de estos grupos, aspecto que se ha tornado relevante a raíz de que la expansión del movimiento ha dado lugar a mayor diversificación y heterogeneidad de los mismos.
En este artículo, vamos a revisar brevemente cómo ha tratado la literatura científica reciente estos tres temas. Analizaremos, en primer lugar, algunos estudios que han comparado a participantes y no participantes en grupos de autoayuda, para determinar las variables psicosociales y demográficas que discriminan entre ambos. Nos detendremos especialmente en los problemas que experimentan las minorías étnicas para acceder a este tipo de recursos.
Seguidamente, pasaremos revista a algunas de las clasificaciones que se han propuesto para clarificar la diversidad de los grupos de apoyo mutuo. Transversalmente a ambos temas, se discute el papel de los profesionales en el movimiento de la autoayuda.
A modo de conclusión, reflexionaremos sobre el presente y el futuro de la investigación referente a los grupos de autoayuda y apoyo mutuo.
La revisión bibliográfica se centra en informes de investigación norteamericanos correspondientes a la presente década, en su mayoría publicados en las revistas Journal of Comunity Psychology y American Journal of Conununity Psychology. Recibe singular atención el monográfico de 1991 sobre autoayuda, editado por T.J. Borkman en esta última revista
El auge del movimiento de la autoayuda, junto a otras actividades de carácter voluntario, ha llevado a autores como Riessman (1990) a interpretar los grupos de apoyo mutuo y autoayuda como servicios sociales alternativos, conformando no sólo un área de recursos complementarios a los profesionales sino modificando en muchos casos el modo de intervención de estos últimos. Dicha interpretación ha tenido también eco en nuestro país en autores como Barrón (1996) o Gracia, Herrero y Musitu (1995).
Desde este punto de vista, se convierten en objetos de investigación relevantes tanto los determinantes demográficos, psicológicos y sociales de la participación en los grupos de ayuda mutua, como la influencia en la misma de la estructura y extensión de los servicios sociales profesionales.
Así, la literatura científica sobre el tema ha incorporado como tópicos de interés los propios del análisis de utilización de servicios sociales, respondiendo a preguntas como las siguientes: cuáles son los niveles de participación social en grupos de autoayuda; qué diferencia a las personas que asisten a los mismos de las que no; por qué determinados grupos sociales -por ejemplo minorías étnicas, clases sociales inferiores u hombres están subrrepresentados en los grupos de autoayuda (Goldklang, 1991); qué modelos y estrategias de intervención pueden facilitar el reclutamiento y el mantenimiento de miembros de dichos grupos, etcétera.
Estas preguntas han encontrado el terreno abonado en las aspiraciones de los grupos de apoyo mutuo, pues, como señalan Powell y Cameron (1991), los líderes del movimiento de autoayuda expresan más interés por conocer cómo atraer nuevos miembros y cómo mejorar la participación y satisfacción con la organización que en evaluar la efectividad de los grupos, aspecto este último que ha ocupado tradicionalmente un lugar importante entre los intereses de los investigadores académicos. Partiendo de esa constatación, los mismos autores han alentado la colaboración de los líderes de la autoayuda con profesionales e investigadores, ya que si los primeros pueden asesorarles y remitirles clientes, los segundos pueden contribuir a mejorar su capacidad para reclutar nuevos miembros, a la vez que a crear otros grupos.
Una confirmación empírica del valor que concede el movimiento de autoayuda a la localización y selección de nuevos integrantes nos la ofrece el estudio de Meissen, Gleason, y Embree (1991) en el que evaluaron las necesidades percibidas por 400 grupos de apoyo mutuo catalogados y atendidos por una agencia de promoción de la autoayuda de Kansas (Estados Unidos). Según una encuesta a 90 informantes seleccionados al azar el problema más importante al que se enfrentan es el reclutamiento de nuevos miembros.
Si bien la literatura que compara a participantes y no participantes se encuentra en una fase incipiente, se está formando una masa crítica que caracteriza a quienes eligen la autoayuda como modo de apoyo social, según diferencias de clase social, nivel educativo, cultura, creencias, roles sociales, etcétera. Algunos estudios que resumimos a continuación pueden ilustrar las características demográficas y sociales de los participantes en grupos de autoayuda.
Gottlieb y Peters (199 1) analizaron, con una muestra nacional representativa, las características del voluntariado en Canadá, considerando la ayuda mutua como una forma específica de actividad voluntaria. Los participantes en grupos de autoayuda difieren del resto de la población canadiense en variables demográficas y sociales: más de la mitad de los participantes son mujeres, entre 25 y 44 años, que se concentran en las provincias occidentales más desarrolladas, y en Ontario. Además tienen un nivel económico comparativamente favorable, un nivel educativo medio-alto y se encuentran satisfechos con su estándar de vida. La generalidad de los participantes en grupos tienen, por último, un elevado nivel de integración social: la mayoría están casados o viven en pareja, están empleados y participan en otras organizaciones voluntarias.
Un segundo estudio, compara una muestra de padres de niños con cáncer en Estados Unidos con una muestra de padres de enfermos mentales en Israel, analizando las diferencias entre aquellos que participaran en grupos centrados en dichos problemas y aquellos que no (Gidron, Chesler y Chesney, 1991). Los resultados son en general consistentes con los antes mencionados: el nivel educativo es bastante más alto entre los participantes que entre los no participantes, tanto en Estados Unidos como en Israel; asimismo, los primeros reciben más apoyo social en casi todas sus modalidades y de casi todas las fuentes. También en ambos países, son los integrantes de grupos de apoyo mutuo los que afirman experimentar más cambios positivos en activismo social e identidad personal.
Las discrepancias con el primer estudio se manifiestan en relación al genero y la edad, que no diferencian a participantes de no participantes. En cualquier caso, las mujeres predominan tanto en el grupo de Estados Unidos como en el de Israel, y los autores atribuyen la ausencia de diferencias significativas a posibles deficiencias en el muestreo del grupo comparativo. En lo que respecta a la edad, es el tipo de problema afrontado el que puede explicar la inconsistencia con los datos del estudio canadiense: mientras que la media de edad de los padres de los niños con cáncer (35 años) entra en el intervalo antes señalado, la media de los padres de pacientes psiquiátricos asciende a 61 años.
A partir de los dos informes analizados, se puede resumir diciendo que el participante modal de los grupos de ayuda mutua es una mujer de mediana edad, con un nivel socioeconómico y educativo destacado, y alto grado de integración social. La diferencia de género a favor de las mujeres, concuerda con el hallazgo más general de que las mujeres hacen más uso de los recursos sociales formales o informales, a la vez que están más implicadas en la provisión de apoyo y cuidado a otros. Otras razones aducidas son su mayor responsabilidad cuando se trata del cuidado de los hijos, su mayor implicación y seguimiento de los tratamientos médicos, y su mayor voluntad de intervenir en transacciones de apoyo (Gidron, Chesler y Chesney, 199 l).
En otro orden de cosas, el proveedor de ayuda suele disponer de recursos personales, sociales y económicos, a más de tiempo y actitudes prosociales. En relación con ello, los más jóvenes no parecen haber alcanzado el nivel de madurez que les permita participar, mientras que los mayores pueden encontrar la cultura de la autoayuda ajena a sus propios valores (Gottlieb y Peters, 1991),
En último lugar, los datos de Canadá sugieren una relación poco estudiada entre los desarrollos económicos de determinadas zonas y los progresos en bienestar social y servicios sociales en dichas regiones que -quizá consecuentemente- se traducen en una proporción más elevada de voluntarios. En cualquier caso, dicha interpretación requiere de confirmaciones empíricas posteriores.
Aunque predominan los análisis que utilizan el diseño de comparación entre participantes y no participantes, algunos investigadores han vinculado el proceso de reclutamiento con la expansión organizacional de los grupos de autoayuda. Una muestra es el informe de caso de Zimmerman, Reischl, Seidman, Rappaport, Toro, y Salem (1991) sobre las estrategias de crecimiento de un grupo de Illinois y Chicago (Estados Unidos) relacionado con la enfermedad mental: para este colectivo, el desarrollo de la membrecía fue considerado el recurso más importante de cara al crecimiento organizacional.
Estos autores aplican la ecología de las poblaciones para describir el desarrollo de la organización y, de acuerdo con ello, identifican dos procesos generales de formación de grupos: bien animar a los miembros de un grupo en crecimiento a formar uno nuevo, cual si se tratase de una división celular, o bien empezar un grupo desde cero, en lugares donde no existen, esto es, localizar contextos subpoblados antes de contactar con miembros. En el caso analizado, casi la totalidad de los grupos se constituyeron siguiendo el segundo procedimiento.
Los encargados de crear nuevos grupos ponían en práctica tres tácticas fundamentales: utilizar las redes sociales de los miembros, organizar actos formativos en la comunidad y aprovechar oportunidades imprevistas como el cambio de residencia de un miembro. La estrategia mas utilizada fue el contacto con integrantes de la comunidad, sobre todo con miembros de la administración y con profesionales de la salud mental.
En este proceso de reclutamiento y crecimiento organizacional, los grupos de afiliación local suelen tener menos problemas que aquellos con estructura más compleja (Meissen. Gleason, y Embree, 1991).
Esta breve revisión de las investigaciones sobre la participación social en grupos de autoayuda, pone de manifiesto que, con los desarrollos recientes, se ha ganado en sofisticación conceptual y metodológica, sin dejar de reconocer la existencia de una serie de limitaciones en dichos estudios -en la mayoría de los casos registradas por los propios autores-, de entre las que se pueden resaltar las siguientes:
1. El hecho de que la estimación del número de miembros de grupos de autoayuda sólo pueda realizarse incluyendo a personas que también participan en otras formas de voluntariado, impide obtener conclusiones que los diferencien específicamente. De todos modos, este extremo revela, como indican Gottlieb y Peters (1991), que los miembros de grupos de apoyo mutuo suelen intervenir en varias actividades prosociales, en mayor medida además que otros voluntarios.
2. El escaso uso de indicadores de la duración y la frecuencia de la participación, junto a la falta de comparaciones sistemáticas por tipos de grupos, da lugar a inconsistencias en los resultados que no permiten matizar las conclusiones. Así, son muy pocos los estudios internacionales comparativos sobre autoayuda, o los estudios de comparación por tipologías organizacionales.
De acuerdo con ello, en futuras investigaciones puede ser interesante comparar a aquellos que sólo participan en grupos de autoayuda con voluntarios que desarrollan su actividad en otros tipos de entidades, distinguiendo entre diferentes grupos de autoayuda, preguntando por la duración y frecuencia de la participación, y completando la encuesta con datos cualitativos.
3. El carácter impredecible de las afecciones crónicas hace muy difícil, si no imposible, la aplicación de diseños antes después para determinar el perfil diferencial de las personas que participan en grupos de autoayuda, y al mismo tiempo complica el acceso a dichas familias. El contacto con los sujetos también se ve complicado por el carácter informal y local de los grupos. En estos casos, la implicación previa personal y/o profesional de los investigadores puede servir para salvar dichas barreras.
4. El grupo de comparación de no participantes plantea habitualmente problemas de selección: los estudios previos de carácter nacional sobre la distribución de los grupos locales permite hacer una comparación de los participantes con la población nacional, y garantizar el grado de representatividad de la muestra, datos que no suelen estar disponibles para los no participantes (Gidron, Chesler y Chesney, 1991).
5. El fenómeno de la autoselección también amenaza la representatividad de la muestra, ya que aquellos que deciden participar son un subgrupo poblacional que puede diferir en sus características sociales y personales (mostrando, por ejemplo, mayor competencia social y utilizando en mayor medida otras fuentes de ayuda). Una forma de afrontar dicho problema es introducir un diseño de invitación aleatoria en estudios longitudinales que impliquen a poblaciones de interés (por ejemplo podría realizarse con grupos que ya existan y que deseen nuevos miembros), siguiendo los siguientes pasos: (a) los datos pre- y post-intervención se recogen de tantos participantes como sea posible, independientemente de si abandonaron la condición de intervención o no; (b) con dichos datos se desarrolla el mejor predictor estadístico de la auto-selección (es decir, qué características distinguen a los sujetos que abandonan de los que continúan); y (e) dicho conjunto de predictores se utiliza para seleccionar individuos, tanto del grupo de tratamiento como del grupo control, con la intención de compararlos en las variables de resultados (Goldklang, 1991: Gottlieb y Peters, 1991).
Otro recurso para evaluar el sesgo de la autoselección puede ser contrastar si los datos de un grupo de autoayuda focalizado en un problema son representativos de la población que padece dicho problema en general, en términos demográficos, de factores de riesgo y de síntomas psiquiátricos. En la misma línea, sería conveniente introducir preguntas sobre participación en autoayuda en las encuestas de carácter epidemiológico.
A ello se une, cuando se quiere evaluar la efectividad del grupo, el sesgo introducido por los abandonos: si se coteja al grupo de apoyo con uno de comparación, habrá que tener en cuenta que en el primero muchos de aquellos que no se estuviesen beneficiando habrán abandonado.
6. La pregunta más general sobre qué factores influyen en la participación (o no) en grupos de autoayuda, habrá de completarse con otras más específicas: qué diferencia a los que acuden por sí mismos de los que lo hacen por recomendación de un profesional o de los que se ven forzados en un centro de tratamiento; en qué afecta el modo de acceso a la continuación y a los beneficios a largo plazo; cómo afecta a otras formas de participación el ser miembro de un grupo de autoayuda: y cómo afecta a los niveles de participación la presencia de patrocinadores de grupos de autoayuda en hospitales y centros de salud comunitaria, la financiación pública de este tipo de programas, o la existencia de agencias específicas de promoción de la autoayuda en la región.
Algunas de estas sugerencias van en la línea de unificar (tanto en la práctica como en la investigación) los campos del voluntariado y de los grupos de autoayuda, profundizando en los aspectos diferenciales de ambos fenómenos.
Desde el punto de vista de la provisión de servicios, una pregunta recurrente es porqué los grupos de autoayuda son inadecuados para reclutar y mantener miembros de grupos minoritarios raciales, étnicos v culturales.
De forma general, las minorías étnicas y culturales suelen desarrollar patrones de utilización de servicios diferentes a los de la población mayoritaria: por ejemplo utilizan menos los servicios o recurren más a los cuidados de emergencia. Así, teniendo en cuenta que, como otras poblaciones con necesidades especiales, los grupos culturales minoritarios son especialmente vulnerables a las deficiencias y a la confusión del sistema de cuidados, y que cualquier cambio en el mismo tiene importantes consecuencias en su bienestar, habrá que prestar especial atención a que los grupos minoritarios tengan las mismas probabilidades que el resto de grupos sociales de acceder a los servicios (Snowden, 1993).
En la misma línea, los miembros de minorías étnicas se encuentran con frecuencia entre los usuarios de alto coste -es decir, un pequeño porcentaje de consumidores del servicio a los que se debe una elevada proporción del gasto- y son percibidos por los proveedores como «clientes problemáticos». Por ejemplo, los jóvenes negros pueden ser considerados peligrosos; y las creencias y prácticas de hispanos y asiáticos pueden hacer más complicadas algunas tareas de intervención. No tener el inglés como primera lengua supone una dificultad adicional, a las que se unen muchas veces la condición de pobreza y las actitudes de desconfianza hacia el proveedor.
Snowden (1993), advierte del eventual efecto perverso de evitar a aquellos clientes que son más difíciles de servir, y por tanto más costosos, y sugiere algunas medidas en el ámbito de la organización de los servicios para prevenirlo: (a) incluir escalas diferentes en las subvenciones públicas que reflejen la dificultad del servicio, (b) aportar al programa un seguro que responda de costes inesperados, (c) determinar los patrones de uso de servicios de la minorías étnicas y el coste diferencial relativo, o (d) hacer un seguimiento de las innovaciones en la prestación de servicios, evaluando su impacto diferencial en poblaciones étnicas minoritarias.
El análisis y la reflexión sobre la provisión de servicios a grupos minoritarios se han extendido al ámbito de los grupos de autoayuda, dando lugar a estudios que tienen por objeto, en primer lugar, determinar las variables explicativas de la menor participación de las minorías étnicas en grupos de autoayuda, y, en segundo lugar, desarrollar modelos y estrategias adecuados de intervención para dicho problema (una vez más, comparando las diferencias entre participantes y no participantes).
Los resultados de investigación atribuyen a la migración, la aculturación y la posición de grupo minoritario, la condición de estresores importantes que inciden negativamente en el nivel de participación social de latinos y afro-americanos en Estados Unidos. Según la revisión de referencias de Simoni (1993) y Medvene, Mendoza, Lin, Harris y Miller (1995) dichas condiciones limitan los recursos de afrontamiento, y generan problemas emocionales y psicosociales que contribuyen a la escasa disposición para la implicación social.
De este modo, la baja participación se ha explicado bien recurriendo a determinadas características de las organizaciones de autoayuda que funcionan como barreras -tales como el idioma, el coste y las dificultades de transporte- o bien refiriendo las preferencias de las minorías por otras fuentes de ayuda. Por ejemplo se ha señalado que aumentaría la probabilidad de participación de hispanos en grupos de autoayuda si fuesen compatibles en términos de idioma y liderazgo, y tuviesen contacto con otras instituciones comunitarias hispanas. En lo que respecta a los afro-americanos se ha sugerido que las redes familiares extensas y las instituciones de autoayuda ya existentes, como la iglesia -por las que muestran preferencia-, constituyen formas indígenas de apoyo mutuo que inhiben la utilización de otros recursos.
Simoni (1993) llevó a cabo una encuesta telefónica con 75 madres latinas para examinar las diferencias sociales, psicológicas y ambientales entre asistentes y no asistentes a un grupo de apoyo escolar para padres latinos en California (Estados Unidos). Dos variables discriminaron de forma óptima a participantes y no participantes: la necesidad de consejo como padres y la implicación previa en actividades escolares, siendo en ambos casos mayor entre los primeros. También se observó entre las participantes mayor nivel de estrés y mayor necesidad de apoyo social. Las entrevistadas no difirieron, sin embargo, en los recursos de afrontamiento psicológico disponibles ni en los obstáculos observados para la implicación escolar (en ambos subgrupos estimaban que facilitaría la implicación en servicios escolares, realizar una programación temporal adecuada y ofrecer servicios de atención a los hijos durante los encuentros de autoayuda).
Un diseño de reclutamiento de características similares fue el llevado a cabo por Medvene, Mendoza, Lin, Hams y Miller (1995) con un grupo de cuidadores de enfermos mentales en California (Estados Unidos): mientras que los mexicano-americanos suponen el 29 por 100 de la población de Los Angeles, sólo representaban el 4 por 100 de los participantes en el grupo de cuidadores. De ahí que, antes de la investigación, la organización hubiese hecho intentos de aumentar la participación de los hispanos en algunos de sus grupos.
Como primera actividad de intervención, los investigadores visitaron un grupo de la organización en San Diego (California), formado por hispanos, que llevaba 5 años funcionando ininterrumpidamente. Posteriormente, se organizó un grupo de discusión en Los Angeles en el que los padres expresaron sus preferencias por tener un encuentro de ayuda mutua una noche al mes, en el centro de salud donde se estuviese tratando a su hijo, y que el grupo fuese dirigido en castellano por un profesional bilingüe del centro. Los grupos de apoyo se crearon siguiendo las sugerencias de los mexicano-americanos al respecto del idioma y de las características organizacionales, y de acuerdo con la experiencia del grupo de San Diego, consiguiendo una asistencia mínima del 44 por 100 de los padres contactados, en comparación con la falta de éxito de intentos anteriores. Muy pocos padres afirmaron encontrar barreras organizacionales para asistir a los encuentros.
Las dos variables que mejor predijeron la participación fueron la preocupación por el cuidado futuro de su hijo y la salud emocional del mismo, y la atribución interna de culpabilidad por la enfermedad. También se observó que los participantes eran padres con menor nivel de aculturación, y cuyos hijos mostraban ligeramente una sintomatología peor. No se encontró apoyo para la hipótesis según la cual el nivel de satisfacción con el apoyo social se relacionaría negativamente con el nivel de participación.
En ninguno de los dos estudios referidos se encontraron evidencias de menos recursos sociales percibidos (o mayor aislamiento social) entre los asistentes al programa de autoayuda, como era de esperar de acuerdo con la literatura.
Son varios los autores (Reif, Patton y Gold, 1995; Simoni, 1993) para los que el factor determinante de la participación en grupos de autoayuda no parece estar en una menor disponibilidad de recursos de apoyo social sino en una mayor necesidad de apoyo: así, las redes sociales extensas serían indicadoras del uso del apoyo social como estrategia de afrontamiento en aquellos momentos en que es necesario. De acuerdo con esta interpretación, la participación en grupos estaría relacionada con un estilo de afrontamiento orientado a la red social y con las habilidades sociales propias del contacto con iguales en la red.
Por su parte, Medvene, Mendoza, Lin, Harris y Miller (1995) complementan la discusión afirmando que los indicadores de apoyo social pueden guardar relación con la búsqueda de autoayuda cuando se miden con ítems específicos a los problemas focales analizados (por ejemplo, los problemas escolares o la enfermedad mental de los hijos).
Otra conclusión que deducen los autores de este segundo estudio es que las minorías latina y afroamericana participarán en grupos «mayoritarios» cuando se recojan sus preferencias culturales y organizacionales, o cuando estén asociados con su identidad étnica de algún modo positivo, tal vez organizando grupos separados étnicamente. Son evidencias en este sentido el hecho de que los grupos más duraderos formados por hispanos cuidadores de enfermos mentales han estado relacionados con agencias de salud mental de carácter étnico; y, por otro lado, el hecho de que los afro-americanos que viven en áreas negras asisten con mayor probabilidad a los grupos de Alcohólicos Anónimos que los que viven en áreas predominantemente blancas.
En Andalucía, nuestro grupo (Martínez, García y Maya, 1996) ha examinado los determinantes del escaso nivel de participación social de los inmigrantes africanos, con resultados similares a los revisados. El bajo potencial de auto organización del colectivo foráneo coincide con un grado insuficiente de integración social y con un estatus socioeconómico generalmente bajo. Entre otros factores, podrían incidir en dicha situación: el alto porcentaje de desempleados, no disponer de tiempo libre, la elevada movilidad geográfica, el nivel de formación bajo o el miedo a la deportación.
En aquellos casos en que se constituyen agrupaciones de ayuda mutua, la iniciativa suele surgir de inmigrantes con un elevado nivel de competencia, generalmente aquellos con mayor nivel de formación y más tiempo de residencia en España (en un porcentaje importante casados con españoles). Sin embargo, muchos de los inmigrantes que acceden a estos grupos no se consideran miembros de una organización de autoayuda, sino beneficiarios de las mismas: es decir, se perciben a sí mismos más bien como usuarios objeto de ayuda que como partícipes de un sistema bidireccional de apoyo mutuo.
En lo que respecta a los recursos naturales de apoyo social, una mayor implicación con los amigos (generalmente también inmigrantes) suele convertirse en una estrategia de adaptación personal: quizá las mismas variables antes mencionadas explican este mayor uso de los recursos sociales no-organizados disponibles.
Basándose en resultados como los precedentes, los integrantes del movimiento de la autoayuda buscan aumentar la participación de afro-americanos, hispanos y asiáticos, sobre todo teniendo en cuenta que a su bajo nivel de integración social se une habitualmente una menor disponibilidad de recursos económicos y la infrautilización de los recursos formales de ayuda.
Agrupando las sugerencias de los autores a los que hemos pasado revista, podemos sintetizar en cinco áreas las recomendaciones para afrontar los problemas de participación de las minorías étnicas:
1. Desarrollar un enfoque culturalmente sensible: mantener contactos con las redes informales de autoayuda que ya existen en las comunidades culturales diferenciales, así como con las organizaciones comunitarias de carácter minoritario, puede facilitar la participación. Otra posibilidad es desarrollar grupos controlados por los colectivos étnico-culturales, al modo de los creados por minorías en organizaciones de autoayuda mayoritarias, como los encuentros especiales de médicos o sacerdotes en Alcohólicos Anónimos.
En relación con este tema, Simoni (1993) ha señalado que el efecto interactivo del idioma con los niveles de participación hallado en su estudio, hace prever que la inclusión de mayor número de variables culturalmente específicas mejoraría la predicción de la participación en la población de mujeres latinas.
2. Identificación y eliminación de barreras organizacionales: la falta de servicios de guardería para los momentos en que los padres asisten a los encuentros de apoyo mutuo, o las dificultades para el desplazamiento, pueden convertirse en obstáculos ambientales no previstos que incidan negativamente en el nivel de participación. Por otro lado, para evitar que los clientes de minorías étnicas sean eludidos en la prestación de servicios se puede exigir al programa -como requisito administrativo de evaluación- una muestra representativa de la población con el problema en cuestión en la región o, de otra forma, es posible destinar fondos para los problemas de cultura, idioma o implicación familiar que pueden ser una barrera en la provisión del servicio.
3. Elaboración de mensajes persuasivos: un elemento fundamental en la fase de reclutamiento es la publicidad sobre el programa, prestando atención al sistema de información y a la preparación de mensajes apropiados para el público objetivo. Pueden ser mensajes significativos hacer hincapié en la responsabilidad por el futuro de los cuidados de las personas a cargo (Medvene, Mendoza, Lin, Harris y Miller, 1995),o enfatizar la oportunidad para intercambiar opiniones e informaciones, para aquellos que no consideran tener necesidad de apoyo (Simoni, 1993). En cualquier caso, quizá los más difíciles de reclutar sean aquellos que prefieren gestionar sus propios problemas y que consideran que sincerarse públicamente o compartir los problemas de su familia no es positivo.
4. Implicación de los profesionales de los servicios sociales: para determinados temas, la prescripción del profesional puede tener más valor para el usuario que la de amigos y familiares. Los profesionales pueden remitir pacientes a los grupos de autoayuda, incluso recomendándolo como parte del tratamiento. Lo dicho también es válido para las agencias de promoción de la autoayuda, de hecho Meissen, Gleason y Embree (1991) consideran el reclutamiento de nuevos miembros como una tarea especialmente apropiada para este tipo de organizaciones.
5. Utilización de métodos cualitativos: los métodos cualitativos pueden usarse para valorar y responder a las expectativas de los clientes. Igualmente, un grupo de discusión puede estimular que algunos usuarios potenciales consideren el tema interesante.
La difusión de los pequeños grupos de apoyo mutuo ha supuesto también un incremento en la diversidad de los mismos. Los grupos difieren en las características de sus integrantes, las actividades que realizan, las fuentes de financiación, el problema que afrontan, etcétera. Para controlar dicha heterogeneidad, se hacen necesarias clasificaciones categoriales adecuadas que sirvan para realizar estudios comparativos entre tipos de grupos, y que ayuden a clarificar las inconsistencias en los resultados de investigación atribuibles a esta fuente de variación. Así podría evaluarse cómo afecta el tipo de grupo a la efectividad, al reclutamiento de nuevos miembros, o a la forma de funcionamiento, entre otros aspectos.
Gran parte de los intentos clasificadores han distinguido los grupos de autoayuda en función del tipo de problema. Es el caso de Powell (1987), que determina cinco tipos de grupos según el fin de los mismos: (1) organizaciones encaminadas a un cambio conductual específico o de desactivación de un hábito, por ejemplo el alcoholismo; (2) organizaciones de propósito general, que abarcan un amplio rango de problemas, tales como estados de ansiedad, tendencias abusivas, etcétera; (3) organizaciones para grupos de personas que son discriminadas; (4) organizaciones de familiares de personas cuya conducta crea elevados niveles de estrés y ansiedad, que proponen una reforma social o se implican en programas de ayuda mutua; y (5) organizaciones de minusválidos físicos que proporcionan recursos y asistencia psicológica a los mismos.
Una tipología similar es la utilizada por Meissen, Gleason, y Embree (1991) en su estudio sobre las necesidades y problemas de los grupos de apoyo mutuo. A su juicio, cuatro categorías de grupo abarcan la heterogeneidad del movimiento de autoayuda: (1) los grupos médicos son de carácter fundamentalmente formativo, y centran su actividad en conocer las características de la enfermedad y las formas de sobrellevarlas en la vida diaria; (2) los grupos de familiares abordan las experiencias de familiares -habitualmente también cuidadores- de las personas que sufren un problema crónico (como el cáncer, el Sida, o la enfermedad mental); (3) los grupos de afrontamiento asisten a las personas que afrontan una crisis, ya sea en su fase inicial o como consecuencia de la experimentación prolongada de situaciones vitales negativas; y (4) los grupos de control conductual buscan superar un comportamiento determinado con impacto negativo en la vida de los sujetos (alcoholismo, obesidad, etcétera).
Estas y otras tipologías similares en función del tipo de problema permiten al público en general clasificar a los grupos sin dificultad, pero no dan cuenta de las diferencias que se observan en grupos que afrontan el mismo tipo de problemas ni de las similitudes entre grupos que ocupan diferentes categorías (Schubert y Borkman, 199 l).
De hecho, Meissen, Gleason y Embree (1991) no encontraron diferencias en las necesidades percibidas por diferentes tipos de grupos utilizando una clasificación de estas características. Las únicas diferencias observadas no estaban en función del problema atendido por el grupo sino en función de la complejidad organizacional del mismo: los grupos de estructura más amplia encontraron más problemas de reclutamiento que los de carácter local.
En un contexto más general, pero con el mismo argumento, Snowden (1993) hace notar que la clasificación de los servicios en función del problema en que se focalizan se está tornando artificial, ya que poblaciones diferentes -este investigador pone de ejemplo a toxicómanos y enfermos mentales- exhiben el mismo perfil de necesidad, con los mismos problemas legales, psicosociales y de salud .
Distinciones más básicas se han basado en el modo de actuación del grupo o en quién padece el problema. Así, el primer criterio diferencia a los grupos orientados a la ayuda entre los miembros, de aquellos encaminados a la reivindicación social o a la defensa política de las personas que experimentan el problema. Por su parte, el segundo criterio habla de grupos que padecen directamente el problema y grupos relacionados con los que lo padecen (habitualmente familiares). Si esta última discriminación es demasiado simple, en el caso de aplicar la primera encontraríamos muchos grupos que encajan en ambas categorías .
Una categorización dicotómica con mas éxito en la literatura ha sido la que distingue entre los grupos dirigidos por los propios integrantes y los dirigidos por profesionales: a nivel terminológico, se ha concretado en los conceptos de grupos de autoayuda (self-help groups) y grupos de apoyo (support groups), respectivamente. Desde nuestro punto de vista, estos términos no dejan de ser confusos: autoayuda y apoyo mutuo no aluden mas que a procesos psicosociales que pueden darse simultáneamente o por separado, de forma que podríamos encontrar grupos de autoayuda y/o ayuda mutua conducidos por profesionales (professionals ledself help and/or mutual-help groups), y grupos de autoayuda y/o ayuda mutua conducidos por los propios miembros (peers-led self-help and/or mutual-help groups).
Por otro lado, el nivel de implicación del profesional variará en función del rol que juegue en el grupo -líder, consultor, facilitador, formador, etcétera-, e incidirá, a su vez, en el grado en que se manifiestan los procesos de autoayuda y apoyo mutuo 2. Este elemento puede ser uno de los factores que explicarían que Meissen, Gleason y Embree (1991), en el estudio ya mencionado, no encontraran diferencias en problemas y necesidades entre los grupos de ayuda mutua conducidos por miembros y los grupos conducidos por profesionales.
En cualquier caso, otros estudios sí han encontrado diferencias, a favor de los grupos conducidos por los miembros, en variables tales como la cohesión, el clima social, la expresividad y la autorevelación de los participantes. Estas evidencias empíricas demuestran que, aunque los términos «autoayuda» y «ayuda mutua» no nos parezcan adecuados a efectos clasificatorios, la dicotomía grupo-con-profesional/grupo-sin-profesional introduce una variable con valor heurístico.
Para desarrollar un esquema categorial adecuado -que resuelva los problemas mencionados-, Schubert y Borkman (1991) toman como criterio clasificador la estructura organizacional de los grupos de autoayuda, utilizando como base dos dimensiones de carácter continuo: grado de autoridad experiencial interna y grado de dependencia respecto al exterior, cuya significación resumimos a continuación.
Grado de autoridad experiencial interna. Según el segundo autor de la clasificación, el conocimiento experiencial hace referencia al proceso de resolución de problemas que se lleva a cabo basándose en las experiencias personales. A diferencia de las tres bases de poder identificadas por Weber (tradicional, carismática y racional-burocrática) y de una cuarta señalada por Etzioni (profesional), la forma genuina de poder en los grupos de autoayuda tendría una base experiencial.
La dependencia interna tiene cuatro subdimensiones continuas: (1) el locus de poder puede estar en los miembros como grupo, en determinados líderes, o en profesionales/patrocinadores; (2) las fuentes del liderazgo también pueden ir de miembros no entrenados a expertos; (3) los profesionales pueden estar excluidos del grupo o pueden jugar algunos de los siguientes roles: fuente de recursos y referencias, miembro activo de igual estatus al resto o director del grupo; y (4) el tipo de conocimiento empleado comprende desde el experiencial al profesional.
Grado de dependencia externa. La autonomía de una organización respecto a su ambiente queda reflejada en parte en si es de carácter local o bien está afiliada a nivel nacional. Como norma, en la medida en que la organización recibe recursos de una fuente externa, cede cierta autonomía sobre su funcionamiento (la investigación ha mostrado que una organización puede ser influida por una fuente externa que provea el 10 por 100 de su presupuesto).
Al aplicar estas dos dimensiones, los autores identifican cinco tipos de grupos: no afiliados (unaffiliated), federados (federated), afiliados (affiliated), híbridos (hybrid) y dirigidos (managed). En el orden en que los hemos mencionado, los grupos van de mayor a menor grado de autoridad experiencial interna y de menor a mayor grado de dependencia externa.
Los autores hacen una descripción detallada de cada tipo, pero en nuestro caso nos contentaremos con una breve reseña: los dos últimos son grupos controlados por profesionales (siendo los grupos híbridos una mezcla de grupos afiliados y dirigidos); los grupos afiliados dependen de niveles superiores de su propia organización; los federados tienen acceso a recursos de niveles superiores de la entidad en que se enmarcan, pero son principalmente autogestionados; y los grupos no-afiliados se basan de forma íntegra en el conocimiento experiencial y funcionan independientemente.
A nuestro juicio, esta tipología no sólo es más exhaustiva que las anteriores, sino que examina a todas las organizaciones de forma sistemática -conforme a las mismas dimensiones continuas-, dando lugar a un proceso clasificador de carácter excluyente (requisito que no se cumplía con las anteriores). El sistema de categorías sólo ha pasado una validación empírica, por lo que está pendiente de confirmar su utilidad en estudios comparativos.
La investigación social reciente asume el presupuesto de que los resultados del análisis científico deben ser de interés para los participantes en grupos de apoyo mutuo, y responder a las necesidades del movimiento de autoayuda. Este principio ha empezado a generar una mayor implicación de los líderes de dichos grupos en el diseño de la investigación, afectando tanto a los contenidos de estudio como a la metodología utilizada.
Ya hemos indicado que el énfasis de la literatura contemporánea en los problemas de participación y en la satisfacción con la organización obedece a la preocupación de los líderes de la autoayuda por conocer cómo atraer y mantener a nuevos miembros en sus grupos. Esta es la forma en que han aparecido áreas de estudio diferentes a la tradicional indagación en la efectividad de los grupos de apoyo, fundamentada en criterios científicos y políticos al margen de las prioridades expresadas por los grupos.
Del mismo modo, han cobrado vigencia los métodos cualitativos, de acuerdo también con las preferencias de los líderes de la autoayuda, ya que (1) los consideran más adecuados para un fenómeno de carácter complejo, (2) evitan que el investigador imponga su estructura conceptual previa y (3) captan mejor los cambios temporales y las excepciones a la regla (Chesler, 1991; Kraemer y Tebes. 1991; Powell y Cameron, 199l).
La demanda más controvertida por parte del movimiento de la autoayuda ha sido la petición de incorporar los conceptos del conocimiento experiencial en los modelos teóricos y los informes de resultados. Sin embargo, no ha sido éste el único obstáculo a la cooperación con los investigadores académicos: los representantes de las organizaciones de autoayuda han expresado su recelo a la eventual repercusión de la observación científica en la autonomía o la espontaneidad de los grupos de apoyo.
En lo que respecta a los profesionales, la desconfianza mutua se ha basado en algunas experiencias negativas de colaboración, y por parte de éstos últimos en la percepción de amenaza a sus atribuciones (Gottlieb y Peters, 1991; Powell y Cameron, 1991). En esa línea, los miembros de grupos de autoayuda parecen preferir formas indirectas de implicación profesional, como consultor y fuente de referencias, a otras más activas -como patrocinador, organizador, o terapeuta de grupo- (Meissen, Mason y Gleason, 1991).
Todo ello ha motivado que investigadores del área, como Powell y Cameron, señalen los beneficios de la colaboración. Entre ellos, los siguientes: (1) las propuestas de investigación suponen reconocer el papel de los grupos de autoayuda en un sistema comprensivo de cuidados, a la vez que los grupos (2) se ven espoleados a clarificar y elaborar sus prioridades, (3) desarrollan su estructura de toma de decisiones y (4) mejoran su capacidad de reclutar miembros (tanto por la remisión de clientes de los profesionales, como por el estudio de los investigadores de nuevas formas de atraerlos). Como contrapartida, la autoayuda puede humanizar el sistema de servicios profesionales, compensando sus deficiencias.
Aunque generalmente se asume que este tipo de intervenciones son eficaces y efectivas en relación a su costo, todavía se requiere mayor demostración empírica de que los grupos de apoyo mutuo contribuyen a prevenir los problemas mentales o las disfunciones conductuales. En cualquier caso, la acción social de autoayuda es difícil de evaluar, especialmente si se trata de grupos naturales que se desarrollan sin implicación profesional.
Así, algunas de esas evaluaciones han obtenido discrepancias entre las mejoras percibidas por los miembros y los resultados observados en sintomatología y ajuste personal: se trata de una importante discordancia, ya que la difusión de los grupos viene a depender del primer aspecto, mientras que su justificación científica debe basarse en el segundo (Gottlieb y Peters, 1991). Dificultades añadidas son los procesos de acceso y abandono selectivo, cuyos efectos ya he os discutido más arriba.
Por tanto, los investigadores tienen planteado el reto de responder a estos problemas, y, al mismo tiempo, diseñar un marco de indagación más sistemático que atienda a cuestiones específicas. Los autores reseñados mencionan varias dimensiones que habrán de tener en cuenta las líneas de estudio futuras. Así:
1. El carácter evolutivo de los sistemas de autoayuda, con diseños longitudinales que den cuenta, por ejemplo, de cómo un grupo informal se convierte en estructurado o cómo decaen los grupos ya desarrollados
2. La heterogeneidad de dichos grupos, tanto por el tipo de problema como por sus dimensiones organizacionales.
3. La diversidad de resultados de la autoayuda, que, más allá de las medidas de salud mental, comprenden indicadores de calidad de vida, o de satisfacción con el trabajo y con las relaciones personales, entre otros.
Esta aproximación estructurada atenderá a cuestiones más matizadas, tales como cuáles son los componentes activos en las intervenciones de apoyo; durante cuánto tiempo participa la gente en estos grupos; por qué algunos grupos sobreviven y otros no; cómo podría mejorarse el funcionamiento de los grupos, etcétera (un ejemplo de este tipo investigación es la de Bohmer, 1995; o la de Humphreys, Finney y Moos, 1994).
Además de afrontar los problemas metodológicos de evaluación y adoptar un enfoque más integrado, un último apunte de cara al futuro es la necesidad de evaluaciones de carácter descriptivo, formativo y centradas en el proceso (que no se limiten a cuestiones de resultado).
La literatura científica reciente concibe a los grupos estructurados de apoyo mutuo como un servicio social alternativo a los profesionales. De acuerdo con ello, y con la mayor atención de los investigadores a las demandas expresadas por el movimiento de la autoayuda, se han estudiado los obstáculos y los facilitadores de la participación en estos recursos sociales, y se ha tratado de sistematizar la heterogeneidad de estas organizaciones. Es en este contexto, donde más ha avanzado la investigación en su nivel de sofisticación.
Sin embargo, la investigación ha mostrado menos interés por la dimensión voluntaria y espontánea (sin políticas planificadas) de estas organizaciones. En relación con ello, se hace necesario complementar el análisis del impacto de la autoayuda en la provisión de servicios sociales y de salud, con estudios integrados en el marco teórico del apoyo socia que examinen el papel de estos grupos en el sistema de apoyo comunitario del individuo, en comparación con otras organizaciones, como las asociaciones de vecinos, la iglesia o los servicios sociales profesionalizados.