DOSSIER
RESUMEN 2. LA VEJEZ CON EXITO: LA OPTIMIZACION SELECTIVA CON COMPENSACION
4. IMPLICACIONES PARA LA INTERVENCION
- 4. 1. Estrategias de intervención centradas en el individuo
- 4.2. Intervención sobre sistemas sociales para optimizar la salud y el bienestar
CONCLUSIONES
Se plantea, acorde a las nuevas perspectivas en Gerontología, una visión optimista de la vejez que pretende dar contenido a lo que se ha venido denominando modelos de vejez con éxito. Para ello se analizan dos formas complementarias de entender cómo se produce la adaptación de las personas a esta etapa del ciclo vital: a) la perspectiva de la optimización selectiva con compensación que centra la atención en establecer cuáles son los límites y posibilidades del funcionamiento en la edad avanzada y b) el modelo de estrés aplicado a la vejez que pone el énfasis en los recursos que emplean las personas para enfrentarse a las situaciones cambiantes o adversas que pueden marcar la edad avanzada. A partir de la información derivada de los modelos anteriores se ofrecen, sin ánimo de exhaustividad, algunas sugerencias para la intervención centradas tanto en el individuo como en el sistema social en el que está inmerso, bajo la óptica de priorizar las estrategias preventivas para promocionar, una vejez con éxito.
Vejez con éxito. Adaptación. Intervención.
According to some new perspectives in Gerontology, we present an optimistic vision of aging which gives form to what has been called Successful aging. In order to do no we analyse two complementary ways of understanding how people adapt to this stage in their lives: a) the «Optimización selectiva con compensación» which focuses on establishing the limits and possibilities of functioning in old age. b) «El modelo de estrés aplicado a la vejez» which puts the emphasis on the capability people have to confront changing or difficult situations that can appear in old age. From the informatíon given-by these two models we make a few suggestions for intervention for individuals as well as for the social system in which they find themselves, thus giving priority to preventive strategies to promote successful aging.
Successful aging. Adaptation. Intervention.
La Gerontología tiene el propósito práctico, se dice frecuentemente, de añadir vida a los años en la última parte del ciclo vital. Añadir vida a los años significa ayudar a las personas a disfrutar de su vida y obtener satisfacción de ella (Havighurst, 1961), en definitiva, mejorar la calidad de vida en la vejez.
El popular término de calidad de vida, en muchos aspectos, puede considerarse heredero del más tradicional concepto de «buena vida» (George y Bearon, 1980), objeto de interés filosófico y literario a lo largo de la historia. A pesar de que los distintos pensadores que le han dedicado su atención han podido diferir en cuanto a la descripción concreta de la naturaleza de la buena vida, no parece muy arriesgado afirmar que probablemente todos ellos habrían coincidido en que el bienestar físico y psicológico es la esencia de la misma. La calidad de vida, por tanto, ha sido un tema muy atrayente para el ser humano a lo largo de la historia. Como nos recuerda Cohen (1992), la fábula griega de Titonio refleja bien esta preocupación de los profesionales dedicados en nuestros días al ámbito de la vejez. Titonio, un simple mortal se enamoró de Eos, diosa de la aurora. Eos, inmortal y deseosa de vivir para siempre con su amado, suplicó al todopoderoso Zeus que concediera la inmortalidad de los dioses a Titonio. Zeus accedió, pero al conceder la inmortalidad a Titonio se olvidó otorgarle también el don de la juventud eterna. Como resultado, Titonio llegó a envejecer y, con el paso del tiempo, se sentía cada vez más y más frágil, hasta llegar a suplicar su muerte. Sin duda, es asombroso cómo esta fábula de la mitología griega ilustra una de las mayores preocupaciones de los investigadores y profesionales de la Gerontología en el mundo actual.
Recientemente, el mantenimiento de la calidad de vida en la vejez ha adquirido un significado especial a raíz del aumento de la esperanza de vida de la población. Científicos sociales, planificadores políticos y profesionales aplicados que trabajan actualmente en el ámbito de la vejez se plantean como objetivo mejorar la calidad de vida en esta edad. Una vez conseguido el aumento de la esperanza de vida en el mundo occidental, lo que en principio constituye un hecho positivo, se hace evidente la necesidad de mejorar las condiciones de vida, el bienestar en su más amplio sentido teniendo en cuenta parámetros objetivos y subjetivos (Montorio e Iza 1992). Esto es, se trata de evitar que la prolongación de la vida se convierta en la prolongación de un deficiente estado de salud, caracterizado por el padecimiento de enfermedades crónicas y el sufrimiento, porque de esta forma la longevidad se produciría a costa de una disminución de la calidad de vida (Fries, 1989).
En definitiva, la mejora de la calidad de vida en la vejez constituye un objetivo irrenunciable para la Gerontología. Ahora bien, qué se entiende por calidad de vida y qué intervenciones podrían contribuir a incrementar ésta durante la vejez son cuestiones que actualmente se encuentran en pleno debate. Aquí se abordará este tema desde la óptica de la vejez con éxito, propuesta ampliamente extendida en la Gerontología en el momento actual que se complementará con una perspectiva más clásica de la Psicología trasladada al ámbito de la vejez, el modelo de estrés.
En los primeros años 60, diversos trabajos de investigación en Gerontología social intentan responder a la pregunta ¿en qué consiste una vejez óptima o con éxito? Estos primeros estudios comenzaron centrándose en los patrones sociales del envejecimiento y fueron evolucionando hacia la identificación de las condiciones de vida bajo las cuales envejecer resultaba o no satisfactorio, así como los recursos y las habilidades de afrontamiento que influían en el proceso de envejecimiento. En cierto modo, puede decirse que estos estudios utilizaban medidas de calidad de vida para describir la vejez con éxito y los factores relacionados con determinadas pautas de envejecimiento. No obstante, el objeto de estudio dominante en los años 60 y 70, no era tanto indagar porqué las personas envejecen con éxito, como describir y caracterizar a este grupo de edad, surgiendo así un amplio cuerpo de conocimientos básicos en psicología de la vejez que, a su vez, centraron la atención en la caracterización de la vejez «normal».
Posteriormente, a partir de los años SO, los investigadores en Gerontología coincidieron en sugerir un cambio en el objeto de estudio de la vejez, proponiendo la sustitución del concepto de vejez «normal» por el concepto de vejez con «éxito».
Mientras el primero pone el énfasis en la vejez usual o prototípica, ignorando la sustancial heterogeneidad de las personas mayores e intentando establecer cuál es el promedio de pérdidas relacionadas con la edad en la capacidad y funcionamiento, el concepto de vejez con éxito centra la atención en establecer cuáles son los límites del funcionamiento en la edad avanzada y las condiciones que permiten un mantenimiento del funcionamiento en la edad avanzada (Rowe y Kalm, 1987).
Actualmente existe un amplio consenso en aceptar la vejez con éxito como un nuevo marco de estudio en Gerontología. No obstante, el consenso es menor en lo que se refiere a la selección de cuáles serían los indicadores de una vejez con éxito. Distintos teóricos de la «vejez con éxito» han sugerido un enfoque multicriterial basado en la consideración de diversos criterios para definirla. En cualquier caso, parece claro que deben considerarse indicadores cuantitativos y cualitativos, como también objetivos y subjetivos. Así, Blazer (1990) propuso definir la vejez con éxito como una combinación de vitalidad personal, resistencia, flexibilidad adaptativa, autonomía y control, integridad y un buen ajuste persona-ambiente. Baltes y Baltes (1990) sugieren la inclusión de indicadores de funcionamiento biológico (longevidad -y- salud biológica), funcionamiento psicológico (salud mental y aspectos positivos del ser humano (eficacia cognitiva, competencia social y productividad, control personal y satisfacción en la vida). Otros teóricos han propuesto definir la vejez con éxito sobre la base única de criterios individuales, tales como la ausencia de deterioro cognitivo, la independencia de terceros para el funcionamiento en la vida diaria o la no utilización de servicios (Roos y Havens, 1991).
Paralelamente a la búsqueda de indicadores pertinentes de vejez con éxito, Baltes y Baltes (1990) plantean la utilidad y conveniencia de considerar la vejez con éxito como un proceso de optimización selectiva con compensación, enfatizando el papel del individuo en la determinación de su propio funcionamiento. Seguidamente, se presenta esta perspectiva sobre la vejez, de gran relevancia en la Gerontología en el momento actual.
Aunque, como ya se ha mencionado anteriormente, el concepto de «vejez con éxito» tiene su origen en los años 60 (Havighurst, 1963), posteriormente ha sido propuesto como un tema de interés en la investigación gerontológica y como un desafío para el diseño de la política social. El hecho de que esta idea haya captado de nuevo la atención de los científicos sociales es debido no sólo al atractivo del término y a la importancia de la vejez en el mundo actual, sino a un nuevo optimismo que ha surgido en la Gerontología en los últimos tiempos (Baltes y Baltes, 1980; Baltes, 1987; Birren y Bengtson, 1988; Fernández-Ballesteros, 1985; Skinner y Vaughan, 1986). La interrogante sobre si el concepto de vejez con éxito se mantendrá en la Gerontología por su plausibilidad científica, en este momento es una cuestión menos trascendente que el propio hecho de que actualmente sea un tema dinámico y de interés para los investigadores (Baltes y Baltes, 1990).
En el pensamiento actual sobre la vejez con éxito ha sido definitivo el impacto de dos conceptos, la variabilidad interindividual, que recoge la amplia diversidad que existe entre las personas mayores, y la plasticidad intraindividual, que asume la capacidad de aprendizaje de las personas mayores (Baltes y Baltes, 1990). Las reflexiones sobre las implicaciones teóricas y de intervención psicológica que se derivan de estos conceptos llevan a la conclusión de que existe «mucha oportunidad» para la optimización continua del desarrollo humano a lo largo de la vida, incluyendo la vejez (Lerner, 1984).
Partiendo de ambos conceptos, el modelo de vejez con éxito basado en la optimización selectiva con compensación (Baltes y Baltes, 1990) recoge y aplica una parte sustancial de los presupuestos básicos de la Psicología del Ciclo Vital a la edad avanzada, especialmente en cuanto que contribuyen a definir el proceso de adaptación. Este modelo postula que las personas están inmersas en un proceso continuo de adaptación a lo largo de toda la vida mediante tres componentes que interactúan entre sí: la selección, la optimización y la compensación.
La selección se refiere al proceso de especialización de competencias conductuales que permiten al individuo continuar desarrollándose a lo largo de la vida. Implica reducción ya que restringe la vida de las personas limitando el número de competencias o áreas de funcionamiento. Pero esta limitación supone también adaptación, ya que al reducirse las demandas a las que ha de atender el individuo, se hace más fácil el manejo de las competencias seleccionadas. Un ejemplo de esta especialización en la edad avanzada está relacionado con el ámbito de las actividades de la vida diaria (autocuidado y mantenimiento del hogar). Estas tareas suelen aumentar su importancia respecto a otras actividades en esta etapa de la vida, ya que para muchas personas mayores mantener su independencia en la comunidad se convierte en un objetivo principal (Willis, 1991). Otro ejemplo es la selección que hacen las personas de edad avanzada sobre su red social. Parece demostrado que en esta edad las personas limitan -seleccionan- su fuente de apoyo social, centrándose en la búsqueda del contacto social que favorezca la regulación emocional que preserve su bienestar psicológico (en detrimento de relaciones sociales que faciliten información o mantenimiento de la identidad) (Carstensen y Frederickson, 1994).
La optimización refleja la idea de que los individuos se regulan para funcionar en niveles elevados, eficaces y deseables de ejecución. Así, es esperable que las personas aprovechen las oportunidades ambientales o biológicas a lo largo de su cielo vital para actuar enriqueciendo -y aumentando su capacidad de reserva, de forma que todo ello les permita maximizar -en cantidad y calidad- el curso de sus vidas. En resumen, significa que el individuo se mueve en la dirección de procurar el mejor funcionamiento posible en un número concreto de áreas de la vida. La optimización es también un objetivo alcanzable en la edad avanzada, ya que incluso habiendo comenzado el declive de las habilidades cognitivas más biológicamente determinadas, existe un sustancial remanente de plasticidad para mejorar las diversas capacidades del ser humano, incluidas las cognitivas (Baltes y Linderbergen 1988; Fernández-Ballesteros, Izal, Montorio, González y Díaz Veiga, 1992). Hasta tal punto es deseable promocionar la optimización en los individuos que se ha demostrado que cuando éstos mantienen niveles altos de actividad física moderada, estilos de vida saludables y se relacionan con personas intelectualmente activas continúan manteniendo su capacidad intelectual a lo largo de toda la edad avanzada (Schaie, 1994).
La compensación hace referencia al proceso que se activa cuando las habilidades de una persona se deterioran como consecuencia de la edad o bien cuando las demandas del contexto aumentan sustancialmente y no es posible alcanzar el estándar de ejecución requerido. El empleo de las estrategias habituales, en estos casos, comportaría resultados negativos y, por ello, las personas modifican sus estrategias a fin de compensar los déficits. La compensación implica utilizar elementos de la conducta (por ejemplo, ayudas externas de memoria), de la cognición (por ejemplo, estrategias mnemotécnicas) o derivados de la tecnología (por ejemplo, ayudas protésicas). La compensación es un proceso natural que empleamos todas las personas en el transcurso de su vida y que, en la vejez, se encuentra especialmente desarrollado debido a la ventaja que supone la acumulación de experiencia y conocimientos de este grupo de edad (Dixon, 1995). Así, por ejemplo, se ha comprobado que mecanógrafos de edad avanzada son capaces de transcribir un texto a máquina tan eficazmente como mecanógrafos más jóvenes, pese a una disminución en las destrezas perceptivo-motoras de aquéllos (Salthouse, 1984). La experiencia de los mecanógrafos mayores les permite visualizar en mayor medida el texto siguiente al que van a transcribir para compensar así la desventaja en la velocidad de respuesta.
Los procesos de compensación han sido fundamentalmente estudiados en relación con el área del funcionamiento intelectual, aunque también pueden encontrarse ejemplos en el área de la conducta social. En este último ámbito, la compensación puede operar a través de la utilización del control pasivo o control delegado (Baltes y Carstensen, 1994). Cuando las conductas activas o instrumentales no son suficientemente efectivas para alcanzar los estándares de ejecución, los individuos pueden modificar su ambiente social a través de conductas pasivas o de delegación de control como afirma Baltes (Baltes et al., 1994). Esta autora y sus colaboradores mantienen que las personas mayores residentes en instituciones reciben mayor cantidad de refuerzo social por parte del personal cuando muestran conductas dependientes -es decir no instrumentales o activas-. Desde el punto de vista del autocuidado se entendería como un fracaso. Sin embargo, teniendo en cuenta que una conducta en un contexto determinado tiene múltiples consecuencias podría contemplarse también como una forma de adaptación de los residentes. Así, la conducta de dependencia en autocuidado conforma un medio para asegurar que se satisfagan otras necesidades básicas personales a la vez que permite la consecución de éxito en otras áreas de funcionamiento (esto es, mayor contacto social). En términos generales, utilización de procedimientos de compensación no sólo ayuda a las personas a paliar déficits en la edad avanzada, sino que se ha revelado como un importante predictor de eficacia cognitiva y capacidad de un individuo para vivir independientemente en la comunidad (Wolinsky, Cahallan, Fitzgerald y Johnson, 1992).
En resumen, el modelo de optimización selectiva con compensación presupone que la persona, a cualquier edad, se especializa en distintas áreas de funcionamiento, capacidades o habilidades dependiendo de su trayectoria vital, de los intereses, valores, hábitos, salud y de su capacidad de reserva. Siendo necesario en todas las épocas de la vida, en la vejez ,su empleo es aún más activo y frecuente a causa de las pérdidas (Marsiske, Lang, Baltes, y Baltes, 1995). La experiencia adquirida a lo largo de la vida facilita que las personas mayores conozcan cómo actuar optimizando, seleccionando y utilizando estrategias que compensen posible déficits o elevadas demandas ambientales.
Las aportaciones de este modelo de vejez con éxito, en especial su énfasis en las potencialidades del individuo y en el protagonismo de éste para optimizar su funcionamiento en el desempeño de su vida, lo convierte en una de las más fructíferas vías de investigación en Gerontología (Marsiske et al., 1995). Sin embargo, una de las críticas que ha recibido esta perspectiva se basa en la falta de atención a las condiciones económicas, sociales, etc. que pueden interferir en el logro de una vejez con éxito, así como alguno de los recursos con que cuenta el individuo que pueden favorecer su adaptación (Pearlin y Skaff, 1995). En este sentido, como veremos seguidamente, la perspectiva del estrés aplicada a la edad avanzada incluye las situaciones cambiantes o adversas a las que pueden enfrentarse las personas mayores, así como los recursos individuales para enfrentarse a ellos.
La capacidad de adaptación de las personas permite el mantenimiento de su bienestar al enfrentarse a las circunstancias cambiantes o difíciles que surgen a lo largo de la vida. Esta adaptación, tiene lugar según un principio de continuidad a lo largo de la vida, según el cual las experiencias anteriores de la misma conectan con las experiencias de la edad avanzada, marcando así una trayectoria vital en cuanto a la forma de adaptación (Pearlin y Skaff, 1995). Esta trayectoria sería una de las principales fuentes de diferenciación entre las personas mayores. Más concretamente, al margen de los cambios biológicos propios de la vejez, la diferenciación entre las personas en esta etapa de la vida procede de dos vías de ,selección a través de las que cada individuo elige entre diferentes opciones: la estructural y la conductual (Carstensen, Hanson y Freund, 1995). La primera de ellas se refiere a los aspectos (por ejemplo, nivel socio-educativo, sexo) que a lo largo de la vida limitan o promueven distintas oportunidades a cada persona (Dannefer, 1992). Por el contrario, la selección conductual no implica una imposición al individuo en cuanto a las opciones de que dispone, sino que hace referencia a las elecciones que activa y «voluntariamente» realiza a lo largo de su cielo vital (aumentar o disminuir la red social, adquirir conocimientos especializados, etc.) (Carstensen, Hanson y Freund, 1995).
Ambas formas de selección van marcando la trayectoria vital de cada persona y, ya en la edad avanzada, delimitan tanto las oportunidades de que aquélla dispone, como el impacto de los cambios que acontecen en esta etapa de la vida.
En cualquier caso, no debe pensarse en un determinismo en función de etapas anteriores de la vida, como tampoco es posible extrapolar, sin más, nuestros conocimientos sobre adaptación en edades anteriores a las condiciones y características de la vejez. De hecho, está comprobado que los tipos de cambios o sucesos estresantes a los que deben enfrentarse las personas mayores, su significado y la forma en la que son percibidos y, por último, la forma de responder ante ellos son, en determinados aspectos, significativamente distintos al compararlos con otros grupos de edad (Castro et al., 1996) . Las diferencias con otros grupos de edad no significa, en modo alguno, que la vejez deba ser percibida como un tiempo de estrés y desesperanza (Baltes y Baltes, 1990; Ryff, 1989). Estas cuestiones serán abordadas seguidamente, tratándose de forma separada los factores estresantes y los recursos personales con que cuenta el individuo para abordarlos y lograr la adaptación.
Los conocimientos acerca de las características específicas de los factores estresantes en la vejez son limitados y, desde luego, menores de lo que sería deseable. Aún así, se sabe que existen diferencias en cuanto a los estresores a los que se ven expuestos las personas mayores y su impacto. A continuación revisaremos estas cuestiones, diferenciando entre dos tipos de estresores, los acontecimientos vitales y los estresores crónicos.
Un primer tipo de estresores hace referencia a los eventos vitales que, como es sabido, son sucesos puntuales que implican cambios importantes en la vida de las personas, exigiendo al organismo un intenso esfuerzo de adaptación (por ejemplo, jubilación, muerte del cónyuge, cambio de domicilio, etc.) (Holmes y Rahe, 1967). En la edad avanzada, éstos estresores no parecen ser una principal fuente de estrés (Ensel, 1991), habiéndose llegado a encontrar incluso una asociación negativa entre edad avanzada y ocurrencia de acontecimientos vitales (Murrel, Norris y Grote, 1988). Probablemente, este resultado sea explicable tanto por algunos sesgos metodológicos, básicamente que las escalas de evaluación de acontecimientos vitales muestrean adecuadamente las situaciones conflictivas de la edad adulta y no de la edad avanzada, como porque, en general, la forma de vida de las personas mayores les lleva a estar menos expuestos a situaciones vitales de este tipo (Pearlin y Skaff, 1995).
Existen, no obstante, acontecimientos vitales que ocurren con mayor probabilidad en la vejez. En primer lugar, están aquéllos que tienen relación con la pérdida de roles y estatus y que constituyen transiciones normativas en la vida (jubilación, «nido vacío»). Estos eventos pueden anticiparse, no conllevan necesariamente consecuencias negativas (George, 1980) e, incluso, pueden tener efectos positivos sobre el bienestar, como revelan algunos trabajos sobre la jubilación (Aldwin, 1990). En segundo lugar, los sucesos relacionados con la salud, tan comunes en la vejez, parecen tener un efecto más depresivo que otros tipos de eventos vitales (Ensel, 1991). También, la muerte de personas próximas -cónyuge, amigos, etc.- es un tipo de evento vital más frecuente en esta edad con un impacto emocional negativo de duración e intensidad variable, aunque también se han encontrado que, en algunos casos, ocurren efectos positivos. Así, por ejemplo, la pérdida de seres queridos, junto al impacto negativo que produce, puede conllevar posteriormente un aumento de contacto social, de la sensación de independencia y competencia, así como una mejora del autoconcepto (Lopata, 1979; Wortman y Silver, 1992). Por otra parte, parece que los eventos vitales relacionados con la salud y económicos pueden ser una fuente de estrés menos importante entre las personas mayores que entre las personas de menos edad (George, 1989).
En términos generales, una variable crítica que afecta a la adaptación consiguiente a la aparición de acontecimientos vitales en la vejez es su condición de normatividad, esto es, aquellos acontecimientos que no están asociados a transiciones normativas de la vida y que son menos esperables, no pudiendo ser anticipados, generan un mayor estrés. Así, un suceso vital -no normativo- como, por ejemplo, la pérdida de un hijo es una de las experiencias más estresantes que pueden vivir los seres humanos (Aldwin, 1990), siendo difícil recuperarse y volver al estado previo de bienestar, especialmente, si quien padece este acontecimiento es una persona viuda (Pearlin y Skaff, 1995).
A diferencia de los anteriores, existen estresores que no aparecen de forma limitada en el tiempo, sino que se presentan insidiosamente y de forma persistente en la vida cotidiana. Se ha constatado que estas situaciones de estrés crónico provocan, más respuestas de estrés, con efectos más negativos sobre el funcionamiento social, psicológico y biológico de las personas, que otras situaciones extraordinarias como son los acontecimientos vitales (Pearlin y Schooler, 1978).
Así, por ejemplo, como consecuencia de algunos cambios biológicos, psicológicos y sociales frecuentes en la vejez, las personas de más edad pueden encontrar dificultades para interactuar con su entorno físico, aumentando de esta forma su sensación de inseguridad ante ciertas condiciones ambientales del mismo. Un ejemplo claro de esta situación es un cambio de residencia a un lugar no familiar -traslado de domicilio- o en convivencia con personas desconocidas -ingreso en una residencia- (Izal y Fernández-Ballesteros, 1990). Pero incluso cuando la persona permanece en su propia casa y en el mismo vecindario, la interacción con el ambiente se modifica con el tiempo, ya que, a pesar de que las condiciones ambientales se mantengan, la persona puede sentirse más vulnerable ante un incremento de su fragilidad física. Además, el entorno en el que vive la persona mayor también está sujeto a transformaciones. La composición y estructura del barrio y del vecindario en el que vive puede variar y los cambios surgidos pueden convertirse en estresores para ella. Así, una pérdida de amigos y conocidos que se trasladan de barrio o ciudad o que fallecen produce una reducción de la red social del individuo, con el presumible impacto negativo sobre su vida. Igualmente, es posible que con el tiempo se modifique el entorno urbano (se cierran tiendas habituales y se ponen en funcionamiento otras nuevas; se modifica el transporte del barrio; varía el mobiliario urbano; cambia la localización, organización y tipo de servicios ubicados en el barrio, etc.) y ello puede afectar de forma importante a la sensación de seguridad y confort de las personas mayores que viven en él. Finalmente, si las modificaciones en el entorno se acompañan de cambios en las propias condiciones de la persona mayor, la interacción será aún mas difícil. Por ejemplo, tener que recorrer andando una distancia mayor porque un determinado servicio (una tienda habitual un centro de salud, etc.) haya cambiado su ubicación puede constituir para una persona que sufre una progresiva pérdida de movilidad un esfuerzo excesivo, además de afectar a su sensación de seguridad personal.
Otra forma de tensión crónica mantenida procede de las dificultades que pueden surgir en torno a las relaciones y actividades asociados al cumplimiento de los roles sociales en la vejez. Según Pearlin y Skaff (1995), los principales estresores en este sentido proceden de la interacción con familiares y se refieren al incumplimiento de expectativas puestas en los hijos, a la ausencia de apoyo y ayuda por parte de éstos, o una recepción de apoyo y ayuda de éstos que merma su autonomía y autoestima y favorece la aparición de un «exceso de incapacidad». Por último, uno de los estresores derivado del desempeño de roles que más tensión puede generar tiene su Origen en la prestación de cuidados a un familiar (Izal y Montorio, 1994). Así, el papel de cuidador principal (por ejemplo, la esposa que tiene a su cargo el cuidado de su marido que sufre la enfermedad de Alzheimer) implica una serie de estresores (primarios) directamente derivados del cuidado, tales como ayudar en las actividades de la vida diaria, manejar comportamientos difíciles (alucinaciones, conducta agitada, deambulación, etc.), así como otros estresores (secundarios) generados por los anteriores, tales como conflictos con otros familiares, reducción de la red social, problemas de salud, etc. (Izal, Montorio y Díaz-Veiga, en prensa; Montgomery y Borgatta, 1989: Montorio. Izal y Díaz-Veiga, 1995).
Para terminar, el microambiente e fi el que viven las personas de edad avanzada es el escenario de situaciones cotidianas estresantes, relacionadas específicamente con problemas de organización y logística a los que han de enfrentarse como parte de la vida cotidiana (por ejemplo, subir escaleras, actividades de autocuidado, hacer una gestión, recordar nombres de otras personas, etc.). Estas situaciones, triviales que para la mayor parte de los adultos, pueden convertirse para las personas mayores en obstáculos que deben superar cada día y que constituyen un aspecto importante de su vida diaria (Barer, 1993; Fernández-Ballesteros, Díaz, Izal y Hernández, 1988). Acotar o listar estas situaciones es una tarea difícil, ya que una situación se convertirá en conflictiva dependiendo de las condiciones físicas, psicológicas y socio-ambientales de la vida de la persona.
En resumen, las situaciones estresantes a las que se enfrentan las personas mayores varían respecto a personas más jóvenes en cuanto al tipo de situaciones e impacto que producen, siendo especialmente generadoras de estrés las situaciones de la vida cotidiana. No obstante, cada acontecimiento vital o situación estresante puede tener muy diferentes consecuencias en la vida de las personas, en función de la importancia subjetiva del área de la vida en la que se produzca (Krause, 1994) y del grado en el que es esperable su ocurrencia a partir de las expectativas sobre su posible aparición en un estadio particular de la vida (Pearlin y Skaff, 1995). Así, por ejemplo, una jubilación anticipada a los 55 años presumiblemente tendrá consecuencias distintas que a los 63 años o también, por ejemplo, la pérdida de seres queridos en la tercera década de la vida podrá tener efectos distintos que a los 85 años de edad.
Como ya se ha dicho, la mayor parte de las personas mayores se enfrentan cotidianamente a situaciones estresantes continuas y de forma puntual o extraordinaria a acontecimientos vitales que presumiblemente reducen su bienestar. No obstante, como se ha señalado anteriormente la mayor parte de ellas consiguen adaptarse, manteniendo un nivel aceptable de bienestar y satisfacción (Baltes y Baltes, 1990; Knight, 1986). Esto es posible gracias a los recursos que todas las personas, incluidas las de más edad, utilizan para enfrentarse a las situaciones estresantes de la vida. Ante las demandas que surgen en el transcurso de la vejez, los individuos responden desarrollando o empleando recursos capaces de amortiguar los efectos perjudiciales que pueden conllevar las circunstancias difíciles de la vida (Cohen y Edwards, 1989). En términos generales, estos recursos son comunes a las diferentes edades y pueden ser agrupados en tres tipos: económicos, sociales y personales, aunque en la vejez muestran también aspectos específicos.
Los recursos económicos son uno de los mejores amortiguadores ante condiciones adversas o cambiantes. Una buena disponibilidad de recursos económicos aumenta el rango de posibilidades de selección a las que las personas mayores pueden optar en las distintas circunstancias -normativas o no normativas, esperadas o inesperadas- que se pueden presentar en su vida, compensando posibles pérdidas frecuentes en esta edad. Por ejemplo, contar con buenos recursos económicos se ha asociado a una más rápida adaptación a la jubilación al permitir realizar diversas actividades por los efectos directos e indirectos derivados de tales recursos (Carstensen y Freund, 1994).
Los recursos sociales, y en especial el apoyo social, es probablemente el tipo de recursos más importante para amortiguar los efectos nocivos de los estresores en la vejez (Hanson y Carpenter, 1994). Dentro de ellos, posiblemente el apoyo social sea el más importante, especialmente cuando las situaciones adversas no han sido resueltas mediante otros tipos de afrontamiento (Hanson y Carpenter, 1994). En múltiples investigaciones, se ha comprobado la eficacia del apoyo social, incluso como predictor de longevidad (Berkman y Synie, 1979), aunque no se conocen con precisión las condiciones bajo las que se maximiza su efectividad (Antonucci, 1990). Recientemente, se está trabajando sobre la idea de que la eficacia del apoyo social depende de una combinación adecuada entre quien proporciona el apoyo y el tipo de apoyo que se presta (Pearlin y Skaff, 1995). Así, por ejemplo, en el caso de cuidadores (incluyendo cuidadores mayores) de personas mayores dependientes, son especialmente útiles la ayuda instrumental que facilitan profesionales para prevenir la sensación de «carga de cuidado» y para manejar problemas específicos del cuidado, y la ayuda emocional que facilitan «antiguos cuidadores» para prevenir trastornos emocionales (Montorio, Díaz-Veiga e Izal, 1995).
Los recursos personales o competencias que el propio individuo posee para adaptarse a su ambiente son diversos, habiendo sido los más estudiados las estrategias de afrontamiento y, especialmente entre las personas mayores, la percepción de control.
Las estrategias de afrontamiento o esfuerzos que la persona realiza para evitar los efectos dañinos de una situación estresante (Lazarus y Folkman, 1984) han sido clasificadas de diversas maneras. Aquí, siguiendo la clasificación de Pearlin y Schooler (1978), vamos a diferenciar tres formas de afrontamiento: acción directa sobre la situación, modificación del significado de la situación e intentos para manejar los efectos resultantes de la situación. Entre las personas de más edad se ha encontrado una utilización menos frecuente de estrategias del primer tipo, es decir, la probabilidad de que respondan dedicando su esfuerzo a controlar la situación a través de la acción directa es menor. Consecuentemente, utilizan con más frecuencia los dos últimos tipos de estrategias, modificando el significado de las situaciones adversas y controlando las manifestaciones de estrés, es decir, estrategias de afrontamiento centradas en la emoción (por oposición a centradas en la acción) (Castro y otros, 1995; Chiriboga, 1992). En este sentido, a pesar de la creencia popular de que los mayores adoptan una actitud pasiva ante la adversidad y las circunstancias difíciles de la vida, desarrollando una más o menos aceptable «capacidad de resignación» como única respuesta posible ante la aparición de condiciones de fragilidad y pérdidas de naturaleza irreversible, la constatación de que estas personas tienden a utilizar estrategias de afrontamiento que moldean o rehacen el significado e importancia de las circunstancias difíciles prueba que no necesariamente se resignan pasivamente ante cambios irreversibles, sino que, por el contrario, responden eficazmente ante ellos modificando preferencias y prioridades (Pearlin y Mullan, 1992).
La predilección de las personas mayores por uno u otro tipo de estrategias de afrontamiento podría explicarse por un proceso previo. Así, la persona se plantea si es posible o no mantener los objetivos y estándares de ejecución anteriores, una vez que los cambios personales debidos a la edad u otros cambios sociales le hayan desviado de aquéllos. En caso de que los objetivos se perciban como alcanzables, la persona empleará conductas instrumentales que considere efectivas para contrarrestar cambios no deseados, siempre que tal esfuerzo no exceda sus recursos y capacidades (Brandstädter, 1984). Si, por el contrario, no es posible mantener los objetivos y estándares pretendidos, porque éstos exceden el nivel de dificultad manejable (Brim, 1992), el individuo reaccionará modificando sus preferencias y prioridades, lo que ocurre con más frecuencia en la edad avanzada. En algunos casos, es probable que las personas mayores tiendan a utilizar estrategias de este último tipo por considerar inalcanzables o irreversibles situaciones que realmente no son tales, ya sea por desconocimiento o porque el medio no resulta propicio para llevar a cabo conductas instrumentales (Brandstädter, 1984).
Concluyendo, las diferentes estrategias de afrontamiento no son universalmente efectivas para todos los grupos de edad y en todas las condiciones, sino que un uso selectivo de las mismas será más eficaz dependiendo del momento de la vida en el que se encuentre el individuo (Kahana, 1992) y del grado en el que la situación sea resoluble mediante acción directa o instrumental (Brandstädter, 1984), La conocida máxima que afirma que debemos tener la serenidad para aceptar aquello que se puede cambiar, el valor de cambiar lo que es posible cambiar y la sabiduría para diferenciar entre ambos, añadiríamos nosotros, en cada momento de la vida, ejemplifica bien la utilización de estrategias de forma selectiva.
La percepción de control o capacidad que las personas creen tener para ejercer control sobre circunstancias importantes de su vida (concepto próximo al de autoeficacia de Bandura, 1977) influye de forma importante en cómo se experimentan las pérdidas y su consiguiente compensación. Una sensación de control apropiada está positivamente relacionada con el ajuste ante acontecimientos negativos, mientras que la pérdida de control está vinculada a sentimientos de indefensión que pueden tener una impacto negativo sobre el funcionamiento psicológico de las personas (Fry, 1989). En relación a la vejez, pese a la extendida opinión acerca de que la fragilidad y pérdidas en esta edad llevarían al individuo a experimentar una disminución de la percepción de su competencia, puede decirse que una gran parte de personas mayores mantienen la percepción de control como un recurso importante para mantener su bienestar (Rodin, 1986). Existe, además, suficiente evidencia empírica para afirmar que la percepción de control es particularmente importante entre las personas mayores (Izal, 1985). Una extensa cantidad de estudios en centros residenciales prueba esta afirmación, ya que aunque el ingreso en una residencia puede conllevar una disminución del bienestar (Baltes Y Wahl, 1987), estos efectos quedarían ampliamente amortiguados por el grado de control percibido. En una de las investigaciones más ampliamente citadas en la literatura gerontológica, en la que se desarrollaba un intervención en una residencia para incrementar la responsabilidad personal de los residentes en relación con su ambiente próximo (básicamente, mediante pequeñas responsabilidades cotidianas y posibilidades de elección en la vida diaria), se concluía que favorecer un sentido de control no sólo influye en el bienestar, sino también en la salud y la longevidad (Rodin y Langer, 1977). Resultados semejantes se han encontrado en posteriores estudios experimentales (Banzinger, 1987), así como también en una reciente investigación de tipo longitudinal se ha puesto de relieve que un escaso control percibido es un predictor de mortalidad, incluso después de controlar los efectos de la edad, salud, depresión y otros problemas psicológicos (Carstensen y Pasupathi, en prensa).
En cualquier caso, la percepción de control debe ser lo más ajustada posible a la capacidad de control real. A veces, un excesivo grado de control percibido tiene consecuencias disfuncionales, ya sea porque existen cambios irreversibles (por ejemplo, por una enfermedad crónica) o porque el medio restringe la capacidad de control del individuo (por ejemplo, un ambiente institucional). En estos casos, un sentimiento de control inadecuadamente elevado no conduciría a la adaptación o el éxito, sino a la frustración y la desesperanza (Janoff-Bulman y Brickman, 1982).
Las razones por las que la percepción de control es un factor tan importante en la adaptación en la vejez no son aún suficientemente conocidas. Una posible explicación es que la sensación de control es en sí misma útil, al reducir la sensación de amenaza asociada a situaciones difíciles o estresantes; en la medida en que el individuo cree tener control sobre tales situaciones adversas, se sentirá menos indefenso ante ellas, mientras que, en caso contrario, se sentirá «víctima» de tales circunstancias difíciles e impotente para controlarlas (Pearlin y Skaff, 1995). Por ejemplo, una elevada percepción de control en cuidadores de personas con enfermedad de Alzheimer protege a los cuidadores de las tensiones derivadas del cuidado diario (Skaff, 1991). Una segunda explicación acerca de la efectividad de la percepción de control se basa en su capacidad para predisponer a las personas para actuar y movilizar el apoyo social en su propio beneficio (Brandstädter y Baltes-Götz, 1990).
En resumen, la adaptación a la vejez debe contemplarse como un proceso dinámico por el que la persona se enfrenta a los desafíos que se le van presentando no de forma pasiva, sino activamente, utilizando los diversos recursos con los que cuenta. Incluso cuando se trata de afrontar situaciones posiblemente irresolubles, su impacto puede moderarse mediante la reestructuración de su significado, la disponibilidad de apoyo social apropiado y el mantenimiento de un sentido de control sobre otros aspectos importantes para el propio individuo.
Como se deduce de todo lo anterior, el éxito en la vejez depende del resultado del proceso de adaptación a los cambios asociados a la edad y a las situaciones desafiantes de la vida, todo ello modulado por un conjunto de amortiguadores de tipo económico, social y personal. En este momento podríamos responder a la pregunta que da título a este artículo y que, proviene de un experto psicólogo clínico e investigador en el ámbito de la vejez, Knight (1986), a propósito de haberse sorprendido a sí mismo haciéndose esta pregunta en su consulta. En términos generales, las personas mayores a lo largo de su cielo vital han desarrollado potentes y efectivas formas de afrontar las situaciones adversas. El modelo de la vejez con éxito de Baltes y Baltes (1990) explica esta adaptación mediante el proceso de optimización selectiva con compensación, mientras que el modelo de estrés, de forma complementaria al anterior, explica que la utilización de estrategias apropiadas en cada caso, junto a los recursos sociales y económicos, constituyen las claves de tal adaptación (Pearlin y Skaff, 1995).
Ahora bien, aunque una gran parte de las personas mayores consiguen adaptarse bien a los múltiples desafíos que se plantean en la vejez, no en todos los casos la adaptación a las situaciones adversas se produce con éxito. Las consecuencias que se derivan de esta falta de adaptación son diversas e incluyen trastornos psicológicos o conductuales, así como empeoramiento de la salud y deterioro funcional y físico.
En cuanto a posibles vías de intervención para facilitar la adaptación con éxito en la vejez, puede decirse que, a lo largo de la historia de la Gerontología, los investigadores han mostrado una preferencia por analizar los problemas derivados de un mal ajuste en términos de resultados (por ejemplo, bajo nivel de satisfacción con la vida, depresión, etc.) en detrimento de la investigación acerca de la forma en qué las personas mayores se adaptan y, por ello, las intervenciones han estado más orientadas hacia un enfoque remediador o rehabilitador que preventivo. No obstante, actualmente existe un acuerdo generalizado en considerar que las estrategias de intervención preventivas deben priorizarse, máxime si se trata de promocionar la vejez con éxito (Gram y Albee, 1995). Desde una óptica preventiva en la que nos vamos a centrar, se puede diferenciar entre estrategias de intervención centradas en la persona y aquéllas centradas en un nivel de sistemas (Cowen, - 1986). A su vez, dentro del primer tipo de estrategias, es posible distinguir, por un lado, entre las que se centran en la anticipación de las consecuencias negativas que pueden derivarse de las situaciones adversas de la vida y, por otro lado, las estrategias que persiguen el desarrollo de competencias y habilidades en personas que no sufren problemas importantes y cuyo fin último es fortalecer las capacidades y destrezas que permitan afrontar con éxito futuras situaciones adversas.
Por tanto, teniendo en cuenta las distintas clases de estrategias de intervención que pueden desarrollarse, y apoyándonos en los modelos teóricos que anteriormente han sido descritos (modelo sobre la vejez con éxito basada en la optimización selectiva con compensación y modelo de estrés) desde una perspectiva básicamente optimista de la vejez, seguidamente se intentará trazar algunas pautas generales de intervención para lograr que la vejez en nuestra sociedad sea una etapa de la vida con éxito. En cualquier caso, lo que sigue deben considerarse como orientaciones generales, ya que en modo alguno pretendemos ser exhaustivos acerca de las posibles intervenciones, sino más bien sugerir algunas ideas que puedan servir de orientación.
Dadas las considerables diferencias que existen entre los individuos en cuanto a la forma de envejecer, es importante descartar soluciones simplistas como forma de mejorar las condiciones de vida de los mayores o de fomentar la flexibilidad del individuo y la sociedad en cuanto a su percepción de la vejez y actitudes hacia los mayores.
Teniendo en cuenta lo anterior, puede ser útil distinguir dentro de las intervenciones centradas en el individuo los dos tipos que mencionábamos anteriormente. Así, en primer lugar, es posible pensar en formas de intervención orientadas a prevenir las consecuencias negativas de ciertas situaciones difíciles o estresantes en aquellas personas que, por haber estado expuestas a estas situaciones, puede considerarse que se encuentran en mayor riesgo de desarrollar trastornos. Esta es la idea que subyace al desarrollo e implantación de algunas posibles intervenciones. Sin agotar todas las posibilidades existentes algunos ejemplos podrían ser dirigidos a los siguientes grupos: personas que van a ingresar en una residencia, personas que recientemente han enviudado, o bien a las siguientes situaciones o problemas: personas con dolor crónico, seguimiento tras hospitalizaciones e intervenciones quirúrgicas, insomnio, preocupaciones, depresión, etc. En segundo lugar, pueden desarrollarse intervenciones para favorecer habilidades y competencias en personas mayores que no se encuentran en una situación «de riesgo», con el único objetivo de aumentar su capacidad para afrontar con éxito futuras situaciones potencialmente adversas y, en general, para promover un funcionamiento óptimamente competente y saludable. Las intervenciones en este sentido han sido menos desarrolladas que las anteriores, si bien algunos ejemplos concretos podrían ser: programas de educación y acomodación ambiental para la vivienda y la comunidad, protección de la seguridad personal, desarrollo de habilidades intelectuales y físicas, promoción de la competencia social, prevención de caídas, fomento de la participación de los mayores en el voluntariado, etc. En términos generales, se trate de uno u otro tipo de intervenciones, éstas estarán orientadas a promover la competencia para la utilización de capacidades y habilidades que permitan adaptarse a las situaciones particulares de cada individuo (Dixon, 1995).
En general, al ser la adaptación un proceso por el que la persona se enfrenta de una forma activa a los desafíos que se le van presentando mediante la utilización de los diversos recursos con los que cuenta (personales, sociales y económicos), será necesario realizar intervenciones que promuevan tales recursos, teniendo en cuenta, además que estos son especialmente necesarios para manejar situaciones de estrés a las que deben enfrentarse cada día. Especialmente importantes en la vejez son las intervenciones para promover la interacción y el contacto social como una de las formas más potentes de favorecer la adaptación. Cuando el resto de los recursos fallan, la disponibilidad de apoyo social apropiado es particularmente útil. Pero además, debe desatacarse que la disponibilidad de apoyo se entiende en los dos sentidos, la persona mayor como receptora del mismo y como individuo que proporciona apoyo a los demás sintiéndose y útil evitando el aislamiento (dentro de su familia, con amigos, como voluntario, etc.). También, pueden desarrollarse intervenciones que faciliten a las personas mayores utilizar estrategias de afrontamiento adecuadas, es decir, promoviendo un afrontamiento activo o instrumental ante objetivos alcanzables o reestructurando el significado de las situaciones adversas. Por último, son fundamentales las intervenciones que potencien la sensación de control personal, mediante la identificación de estrategias para aumentar la percepción de control y autoeficacia en aquellas personas que, por diversos motivos (problemas de salud, ingreso en una residencia, etc.) están en riesgo de perder su sensación de autonomía. En este sentido, debe tenerse muy en cuenta la enorme influencia de determinados mensajes provenientes del contexto (Langer y Rodin, 1976) (desde la red social próxima a la sociedad en general) para, mediante su correcta utilización, lograr que promuevan la autoconfianza y los sentimientos de valía de las personas.
La optimización del funcionamiento personal no sólo se basa en unas buenas competencias individuales, sino que en buena medida depende del contexto que rodea al individuo. Así, para compensar posibles pérdidas y limitaciones debidas a la edad, es preciso adaptar el medio físico y social en el que se desenvuelve mediante elementos protésicos, pautas de funcionamiento facilitadoras en lugares públicos y creación de ambientes «amigables» (por ejemplo, eliminación de barreras arquitectónicas, pautas de circulación vial, ayudas de orientación, características del transporte público y, en general, todas aquellas medidas que tiendan a optimizar el funcionamiento de los mayores) (Lawton, 1990). Pero, además de compensar posibles limitaciones, el entorno puede favorecer la competencia del individuo mediante características que sirvan de estímulo e incluso supongan un cierto grado de desafío (ambiente proactivo), de forma que `deba poner en práctica sus competencias personales: nuevos contactos sociales, nuevas actividades, un medio físico protésico y seguro solamente en la medida de lo necesario, etc. (Izal, 1995).
En definitiva, la esencia de la intervención preventiva centrada en el individuo en la vejez sería que siempre que sea posible, debe proporcionarse a las personas mayores oportunidades para que desarrollen sus habilidades, se muestren más competentes, alcancen una mejor armonía consigo mismos y los demás y, como consecuencia de ello, se favorezca la sensación que acompaña al éxito (Gram y Albee, 1995).
La mayor parte de las intervenciones psicosociales y de salud se centran en el individuo y su objetivo son las reacciones o respuestas emocionales, cognitivas, conductuales y/o fisiológicas (Levi 1992) sobre las que hemos hablado anteriormente. Sin embargo, puesto que, como hemos visto, el ambiente físico y social que rodea al individuo puede contener una serie de potentes factores estresantes como son una falta de ajuste persona-ambiente, un conflicto entre roles que entran en competencia (por ejemplo, ser cuidador principal de un familiar dependiente y dedicar tiempo a otros miembros de la familia) o una pérdida de roles, intervenir no sólo con las personas mayores, sino también sobre factores externos que pueden estar poniendo en peligro su bienestar (entendido en su sentido más amplio, físico, social y psicológico) se hace completamente necesario.
Las intervenciones orientadas a la identificación y mejora del sistema social son especialmente importantes en la vejez, debido a diferentes formas de vulnerabilidad frecuentemente asociadas a esta edad. Así, por ejemplo, la mayor prevalencia de problemas de salud en la vejez implica, en muchos casos, una pérdida real de autonomía, pero, además, las creencias que mantienen las personas de su entorno inmediato (por ejemplo, su familia, personal que trabaja en instituciones) acerca de su incapacidad y los consiguientes comportamientos sobreprotectores que pueden derivarse de tales creencias (Litle, 1988) influyen en las personas mayores con pérdida de autonomía haciendo que ésta aumente aún más. En última instancia, todo ello puede dar lugar a un círculo vicioso en el que tiene lugar un progresivo reforzamiento del proceso patológico. De la misma forma, la pérdida de control personal, común a muchas personas de edad avanzada, está influida no solo por pérdidas de recursos personales del propio individuo (por ejemplo, de salud, memoria, etc.), sino también por factores externos que afectan a la percepción de control personal, como pueden ser, por ejemplo, en determinadas circunstancias el ingreso en una residencia, las actitudes edadistas hacia las personas mayores, la escasez de recursos económicos en la que viven muchas personas en la edad avanzada, etc.
A pesar de la innegable interacción entre variables individuales y contextuales a lo largo de la vida de las personas incluyendo la vejez, las intervenciones psicosociales dirigidas a factores contextuales o externos al individuo, es decir, al cambio en los sistemas sociales ha recibido una atención muy escasa. Muy posiblemente, uno de los principales motivos por los que se produce esta falta de atención sea la complejidad inherente a las intervenciones dirigidas al sistema social (Levi, 1992). Así, es un hecho generalizado que las políticas de los distintos países encaminadas a la solución de problemas sociales o de salud se dirijan a un único problema o parte del problema en cada ocasión y, además, adopten un carácter remediador y orientado a situaciones críticas (por ejemplo, un problema específico de salud, como una epidemia de infección gastrointestinal, es fácilmente atacado, mientras que la desnutrición debida a la pobreza es ignorada). En el grupo de personas de edad avanzada, una ilustración de esto podemos encontrarla en el problema que plantea la enfermedad de Alzheimer. En torno a esta enfermedad, junto con el deterioro progresivo cognitivo y físico que sufren las personas que la padecen, surge un cúmulo de problemas que afectan enormemente a sus familiares (las «víctimas ocultas» de la enfermedad). Una decisión política que planteara el abordaje del problema centrándose exclusivamente en los aspectos físicos de esta enfermedad hoy por hoy incurable, esto es, en la prestación al enfermo de cuidados de enfermería, la toma de fármacos, etcétera, cuando la enfermedad se encuentra ya en una fase manifiesta, sería un buen ejemplo de intervención prototípica en el sentido en que nos estamos refiriendo. Se trataría de una intervención dirigida a un aspecto parcial de un problema complejo y que tiene un carácter remediador y orientado a situaciones críticas. Tal intervención, aún siendo absolutamente necesaria, debe ser completada con otras actuaciones sobre el sistema social que contribuyan a aliviar la «carga» familiar que supone el cuidado del enfermo y a reducir el estrés que experimentan los cuidadores (mediante servicios de apoyo a los familiares, servicios de «respiro», programas para cuidadores, asesoramiento a familiares, etc.). Además, dichas actuaciones deberían incorporar una perspectiva, que amplíe los objetivos puramente remediadores, comenzando por la detección lo más temprana posible de la enfermedad, a fin de diseñar un plan de tratamiento apropiado (ya que se trata de una enfermedad incurable, pero no intratable) para el enfermo y sus familiares. No deberíamos olvidar tampoco las intervenciones dirigidas a la formación de cuidadores profesionales, quienes en un futuro, y debido tanto a las crecientes dificultades para que la familia pueda hacerse cargo del cuidado de sus familiares mayores con problemas de dependencia como el cambio demográfico, serán previsiblemente una pieza clave en la atención a estas personas (Rodríguez y Sancho, 1995). Además, podrían tomarse medidas para el diseño o modificación de ambientes apropiados- (hogar o institucional), formación de personal de instituciones para el manejo de conductas-problema características de este grupo de edad o, incluso, la regulación de pautas de actuación que garanticen los derechos de las personas que se encuentran afectadas por esta enfermedad que quedara incluida en la futura Ley del Mayor.
En definitiva, el sistema persona-ambiente integra una multiplicidad de factores que interactúan entre sí y, por ello, abordar problemas ambientales, conductuales, de salud, etc., tomando en consideración únicamente parte de este complejo sistema augura escasas posibilidades de éxito en actividades preventivas, terapéuticas o investigadoras (Levi 1992).
Junto con la complejidad de las intervenciones dirigidas al nivel del sistema social, otro de los motivos que puede llevar a la escasa implantación de este tipo de intervenciones es que, en la medida en la que implican cambio social y político pueden resultar de difícil aceptación por los profesionales ya que su implantación hace necesaria la interdisciplinariedad, así también como pueden conllevar resultados controvertidos. Como ejemplo concreto, la recomendación acerca de que las mujeres mayores deberían adquirir más competencia social como forma de mejorar su bienestar ha sido puesta en entredicho (Wine, 1981). El argumento principal de esta objeción se basa en los posibles conflictos que una mayor asertividad de estas mujeres podría originar en las relaciones con otros miembros de la familia, que esperan un comportamiento más sumiso como correspondería al estatus tradicional de la mujer.
El proceso de intervención en el nivel de sistema puede ilustrarse bien mediante una metáfora (Levy, 1992). Podríamos considerar que la trayectoria vital de las personas recorre un puente situado sobre un río. Este puente tiene diversos desperfectos (zonas abiertas en el suelo, ausencia de barreras en los laterales, etcétera) que implican un riesgo de caer al agua, no existiendo una vía de paso completamente segura. Como consecuencia de ello, un buen número de personas cae al río. Muchos de ellos no saben nadar. Para prevenir el ahogamiento, el personal de salvamento (que podría equipararse al cuidado de atención primaria) se sumerge en el agua, lleva a la orilla a las personas en peligro y comienza a reanimarlas. Si el personal de salvamento no consigue rescatar a quienes están en peligro de ahogamiento, estos últimos serán arrastrados por la corriente del río hasta una cascada próxima al puente y se hundirán hacia el fondo del río. Los submarinistas tendrán que hacer entonces todo lo posible para llevar a estas personas a la superficie del agua y luego hasta la orilla y, una vez allí, someterlos a sofisticados y costosos procedimientos de reanimación.
Concluyendo, el personal de salvamento y los submarinistas son necesarios, como lo son también las instituciones y los recursos que representan. Ahora bien, es igualmente preciso que existan recursos para: a) reparar el puente cuando esté deteriorado, b) dotar al puente de una vía de seguridad y de señales de advertencia, e) informar a la gente de los peligros del agua profunda en caso de que no puedan nadar y d) enseñar a la gente a nadar y a salvar a otras personas que no saben nadar y necesitan ayuda (Levi, 1985). En otros términos, serían necesarios distintos tipos de intervención dirigidos a fomentar la salud y el bienestar en la vejez -esto es, la vejez con éxito- más allá de actuaciones centradas exclusivamente en el individuo. Así, mediante intervenciones sobre el amplio sistema social dentro del cual las personas desarrollan su vida, se deberían, por un lado, crear las condiciones ambientales más favorables posibles (contextos saludables, eliminación- de estereotipos negativos sobre la vejez, oportunidades de participación social, etc.) y, por otro, proporcionar a las personas los medios para adquirir recursos personales (estilos de vida saludables, control personal sobre su vida, educación para la salud, competencia social, competencia cognitiva, etc.) para preservar su bienestar y salud y para prevenir posibles problemas en el futuro, así como para contribuir ellas mismas a que otras personas alcancen estos mismos fines.
Lo anterior requiere varias condiciones. En primer lugar, debe darse una colaboración estrecha entre los planificadores sociales, que definen los objetivos políticos, y los profesionales e investigadores, que ponen a prueba y evalúan estas ideas además de proporcionar conocimiento adicional sobre el que basar las decisiones. En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, es preciso contar con los suficientes conocimientos, para lo cual una vía idónea es la investigación aplicada sobre intervención con personas mayores, con un especial énfasis en cómo las personas llegan a la vejez con más vitalidad y mejores condiciones de salud y bienestar (siguiendo la metáfora del puente y el río, aquéllos que cruzan el puente con éxito).
Una de las mejores estrategias para lograr una vejez con éxito es comprender que esta etapa es la continuación del curso anterior de la vida. En este sentido, hay mucho que aprender de aquellos individuos que hoy son personas mayores saludables. Las personas que mejor han sabido llegar a una vejez con éxito están en posición de transmitir tal conocimiento. El desarrollo progresivo de competencias a lo largo de su vida ampliando su repertorio de destrezas les permite seleccionar entre un rango amplio de opciones cuando alguna de las pérdidas que ocurren en la edad avanzada les priva de otras opciones. Es preciso conocer la fortaleza de las personas mayores, así como el ambiente en el que viven que les permite afrontar los desafíos de la vejez. Podemos aprender de estas personas a promocionar contextos o ambientes eficaces y de apoyo, para que otras personas de edad avanzada se beneficien de tales conocimientos. Siguiendo la recomendación de Kahana (1992) es necesario comenzar a preguntar a las personas mayores de hoy cuáles son sus problemas y cómo los afrontan. Cumplir este objetivo requiere una nueva perspectiva de análisis, alejada de la visión deficitaria de la vejez, que asimile que los parámetros de éxito en cada etapa de la vida no son necesariamente los mismos.
Para favorecer lo anterior, debemos tener en cuenta que las políticas públicas para las personas mayores no deben ser diferentes en su nivel básico que para otros grupos de edad. Las políticas deben procurar el confort y la salud de los ciudadanos, disminuyendo las amenazas a su bienestar. En otros grupos de edad, tales políticas han sido claras y explícitas. La protección del menor, el acceso a la cultura y la educación de los niños y jóvenes son claros ejemplos de políticas para el grupo de personas de menos edad. Pensemos, por ejemplo, en la vasta inversión realizada en los últimos años en la reforma educativa de enseñanza no universitaria. En la edad adulta, se generan, con independencia de sus resultados, claras políticas para la mejora de las condiciones de vida. Por ejemplo, la reciente, novedosa y prometedora política para la mejora de las condiciones de trabajo mediante la Ley de Salud Laboral. Aunque cualquier generalización suele conllevar errores y olvidos, en el caso de las personas mayores, creemos que las políticas no parecen estar tan claramente dirigidas al «desarrollo» de este grupo de edad y a la promoción de una vejez con éxito. Más bien, reflejo de una actitud compartida por la sociedad, las políticas se dirigen principalmente a cubrir las prioritarias necesidades básicas y primarias de este colectivo. Siendo, absolutamente necesarias estas vías de intervención, se hacen precisas también otras nuevas que las complementen. En este sentido, creemos pertinente la utilización de conocimientos científicos sobre este grupo de edad como paso previo a la implantación de servicios. Es deseable que se diseñen programas, principalmente preventivos, que respondan a políticas globales y atiendan tanto al nivel de sistema social como al centrado en la persona, con profesionales cualificados en los distintos niveles del desarrollo, gestión e implantación de los programas. Estas políticas dirigidas a la promoción de la salud y el bienestar pueden concretarse en alguno de los siguientes programas, sin agotar ni mucho menos todas las posibilidades: educación para la salud, optimización del funcionamiento de personas residentes en instituciones a través de la formación continuada y de la motivación del personal, promoción de la autonomía e independencia de las personas de edad avanzada con especial énfasis en la prevención o eliminación del exceso de incapacidad, atención integral a enfermos de Alzheimer y sus familiares, plan & actuación para los cuidadores de personas mayores dependientes, desarrollo de habilidades intelectuales, promoción de la competencia social, formación de paraprofesionales, fomento de la participación de los mayores en tareas de voluntariado, etc. Obviamente, algunas de estas líneas de intervención se están llevando a cabo en la actualidad. En estos casos, se trataría de fomentarlas y extender su radio de acción. Por ejemplo, ampliar un programa de actividad física en un centro de día hasta llegar a un programa global que incluya una campaña de promoción en la comunidad de destino (cambio de actitudes, educación para la salud, beneficios del ejercicio físico, cte.) con profesionales específicamente formados (con conocimientos sobre las limitaciones del ejercicio para las personas mayores, técnicas de motivación útiles con este colectivo, cte.) y con un material técnico y audiovisual desarrollado para este fin.
Un aspecto crucial en lograr políticas adecuadas para las personas mayores es la transferencia de los conocimientos derivados de la investigación a la política, los servicios y los programas que se ofrecen. El conocimiento sobre las personas de este grupo de edad, sus potencialidades, déficits y formas de adaptación es amplio, aunque no traspasa suficientemente las barreras del ámbito académico y los institutos de investigación. Se hacen necesarios organismos que se responsabilicen tanto del fomento de la investigación como de transferir los logros de la ciencia. En algunos países, la respuesta a esta necesidad ha sido la de creación de Institutos Públicos Monográficos sobre la vejez, lo que sin duda, es una respuesta adecuada.
Ahora bien, la planificación de las vías de intervención no sólo debe responder a los conocimientos científico-técnicos, sino que, como línea prioritaria, debe evitar la marginación de este grupo de edad. Las personas mayores deben convertirse en los principales gestores dé su propia vida y para ello debe potenciarse su participación en todos los niveles donde se tomen decisiones sobre ellos, favorecer su integración en la sociedad productiva y de ocio, así como fomentar en la sociedad y los profesionales la idea de que sean ellos quienes tomen las decisiones sobre su vida cotidiana. Como afirman Rodríguez y Sancho (1995), solamente de esta forma se podrá lograr la mejora de la calidad de vida de las personas mayores, cuyo derecho a elegir y a tomar decisiones es irrenunciable.
Para finalizar queremos subrayar que la forma que adoptará lo que se ha calificado como vejez con éxito será propia de cada persona, respondiendo a las características del individuo y de la cultura en la que está inmerso. La vejez con éxito tendrá así una forma para cada persona, en función de sus peculiaridades y su propio modo de adaptarse a esta etapa de la vida. No existen estándares de una vejez con éxito, cada individuo es el artífice de la suya propia. Sin embargo, esto no debe entenderse, en absoluto, como una exención a la sociedad de su responsabilidad para contribuir a una satisfactoria adaptación en la vejez. Al contrario, la política social debe procurar que las generaciones actuales y futuras de ciudadanos mayores tengan energía e interés en continuar siendo productivos, mantengan las competencias y habilidades a través de una práctica extensiva, así como también debe promover la búsqueda de nuevos medios para superar las habilidades que disminuyen. Indudablemente, la forma, ámbito y alcance de la política, servicios y programas para las personas mayores cambiarán a medida que surjan nuevas cohortes de personas con recursos personales, sociales y educativos distintos a los actuales, quienes, esperablemente, tendrán nuevas demandas de programas y servicios.