DOSSIER
RESUMEN
El estado de bienestar considera a la educación como un bien básico que debe ser distribuido equitativamente. Igualdad de oportunidades no significa igualitarismo sino equidad. La educación proporciona una base idónea para comprobar si los criterios de equidad manejados por los teóricos y filósofos de la política dan los resultados esperados. El fracaso escolar es visto en este artículo como la disfunción fundamental que pone de manifiesto la necesidad de revisar la concepción de la igualdad educativa con el fin de sustituir las propuestas tradicionales de la izquierda en dicho ámbito por modelos educativos más revolucionarios y novedosos.
Fracaso escolar, Igualdad educativa, Modelos educativos.
The welfare state considers education as a basic asset that must be equitably distributed. Equal opportunity does not mean equalitarism but equity. Education provides an ideal basis to verify whether the equity criteria managed by politic theorists and philosophers produces the expected results. This paper and philosophers produces the expected results. This paper contemplates academic failure as the essential disfunction that discloses the need to review the idea of equal education in order to replace the left-wing traditional proposals in said environment by more revolutionary and original educational models.
Academic failure, Equal education, Educational models.
En un estado de bienestar, la educación es quizá el bien prioritario, el derecho que debe ser protegido sin discusión. Incluso los liberales más recalcitrantes con respecto a las intervenciones estatales para garantizar ciertos derechos, están de acuerdo en proponer algún sistema público de educación que dé oportunidades reales a los menos favorecidos. Generalmente, la discusión se produce en términos muy simplistas: los sectores socialdemócratas tienden a defender un sistema de educación gratuita para todos, mientras los sectores más liberales o conservadores, sin dejar de decir que debe ayudarse a quien no puede superar por sí solo su inferioridad, tienden a reducir la gestión pública -y más aún la propiedad pública- de las instituciones educativas. Propuestas como el cheque escolar, las becas son mejor recibidas por mentes liberales, que la idea de una «escuela pública».
En España, el sistema educativo ha sido seguramente el más dinamizado, reformado y regulado desde la democracia. Había mucho que hacer, sobre todo en el ámbito de la enseñanza básica y secundaria, donde lo público dejaba mucho que desear y estaba totalmente desprestigiado. La LODE primero y la LOGSE después han impulsado un desarrollo que hoy permite equiparar nuestra educación a la de muchos países de nuestro entorno. La LODE garantizaba la educación para todos hasta los 14 años; la LOGSE amplía la educación obligatoria a los 16, al tiempo que reforma los contenidos de la enseñanza. A grandes rasgos, de acuerdo con dos principios: 1) una enseñanza básica y secundaria unificada; 2) un bachillerato y una formación profesional adaptados a las aptitudes y diferencias de los alumnos. Formalmente, jurídicamente, pues, el derecho a la educación tiene las garantías necesarias en un estado de derecho. Lo que hay que ver es si esas garantías son suficientes.
Decíamos en el artículo general sobre el concepto filosófico de la igualdad de oportunidades que hoy debe entenderse esa igualdad no como igualitarismo, sino como equidad. Lo cual significa dar a cada uno lo que le corresponde de acuerdo con los criterios de justicia que tengamos estipulados. Dada la desigualdad real, la equidad implica siempre una distribución desigual, que, de un modo u otro, distingue a los más desiguales y se vuelca más en ellos a fin de que su posición resulte más equilibrada en el conjunto. Veíamos también que la dificultad reside en comparar esas situaciones de desigualdad y encontrar un criterio que realmente sirva para mejorarlas. El criterio de las capacidades de Sen, el de los recursos de Dworkin o el principio de la diferencia de Rawls (como forma de distribuir los bienes básicos) son los tres criterios más sobresalientes en la filosofía de la igualdad de nuestro tiempo.
La educación nos ofrece una base idónea para comprobar si las políticas aplicadas hasta ahora son las mejores. 0 si se ajustan a alguno de los criterios mencionados. En el caso de las políticas educativas, un dato, sobre todo, permite valorarlas por sus resultados. Ese dato es el fracaso escolar. Parece obvio que si las políticas educativas se proponen verdaderamente -como lo dejan claro las leyes- que mejore la igualdad de oportunidades, el hecho de que se produzca fracaso escolar es una prueba bastante incuestionable de que esa igualdad no se consigue. Unos -los no fracasados- consiguen acabar el período formativo obligatorio con un certificado que les acredita para escoger aquella formación superior que, a su juicio, les permitirá vivir a su gusto. Los otros -los fracasados- no pueden escoger nada, ni siquiera pueden incorporarse al mundo laboral con una base mínimamente cualificada. Cuando todo el mundo está de acuerdo en que una de las formas de abordar el para y la crisis del mercado de trabajo es con más formación para los futuros trabajadores, el fracaso en la formación no puede interpretarse sino como una reducción radical de las oportunidades para ingresar en el mundo laboral. Si, además, tenemos en cuenta, que tener trabajo y, por lo tanto cobrar por él, es una condición necesaria para la calidad de vida, no hacemos sino abundar en las razones que nos obligan a revisar qué falla en nuestras políticas educativas o qué debe hacerse en ellas para reducir el índice de fracaso escolar que tenemos.
Nuestro fracaso escolar es alto, más alto que el de los países con los que solemos compararnos. También es alto nuestro índice de para. La reforma educativa se está empezando a poner en marcha y lo hace empujada por una ola de escepticismo -si es que el escepticismo puede empujar alguna cosa- debido quizá, entre otras razones, a la incógnita sobre los resultados de esa misma reforma y al temor a que éstos sean negativos. Podríamos tener más información sobre esos resultados, pues lo cierto es que la reforma ha tenido un rodaje piloto de cuyas consecuencias sabemos más bien poco. Debía haberse evaluado ese pilotaje antes de poner en marcha el cambio de una forma generalizada. No se ha hecho. Ahora sólo nos queda hacer un seguimiento de la aplicación de la reforma, sin miedo, pues de la sinceridad en hacerlo y valorarlo depende que no tardemos demasiado en corregir las posibles disfunciones.
Que las hay, y algunas ya están a la vista casi sin haber empezado. Es lógico que si la educación obligatoria se alarga, incluirá a muchos más niños de los que incluía el sistema anterior, niños que entonces abandonaban el sistema precisamente por su incapacidad, falta de medios o falta de estímulo para seguir en él. Estos niños, la mayoría ya medio fracasados, iban a una formación profesional mal diseñada y bastante inútil. Ahora se quedan en una enseñanza obligatoria que difícilmente será más aprovechable por quienes ya no sabían aprovechar la formación profesional. En resumen, eso que se llama «educación comprensiva» -idéntica educación para todos en la etapa obligatoria- y que ha sido el ideal socialista desde hace tiempo, merece una reflexión crítica. Quizá la «comprensividad» no sea la mejor manera de conseguir una auténtica igualdad de oportunidades.
Quienes analizan y estudian el fracaso escolar saben muy bien que éste tiene causas muy diversas. Escolarizar a todos no significa obtener resultados, si no idénticos, por lo menos parecidos. Las capacidades son distintas, lo son las aptitudes y las actitudes, el talante, y, sobre todo, son distintas las condiciones familiares. Un niño con padres cultos y ricos tiene más posibilidades de ser buen estudiante que el hijo de padres, como se decía antes, «obreros». No basta, pues, escolarizar a todos por igual. Y hay que tener en cuenta que la «normalización» de la enseñanza prioriza ciertas capacidades y margina otras. El que tiene habilidades manuales tiene poco que hacer en una secundaria mayormente teórica. No todo el mundo sirve igual para el estudio, o para un determinado tipo de estudio. No cualquiera podrá ser un buen ingeniero, como no cualquiera será un buen futbolista o un buen músico. Atender a la diversidad es fundamental para igualar las oportunidades. Nos lo han dicho los tres filósofos citados en el artículo de fondo sobre esta cuestión. Ante las políticas educativas y sus resultados hay que plantearse una primera pregunta: ¿favorecen tales políticas la igualdad de resultados? Si no es así, como parece a simple vista que no lo es, habrá que pensar qué, hacer para incidir en políticas más selectivas y diferenciadas.
Un informe sobre el futuro de la educación, del economista francés Jacques Lesourne, pone de manifiesto los fallos de un sistema educativo excesivamente igualitario. ¿A dónde lleva el objetivo de que el 80% de nuestros estudiantes sean bachilleres?, se pregunta. ¿Para que necesitamos tantos bachilleres? ¿Qué ocurrirá con ese 20% excluido del grado de bachiller? Esos «excluidos» son, sin ninguna duda, los más desiguales. Los que difícilmente alcanzarán una vida de calidad con la formación conseguida. Nuestro sistema parece que está condenando a un porcentaje demasiado elevado de ciudadanos a vivir fuera del sistema.
Es una tesis parecida a la que defiende el sociólogo también francés Pierre Rosanvallon en un libro altamente sugerente. El estado de bienestar, en su opinión, ha construido un tipo de sociedad que responde a lo que podemos llamar la «sociedad aseguradora». El objetivo ha acabado siendo el de asegurar unos mínimos a todos aquellos que no consiguen alcanzar la normalidad, dándoles algún tipo de subsidio: para, jubilación, invalidez, salario social. El fracasado escolar se encuentra en una situación parecida, aunque tenga mucha más vida por delante. Al no poder alcanzar los mínimos normativamente previstos, se queda fuera. Rosanvallon, en consecuencia, propone una corrección del estado providencia que lo haga más selectivo. El estado de bienestar ha instaurado un universalismo que no es conveniente ni hace que la igualdad de oportunidades progrese. Contra ese universalismo deberían promoverse políticas sociales más individualizadas.
Me dirán que ya se hace. Nuestras escuelas se están poblando de psicopedagogos, un nuevo profesorado destinado a servir de soparte al alumno rezagado por el motivo que sea. Me atrevo a sugerir que tal vez no sea la fórmula ni más eficaz ni más conveniente para la salud psíquica del alumno. Por lo menos, al mismo tiempo habría que aventurar y poner en práctica otras ideas. Por ejemplo, una diversificación mayor de los contenidos de la enseñanza. ¿Qué sentido tiene eliminar una formación profesional más temprana que -bien hecha, esto es importantísimo- puede corresponderse mejor con las aptitudes, capacidades y gusto de muchos alumnos? ¿Por qué no proponerse en serio prestigiar esa formación profesional que siempre ha sido el furgón de cola de los fracasados? No es así en otros países, ¿por qué no intentar que tampoco lo sea aquí?
Proponérnoslo significa atender a otra pregunta hoy sumamente importante: ¿son adecuados los contenidos de la enseñanza al nuevo mercado laboral? ¿son adecuados para abordar y superar ese para estructural que nos vuelve tan impotentes?. Pienso que no. No, porque son demasiado teóricos y demasiado uniformes. Uniformes y, además, con una tendencia creciente a una especialización poco aconsejable. Pensemos que el nuevo bachillerato tiene tres ramas diferentes.
Es cierto que, ante lo que parecen ser las nuevas demandas laborales, nos encontramos con una exigencia paradójica. Por una parte, se nos dice que, dada la rápida transformación que experimenta el mundo laboral, lo importante es la formación general y básica. Ya tendrá tiempo el alumno de especializarse y ponerse a tono con el trabajo que vaya a realizar. Para eso están los programas de formación continua cuya necesidad es cada vez más perentoria. Por otra parte, sin embargo, vemos que una uniformidad excesiva, que meta a todos los alumnos en las mismas enseñanzas, no es buena. No todos sirven para todo. La diversificación puede ser más estimulante al dar más opcionalidad al alumno. ¿Son compatibles ambos criterios? Deberían serlo. Debería ser posible la formación básica y global, pero no sólo en matemáticas y lengua, para entendernos. Si es cierto que el trabajo del futuro es el del sector servicios, imaginémonos -si podemos- la cantidad de opciones de servicios posibles que podrán ofrecerse. ¿Es preciso saturar al alumno, como se está haciendo, de asignaturas teóricas, para que luego sepa montar una empresa sanitaria, cultural de ocio?
Tal vez lo que debamos tener claro es que diversificación no es lo mismo que especialización. La formación básica puede ser diversa, pero tiene que ser básica en cualquier caso. Cultura general, si decirlo así sirve para entendernos. Hacer que el alumno se exprese mínimamente bien, por escrito y oralmente. Conseguir, por ejemplo, que El Quijote llegue a entretenerle. Que adquiera una sensibilidad hacia la música clásica. Que conozca los conceptos fundamentales de la ciencia, los datos esenciales de la historia. Enseñarle el valor de la reflexión. Hay ahí un debate que no debería tener fin.
Aún hay otro punto a considerar entre los más fundamentales. Hacer más real la igualdad de oportunidades no puede consistir sólo en tratar de corregir las disfunciones de unas enseñanzas que no producen resultados demasiado satisfactorios ni para dar oportunidades similares a todos, ni para responder a la demanda laboral. Consiste también en hacer que el sistema público de educación funcione con eficiencia y esté bien gestionado. Tenemos ahí otro hueso duro de roer para la izquierda. Pues si uno de sus prejuicios ha sido el igualitarismo, el otro es la bondad del estado y de lo público frente a la maldad de la iniciativa privada prejuicios que la derecha combate con los prejuicios de signo contrario: no a la igualdad porque disminuye la libertad, y no a lo público que es ineficiente y malo.
No es cierto que lo público, por definición, sea ineficiente. Sí lo es que la escuela pública, seguramente por la escasa autonomía que se le concede, descansa excesivamente en la responsabilidad de la madre administración. Es función del estado social garantizar el derecho a la educación. Para ello, tiene titularidad sobre un número determinado de centros escolares. Pero tal procedimiento no debe significar necesariamente que el estado deba convertirse en empresario. La gestión puede privatizarse. Lo único que el estado debe hacer por sí mismo, sin cedérselo a nadie, es el control de esa gestión con el fin de que realmente llegue y beneficie a todos, en especial, a quienes más lo necesitan. Cabe decir que nuestro sistema público de educación, compuesto por centros públicos y concertados, ya tiene mucha gestión privatizada, pero no siempre bien controlada. Es ahí donde la intervención del estado es imprescindible. Nuestra escuela concertada goza de privilegios que la pública no tiene. Se ha visto, sobre todo, en la aplicación de la reforma. Al tener que agrupar a los niños hasta los dieciséis años en los mismos centros, la discriminación entre los que se encuentran en centros concertados y los que están en centros públicos se ha hecho mayor. Los centros públicos no tienen más remedio que aceptar a todo el mundo, mientras los privados, aunque sean concertados, seleccionan y eliminan a los alumnos inconvenientes. El cuerpo de inspectores de la administración pública tiene ahí un campo de estudio difícil pero fundamental.
Es evidente, a raíz de lo dicho, que el sistema que tenemos no acaba de funcionar. La escuela pública, que experimentó un tremendo empuje tras la transición democrática, está dando muestras de cansancio y deterioro. Le pasa lo mismo al estado de bienestar en general: más que de cansancio, da muestras de no llegar a todo, por lo que está pidiendo a gritos una revisión. Las cosas cambian, las necesidades crecen y también las demandas. Las políticas sociales tienen que perseguir la eficacia, pues el dinero público debe despilfarrarse lo menos posible. Pero su función básica es asegurar la igualdad de oportunidades. Ahora está formalmente garantizado el derecho de todos los niños a ir a la escuela. ¿Pero se garantiza su formación? ¿Se les garantiza a todos una formación adecuada para la inserción en el mundo laboral? ¿Se garantiza la igualdad de oportunidades? Estos son los problemas. Hasta ahora hemos intentado aplicar las teorías que nos parecían más correctas y progresistas. Los resultados han de permitirnos reconocer sus fallos y habrían de estimularnos para ponerles remedio.
A la luz de las teorías filosóficas sobre la igualdad de oportunidades, la política educativa tiene la obligación, primero, de asumir ciertos principios, para verificar, luego, si éstos se cumplen en la práctica. El sistema educativo más bien uniformista que tenemos, ¿muestra connivencia con el principio de la diferencia de Rawls? ¿Se piensa realmente en favorecer y mejorar las oportunidades de los menos favorecidos? ¿La forma de hacerlo es la que puede dar mejores resultados? ¿Se está afrontando la diferencia de capacidades, como pide Amartya Sen? ¿Se hace todo lo que se puede para igualar los recursos de los alumnos, de acuerdo con lo que dice Dworkin? Son preguntas que adolecen de la equivocidad y ambigüedad inherente al lenguaje valorativo. Qué hay que entender por «menos aventajados», de qué «capacidades» hablamos, de qué «recursos» queda indefinido en las teorías de los filósofos. Pero dan una pauta que le corresponde al político llenar de significado según sean las necesidades y los problemas de cada sociedad. Ése es el debate de la igualdad de oportunidades.