DOSSIER
RESUMEN
- John Rawls: la igualdad de bienes primarios
- Amartya Sen: la igualdad de capacidades
- Ronald Dworkin: la igualdad de recursos
BIBLIOGRAFIA
En este artículo se analiza el concepto de igualdad de oportunidades dentro de la filosofía política contemporánea. Desde la incorporación de los derechos sociales a la Declaración de derechos humanos, la igualdad es concebida como la condición ineludible de la libertad. Dicha tesis ha dado lugar a los actuales modelos del estado de bienestar. La dificultad radica en encontrar criterios eficaces para hacer real esa igualdad formalmente establecida. Los principios de la justicia de John Rawle y su idea de la justicia como equidad sirven de eje a la discusión actual sobre la igualdad de oportunidades. Como corrección y crítica a tales principios han surgido otras ideas no menos interesantes, entre las que se destacan el criterio de igualdad de capacidades de Amartya Sen y el de igualdad de recursos de Ronald Dworkin.
Igualdad de Oportunidades, Igualdad de Capacidades, Igualdad de Recursos.
This paper analyses the concept of equal opportunity within the contemporary politic philosophy. From the social rights incorporation into the Human Rights Declaration, equality is regarded as the unavoidable condition of freedom. Such thesis has given raise to the present welfare state models. The difficulty is rooted in finding effective criteria to make real that formally established equality. John Rawls' justice principles and his concept of justice as equity are used as an axis to the current discussion on equal opportunity. Other ideas, not least interesting; have arisen as a correction and a critic to such principles. Anartya Sen's criteria of equal abilities and Ronald Dworkin's equal resources are among those that stand out.
Equal Opportunity, Equal Abilities, Equal Resources.
Hablar de igualdad es hablar de derechos humanos. Para entenderlo, hay que hacer una breve historia de los derechos. Considerar, por lo menos, dos grandes etapas. La primera de ellas empieza con la modernidad y consiste en la lucha por las libertades individuales. Las revoluciones inglesa y francesa constitucionalizan unos derechos básicos que protegen al individuo contra el poder abusivo del poder político. El principio de la ley natural según el cual «todos los hombres son, por naturaleza, libres e iguales» se materializa, en primer lugar, en el reconocimiento explícito de los derechos civiles y políticos: todo individuo tiene derecho a unas libertades básicas, a unas garantías jurídicas y procesales y a participar en la vida política. La Bill of Rights de 1688, la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, en 1791 y la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789 son los hitos fundamentales en la aceptación explícita de unos principios que declaran el derecho igual a la libertad de todos los s re humanos.
Se trata sólo de la igualdad en la libertad: la igualdad de derechos civiles y políticos. La primera generación de derechos humanos defiende únicamente lo que luego Marx, con razón, criticará como «libertades formales». De iure, todos los hombres son igualmente libres; de facto, sólo una minoría puede disfrutar realmente de tal libertad. Las diferencias económicas y sociales constituyen un impedimento insalvable para la realización de las libertades. Las distintas teorías socialistas llamarán la atención sobre este hecho, que tampoco pasa desapercibido a pensadores más liberales. Es el caso de utilitaristas como J. Bentham y J. Stuart Mill, sabedores de que las desigualdades e injusticias producen un malestar social que es un obstáculo tanto para la estabilidad política como para maximizar el bienestar general. Poco a poco se afianza la convicción de que a la primera generación de derechos hay que añadir una segunda: los derechos económicos y sociales o los derechos de la igualdad. Unos bienes mínimos y básicos -la educación, la sanidad, el trabajo- deberían garantizarse a todos como condición necesaria de la libertad individual. La Declaración de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, de 1948, reconoce ya explícitamente y con pretensión de universalidad, los dos grupos de derechos: los derechos de la libertad y los derechos de la igualdad. El reconocimiento del segundo grupo dará pie a la formación de un nuevo modelo de estado: e1 estado de bienestar.
Ni en el terreno de la teoría ni en el de la práctica, la aceptación de tal modelo de estado ha sido unánime. Sabemos que, en la práctica, los derechos humanos son violados constantemente -todos: los civiles y políticos y los económico sociales-. También la teoría registra dos líneas opuestas: un neoliberalismo que rechaza de raíz el derecho a la igualdad como derecho básico, y un liberalismo social o socialdemocracia, que acepta los dos generaciones de derechos como componentes imprescindibles de la justicia distributiva. Los filósofos que se encuentran en esta segunda línea consideran que la economía de mercado por sí sola no consigue distribuir equitativamente los bienes básicos. Tal es la razón por la que es preciso un estado interventor que se encargue de evitar las injusticias derivadas de un reparto desigual de aquello que se considera fundamental para poder ser libre. El tema es de tal envergadura que la justicia distributiva se ha convertido en el concepto central de la filosofía política de la segunda mitad del siglo XX. Elaborar unos criterios de justicia adecuados y posibles en las sociedades de mercado libre es el objetivo de la mayoría de los filósofos que hoy reflexionan sobre la política.
El pionero y referente de todos ellos es John Rawls, autor de una Teoría de la justicia que ha hecho correr ya abundantes ríos de tinta. Expondré, en primer lugar, el concepto de igualdad que propone la teoría de la justicia de Rawls Y, a continuación, me referiré a dos de los críticos que, a mi juicio, más han añadido o aportado a la concepción rawlsiana de la igualdad: Amartya Sen y Ronald Dworkin.
Rawls es un acérrimo antiutilitarista. Cree que la justicia debe basarse en unos principios que, en ningún caso, pueden ser deducidos de una experiencia arbitraria y contingente. Como buen kantiano, piensa que la ética -y la justicia es el principio fundamental de una política ética- se justifica por la aprehensión de algo así como una «necesidad racional». Aceptamos ciertos bienes como básicos, aceptamos unos criterios de justicia, por que no podemos pensar la sociedad justa si esos bienes o criterios faltan. De acuerdo con tal premisa, no es de recibo la propuesta utilitarista según la cual lo justo consiste en la maximización del bienestar general. Lo que unos y otros entiendan por bienestar depende de contingencias difícilmente sumables. Siempre hay que dudar, por otra parte, de que las preferencias personales sobre lo que gusta o produce placer realmente coincidan con lo que se debe hacer porque es justo que así sea. Dicho de otra forma, la regla de la mayoría -a la que irremediablemente conduce el utilitarismo- puede errar y producir decisiones injustas -injustas para las minorías-. No podemos, en conclusión abandonar una noción tan importante como la justicia a tal cúmulo de arbitrariedades. Si justicia significa imparcialidad, es preciso que hagamos el esfuerzo de pensar esa justicia no desde nuestras preferencias de bienestar, sino desde una perspectiva que precisamente ponga entre paréntesis todo lo que nos hace sustancialmente desiguales y, por lo tanto, interesados, no imparciales.
John Rawls construye una complicada teoría que permite esa perspectiva de igualdad digamos «natural». Sería imprescindible poder consensuar qué entendemos por justicia -o por igualdad-, pero ese consenso siempre será sospechoso si se realiza desde las condiciones de desigualdad en que nos encontramos. No sería un consenso hecho desde la imparcialidad, sino desde la parcialidad. A la justicia siempre se la ha pintado con los ojos vendados. Pues bien, Rawls nos pide algo parecido a que nos vendemos los ojos. Nos pide que nos imaginemos en una situación de desconocimiento casi total sobre las condiciones en que nos ha tocado vivir. Cubiertos por lo que él Rama un ,(velo de la ignorancia», los individuos estarían en condiciones de decidir imparcialmente cuáles deberían ser los principios de la sociedad justa. La ignorancia sobre nuestro sexo, inteligencia, capacidades, nivel de renta, suerte, etc., nos forzaría a ser cautos, a imaginar lo peor, y a escoger unos criterios de justicia que finalmente pudieran favorecernos en el caso de que nuestra suerte en esta vida fuera la más deplorable. Piensa Rawls que, desde tal perspectiva -irreal pero imaginable- los seres racionales no dudarían en ponerse de acuerdo y pactar aquellos principios de la justicia que más podrían convenir a todos, incluidos aquellos que se encontraran menos favorecidos por la fortuna. Tales principios no podrían ser otros que el reconocimiento de la libertad y la igualdad, esto es, los dos valores que están en la base de los dos grupos de derechos fundamentales antes mencionados. En la formulación de Rawls, se enuncian así:
1. Toda persona tiene igual derecho a un régimen suficiente de libertades básicas iguales, que sea compatible con un régimen similar de libertades para todos.
2. Las desigualdades sociales y económicas han de satisfacer dos condiciones:
a) deben estar asociadas a cargos y posiciones abiertos a todos en las condiciones de equitativa igualdad de oportunidades; b) deben procurar el máximo beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad.
Rawls es un liberal y el primer principio es, sin duda, la libertad. Pero es consciente de que sin igualdad no hay libertad. Que hay que completar, por tanto ese primer principio con otro que asegure la igualdad de oportunidades. Y añade algo más: el único modo de corregir la desigualdad de oportunidades existente es distribuyendo desigualmente aquellos bienes más básicos e imprescindibles, dando más a quienes menos tienen. A esta segunda parte del principio de la igualdad la llama principio de la diferencia.
El concepto de igualdad de Rawls no tiene nada que ver, así, con un igualitarismo propio del socialismo más rancio. Rawls acepta las virtudes del capitalismo y la economía de mercado. Sólo trata de paliar aquellas desigualdades que precisamente impidan disfrutar de la libertad individual que esa misma economía necesita. Reconocer los dos principios de la justicia significa, en definitiva, aceptar unos bienes primarios, los únicos que los individuos deben poder reivindicar como un derecho fundamental. Dichos bienes básicos no son sino la explicitación de los dos principios de la justicia y constituyen el contenido de eso que Rawls llama justice as fairness y que traducimos por (Justicia como equidad». En efecto, la equidad -mejor que la igualdad- consiste en reconocer que nadie debe verse privado de los siguientes bienes primarios o básicos:
1. Libertades básicas
2. Libertad de movimiento y trabajo
3. Posibilidad de ocupar posiciones d responsabilidad
4. Ingresos y riqueza
5. Las bases sociales de la autoestima
Tal como Rawls la entiende, la justicia sería, pues, la igualdad de oportunidades para el bienestar. Quien no cuenta con los bienes básicos arriba detallados, de hecho, no es libre: no es libre para escoger la forma de vida que prefiera, que es la definición del bien de cada uno, o de lo que hoy llamamos bienestar. A diferencia de los utilitaristas, Rawls no entiende que (Justicia» signifique «bienestar». La justicia la constituyen, en su opinión, los «bienes primarios», que son los bienes imprescindibles para el bienestar. El bienestar, se entienda como «placer», «felicidad», o se entienda como «satisfacción de las preferencias» es una noción, en el fondo, subjetiva, de homologación difícil y peligrosa. En principio, las preferencias de la gente son distintas y divergentes, también sus experiencias del placer o de la felicidad. La justicia es un valor demasiado básico para reducirlo a una serie de apreciaciones personales más o menos contrastadas. Aunque sea difícil llegar a un acuerdo, lo que hay que acordar son unos bienes básicos o primarios como aquellos que, hoy y para nosotros, constituye el síne qua non de la justicia.
A diferencia de Rawls, Sen no es propiamente un filósofo. Es un economista preocupado por las cuestiones de la justicia distributiva (¡una rara avis entre los economistas!). El problema de las desigualdades preocupa a Sen desde hace tiempo. Y uno de sus referentes filosóficos es John Rawls. Sen no está de acuerdo con la propuesta de Rawls de reducir la justicia al reparto equitativo de los bienes básicos. Le parece insuficiente. No basta hablar de bienes básicos porque la relación entre éstos y el bienestar puede variar debido a las diferencias personales. El bienestar no depende sólo de poseer unos bienes como los descritos por Rawls, sino de la capacidad para usarlos o la capacidad de elegir. No basta tener «oportunidades de bienestar», que es lo que ofrecen los bienes básicos de Rawls. No bastan las oportunidades de funcionamiento en un sentido o en otro: hay que tener capacidad de funcionar. Los bienes, los recursos, los ingresos ayudan, pero son insuficientes si faltan las capacidades.
Se entiende la capacidad como la libertad para buscar los elementos constitutivos del bienestar. Pero la transformación de los bienes o recursos en libertad de elección varía de una persona a otra. La capacidad para aprovechar o dilapidar los bienes básicos no es la misma en todo el mundo, ni siquiera es la misma en la misma persona a diferentes edades. No sólo la edad, el entorno social, la cultura o el poder adquisitivo pueden representar y representan un aumento o disminución de las capacidades, sino que dos personas, con la misma capacidad, eligen cosas distintas en función de sus metas personales. Si no se cuida esa capacidad, la igualdad de bienes básicos no impediría serias desigualdades entre los individuos, desigualdades en el modo de usar la libertad. De ahí que Sen le enmiende la plana a Rawls Y proponga sustituir los bienes básicos por capacidades para elegir.
Pero, la intervención en las capacidades de las personas ¿no implica una inaceptable limitación de las libertades? Para Sen no es así. Él entiende que la capacidad es la libertad, mientras los bienes primarios de Rawls son sólo medios para la libertad. Pues es indudable que la libertad de una persona para realizar sus fines depende tanto de cuáles sean esos fines, como del poder que tenga para dirigir los bienes primarios hacia la realización de esos fines. Hay muchas otras desigualdades distintas de la distribución de ingresos y propiedades que contribuyen a disminuir la capacidad de una persona para proponerse metas y poder realizarlas. Las desigualdades de género, sociales, de raza, son factores que influyen en la capacidad para conseguir empleo, recibir atención médica o ser tratado equitativamente por la policía. No vale juzgar la pobreza o la riqueza de alguien sólo por sus ingresos: uno es rico o pobre según su grado de capacidad -de poder- para conseguir eso que Sen denomina «algunos funcionamientos básicos». Aquellos funcionamientos que hacen de una persona alguien «normal», «integrado» en una sociedad, sin problemas para situarse y defenderse en ella, para adquirir una posición mínimamente desahogada. Es decir, digna. Para tener eso que hoy llamamos «calidad de vida».
Un ejemplo del mismo Sen puede iluminar su propuesta. El estado indio de Kerala tiene uno de los ingresos per cápita más bajos de la India. Lo que no impide que sus habitantes tengan uno de los índices más altos de expectativa de vida al nacer -más de 70 años, cuando la expectativa de la India es de 57-. Kerala posee un alto nivel de alfabetización, incluida la alfabetización femenina. La consecuencia es que los resultados de Kerala en muchos «funcionamientos cruciales» no sólo son mejores que los del resto de la India, sino que sobrepasan a los de otros países como China. Son éxitos sólo explicables a partir de políticas públicas que dan a la educación y a los servicios de salud un valor fundamental.
Frente a la propuesta de Sen, la de Rawls nos parece excesivamente formal. Los bienes primarios son bienes de libertad. Configuran una igualdad de oportunidades centrada en la posibilidad formal de acceder a cargos o puestos de responsabilidad. Sen propone una igualdad algo más sustantiva. Cree que sin incidir más en las capacidades de cada uno, nos quedamos con unas oportunidades demasiado ciegas. Hay que seguir más a los individuos, ver qué hacen los bienes en ellos y tratar de ayudarles allí donde esos bienes no puedan alcanzar su pleno rendimiento. Un sordo-mudo, un parapléjico, por ejemplo, necesitan algo más que esas libertades y oportunidades que Rawls les otorga. No bienes básicos, sino «capacidades básicas» para hacer lo que una vida de calidad exige. El énfasis de Rawls en el principio de la diferencia es, para Sen, insuficiente.
Otro crítico del concepto de igualdad de Rawls es el filósofo del derecho Ronald Dworkin. Quizá, de los tres pensadores que analizo aquí, el que se acerca más a lo que, desde la perspectiva europea, llamaríamos una postura socialista. Dworkin, en efecto, dice más explícitamente que nadie que la igualdad es y debe ser un componente esencial de la libertad.
La igualdad debe ser vista, según Dworkin, como igualdad de recursos, entendiendo por tal el conjunto de lo que él llama «recursos personales e impersonales». Entre los recursos personales están la salud física y mental, la fuerza, el talento; entre los impersonales, las propiedades, las materias primas, los derechos legales. La diferencia fundamental entre unos y otros radica en que los recursos impersonales se pueden repartir, mientras los personales son intransferibles: uno nace con talento o sin él, con fuerza o sin ella, con buena o mala salud, y es imposible cambiar de raíz esas condiciones. Lo que debe hacer la igualdad que Dworkin llama «liberal» es intentar compensar esas desigualdades personales de la forma más eficiente que sea posible.
Para ello propone separar la igualdad del bienestar, pues no es en bienestar en lo que deberían igualarse las personas, sino en recursos. El bienestar, como se ha dicho ya, depende, en gran medida de preferencias y circunstancias subjetivas.
Una persona con gustos más caros que otra no tiene derecho a tener más recursos aunque el no poder darse los gustos que desea disminuya, de hecho, su bienestar. En cambio, una persona con limitaciones minusvalías, falta de talento tiene derecho a recibir los recursos necesarios para compensarlas. Lo que habrá que determinar es qué tipo de diferencias consideramos realmente inaceptables porque causan discriminaciones. Determinar, en consecuencia, qué significa vivir bien o vivir con dignidad. Unas concreciones que el liberalismo tiende a evitar por medio a que le obliguen a reducir en ex eso las libertades.
En el fondo, lo que Dworkin está atacando se parece a lo que ataca Sen: ese liberalismo ciego para muchas diferencias importantes. Los valores modernos son tres: la libertad, la igualdad y la fraternidad, también llamada solidaridad o comunidad. Además de querer ser libres, debemos querer «comunitariamente» una forma de vida que sea coherente y haga posible esa libertad igual para todos. Si unos piensan que no hay que ponerle límites al avance tecnológico y otros temen que ese avance se haga en detrimento de otros valores considerados como fundamentales, no podemos abordar ese conflicto sólo con las armas del liberalismo. Porque la libertad de los que no quieren límites chocará irremisiblemente con la libertad de los que sí los desean. Técnicamente, se pueden hacer muchas cosas -y se podrán hacer más en el futuro-, pero no todo tiene que ser igualmente válido o legítimo desde el punto de vista de la justicia o de la solidaridad. Además de repartir un «poder hacer» resumido en los bienes primarios de Rawls, habrá que ponerse de acuerdo sobre qué valores nuestra sociedad o comunidad debe preservar o incluso promover. Es decir, que además de reivindicar la libertad y la igualdad, debemos reivindicar lo que para nosotros (es decir, la comunidad en la que estamos) significa la vida buena. Porque también la justicia tiene que ver, no sólo con las condiciones mínimas para vivir bien -esos bienes primarios de Rawls-, sino con nuestra concepción de lo que sea vivir bien. No entenderemos lo que debe ser la libertad o la igualdad si no entendemos, al mismo tiempo, el valor que damos a la vida en comunidad. El reparto de recursos va más allá dei reparto de unos bienes primarios. Exige una toma de posición más definida sobre las formas de vida que queremos proteger públicamente.
De Dworkin está pidiendo una continuidad mayor entre lo personal y lo político que la propugnada por el liberalismo (le Rawls. La moral pública tiene que sustentarse en algo más que el deseo de libertad. Las convicciones privadas sobre lo que sea bueno o malo no pueden ser tan dispares que nos impidan construir una noción común de justicia y solidaridad. Sólo desde este punto de vista, podremos no ya avanzar en el desarrollo de los derechos a la libertad y a la igualdad, sino en los llamados «derechos de la tercera generación», los más recientes, que son los derechos de la solidaridad. El derecho a la privacidad o a la intimidad ante la invasión de las telecomunicaciones, el derecho a disfrutar de un medio ambiente no deteriorado. El llamado «derecho a morir con dignidad», son formas complementarias del derecho a la libertad. Y hay que precisar qué significan para nosotros -no sólo para mí como individuo- cada uno de tales valores porque, de lo contrario, no es posible organizar una convivencia satisfactoria y, en definitiva, justa. No basta saber -dirá Dworkin- qué principios políticos debemos tener, sino también cómo deberíamos vivir en comunidad.
Para ejemplificar su propuesta, Dworkin nos propone también un ejercicio de imaginación, aunque más asequible que el de Rawls. Imaginemos una subasta ideal a la que quienes acceden tienen la misma capacidad adquisitiva. La igualdad ideal se alcanza cuando la distribución final satisface la «prueba de la envidia»: todos están contentos con su lote. Pues bien, para llegar a tal resultado Dworkin propone la igualdad de recursos, que no significa que todos deban tener los mismos recursos materiales, sino que todos deben tener los recursos imprescindibles para satisfacer las necesidades básicas o los intereses generales.
Los tres filósofos coinciden en un concepto de igualdad de oportunidades entendida, en definitiva, como la igualdad de todos en la oportunidad para ser libres. En esa oportunidad radica, de hecho, la calidad de vida, que no es la posesión de este o aquel bien material o espiritual, sino más bien la posibilidad de escoger el modo de vivir que a cada cual le plazca. Esa vida escogida es la vida de calidad. Dado, sin embargo, que somos desiguales y nuestras oportunidades de vivir como deseemos también lo son, el problema está en cómo comparar las desigualdades y decidir cuáles son realmente discriminatorias, cuáles limitan de verdad las oportunidades. Tal vez la solución no haya que buscarla en una sola de las tres propuestas, sino en la combinación de todas ellas. Rawls ofrece un marco general aceptable, pero insuficiente. Si queremos que el resultado de las políticas sociales de igualdad sea una auténtica calidad de vida para todos, la tarea es de una complejidad tal que resulta inabarcable por una sola teoría por buena y convincente que sea.