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EDITORIAL


Desde la promulgación de la LOGSE en 1990, los psicólogos educativos nos hemos encontrado en una situación paradójica en la que innegables avances en la situación administrativa y laboral han ido acompañados de una pérdida de la identidad profesional.

Por un lado, todo el proceso de la Reforma Educativa aparecía marcado por perspectivas psicopedagógicas que parecían resaltar la importancia de la aportación psicológica al sistema educativo y se contemplaba la actuación de los profesionales de la psicología y de la pedagogía en los centros educativos. Además, la incorporación de profesores universitarios de psicología, de reconocido prestigio académico, a la administración educativa parecía propiciar un protagonismo de esta disciplina en todo el proceso de transformación educativa.

Por otro lado, la compleja y confusa situación laboral de los psicólogos, entre otros profesionales, en la Red Pública Educativa se resolvió mediante la creación de una especialidad (Psicología y Pedagogía) en el cuerpo docente de Profesores de Secundaria, medida con la que se homogeneizaban las formas de acceso y las condiciones administrativo-laborales, y se establecía una posición más clara en la estructura administrativa. De hecho, las sucesivas convocatorias de las administraciones central y autonómicas para el acceso a dicha especialidad han cread aproximadamente 2.000 plazas, lo que supone el mayor contingente de psicólogos, seguramente algo más de la mitad de dicho número, en una misma situación administrativa dentro del colectivo profesional.

Sin embargo, la implantación del proceso de reforma educativa ha supuesto problemas y dificultades tanto respecto al modelo psicopedagógico, como a la organización de la intervención psicoeducativa.

El modelo constructivista, hegemónico en los últimos anos, esencialmente a los medios universitarios relacionados con la Psicología de la Educación, alcanzó niveles extremos de oficialización (claramente no buscada por alguno de sus iniciales promotores) hasta haber sido descrito como la «adopción de una jerga psicológica que gracias a su utilización persistente y omnipresente solucionaría los problemas de la educación y los que toda reforma crea (de manera especial la educación para todos hasta los 16 años)».

Mas allá de la teoría constructivista, con indudables aciertos, se introduce una perspectiva pedagógico-curricular que, en nuestro caso, parte de unas propuestas para sacar la intervención psicopedagógica de la periferia del sistema educativo llevándola hacia el núcleo (docente-didáctico-curricular). De esta aproximación se deducen unas reflexiones de gran calidad pero curiosas consecuencias (propuesta de la titulación de psicopedagogía, homologación de actuación de psicólogos y pedagogos, absoluta prioridad de los aspectos curriculares en las actuaciones, etc.), llegando hasta la asunción de estas reflexiones como posturas oficiales de la administración educativa. Se establece un modelo único y cristalizado, con unas únicas funciones posibles, unas influencias teóricas concretas y cerradas, y se considera el resto de las posibles funciones o formas de intervención como ajenas a la psicología educativa y propias de periclitados modelos psicométrico o clínicos.

En conjunto, se observa como la intervención psicopedagógica adopta una carácter funcional y utilitario respecto a las necesidades de implantación de la reforma educativa, resaltando las actuaciones de asesoramiento curricular sobre las demás que han sido formuladas, desarrolladas y realizadas, con mejor o peor fortuna por los psicólogos en el contexto educativo a lo largo de su historia profesional.

El segundo aspecto, la creación de una situación administrativo-laboral homogénea ha originado, frente a la innegable mejora de estatus y posición, algunos problemas relacionados esencialmente con su carácter docente, que tiene implicaciones tanto en la forma de acceso (experiencia docente, no reconocimiento del valor de la actuación profesional previa, no requerimiento de titulación profesional específica, etc.), como en la propia intervención (desprofesionalización, problemas éticos y deontológicos que pueden llegar al intrusismo.)

Ahora, varios años después de la implantación de la LOGSE, podemos analizar con suficiente perspectiva, tanto los aciertos del proceso de cambio educativo (fomento de políticas de igualdad e inclusión social, focalización social sobre la situación educativa, relevancia de los aspectos de aprendizaje activo.... y con respecto a nosotros, la homologación de la posición de los psicólogos, aunque no como tales, en la red pública educativa y al menos el intento de organizar unas estructuras, equipos, departamentos de actuación en el medio educativo), como sus limitaciones y valorar las implicaciones que ha tenido para la profesión.

A lo largo de nuestra historia profesional ha quedado patente que, más que por la implantación de un modelo explicativo total, cristalizado y correcto, ha sido la presencia cotidiana del psicólogo en el centro educativo, en una línea de cooperación y trabajo conjunto con todos los componentes de la comunidad educativa, lo que ha garantizado nuestro desarrollo profesional.

Por otra parte, la amplia demanda social de actuaciones psicoeducativas muy dudosamente puede obtener respuestas en una única dirección, sino más bien en la pluralidad de modelos y actuaciones.

Sin ignorar la necesaria relación entre la producción teórica y la práctica profesional, es la propia evaluación y la adaptación de la práctica profesional a la realidad social, en una línea de mejora permanente, lo que nos va a permitir el avance y la superación.