Menu

EDITORIAL


Inmersos en escenarios cambiantes, una de las líneas que se comienzan a perfilar con cierta c1aridad (en la idea, no así en el desarrollo ni en su operativización) es una gestión de servicios de calidad. Y ahora que la cultura de la calidad comienza a abrirse paso desde los sectores de mercado a los de servicios, y desde lo privado a 1o público, es loable el esfuerzo de la Administración por abordar la calidad educativa, o una enseñanza de calidad. Para los que se asomaron hace tiempo al ámbito educativo el concepto no es nuevo; si hubo dos conceptos unidos simbióticamente fueron los de educación y calidad. Más aún: desde la inquietud social de una educación/enseñanza de calidad, se formuló la demanda de «apoyos educativos», y de la mano de esa óptica se articuló la presencia de los psicólogos en el sistema escolar/educativo.

Pues bien, la política de gestión de servicios públicos de ca1idad ha afectado, cómo no, al panorama de la futura gestión en materia educativa, hasta e1 punto de que, antes en la Universidad y ahora en la Educación no universitaria, existen tentativas planificadas por parte de la Administración de convertir tal elemento en tronco del paradigma futuro de gestión educativa. Donde antes existía una mera declaración de principios (Educación, y enseñanza de calidad, demandábamos) existe ahora un contenido procedimental más concreto que se traduce en variación de enfoques respecto al output educativo y, por ende, debe repercutir en la planificación y gestión de centros, servicios, apoyos, etc. Todo esto traducido en futuros manuales de calidad, logística de seguimiento, cultura de planes de mejora y sistemas de evaluación, entre otras cuestiones.

Lo que produce cierta perplejidad no es el decidido entusiasmo por incrementar la calidad educativa sino que se siga sin contemplar 1a potencia de 1a intervención psicoeducativa en toda su amplitud como una herramienta úti1 en dicho objetivo. A pesar de que el concepto calidad se ha matizado desde sus formu1aciones originales en el entorno de mercado, para su implantación en el sector público de servicios, un eje sigue siendo nuclear en su definición: la satisfacción del cliente o usuario. Usuarios (directos o indirectos) externos, en cuyo caso nuestra preocupación es la comunidad educativa y por extensión la sociedad, e internos, los agentes que intervienen en todo el proceso desde la prestación del servicio. Desde la primera perspectiva está claro que la intervención psicoeducativa tiene que contribuir a la satisfacción de necesidades externas (otra cosa es cómo se definan), desde la segunda, el descubrimiento del cliente interno, somos usuarios de dicha gestión. Lo que es evidente, al margen de logros y contribuciones reconocidas, es que existen indicios de insatisfacción en ambos planos. Por lo tanto, si tenemos que trabajar con una visión de éxito definida, y una lógica anticipatoria la cuestión es ¿que haría falta para el desarrollo de una intervención psicoeducativa que contribuyera a los objetivos de calidad planteados, y qué y cómo podríamos mejorar la calidad de nuestra intervención? Varios son los factores que conviene apuntar, unos dependiendo de posibilidades externa, y otros en los que somos más responsables directamente.

En primer lugar el resultado de la comparación entre el amplio abanico de posibilidades probadas de intervención psicoeducativa y la estrechez del panorama de intervención que la perspectiva administrativa propone, produce un contraste cuando menos empobrecedor. Ni siquiera el sumatorio de las distintas intervenciones en el amplio espectro educativo consigue rescatar elementos tan genuinos como la intervención en procesos de aprendizaje, motivación, mejora de clima, etc., (por no hablar de los anticipatorios como las implicaciones de las nuevas tecnologías en la educación de un futuro próximo). Desde luego corresponde a otros reducir una ambigüedad en el planteamiento de nuestra actuación (ya comentado en anteriores editoriales) que no va a resolver nada más allá de la dinámica administrativa.

No es menos preocupante la percepción sesgada hacia la situación administrativa de «profesores». Si son los resultados de la aportación como técnicos, no como docentes, los que legitiman nuestra intervención, convendría ir dibujando situaciones objetivas (aun administrativas) donde la perspectiva «Técnica» clarifique y enfoque con nitidez la utilidad de nuestra intervención respecto a la de otros profesionales de la comunidad educativa. Por supuesto esto afecta a un proceso esencial en la gestión de calidad: cómo se recluta el capital de conocimiento para tal fin. Optimizar el proceso de selección de los psicólogos/as, haciéndolo más ajustado a las tareas que se van a desarrollar, pasa por incorporar con premura pequeñas mejoras al sistema actual.

Otros factores son esenciales y participan en las oportunidades externas, pero también de las iniciativas internas. En primer lugar la actitud hacia una formación permanente de calidad, definida por las necesidades a las que se tiene que responder desde la Psicología Educativa, y por los intereses de la evolución de la propia disciplina/profesión, y no únicamente por el corsé de urgencias administrativas. En segundo lugar una práctica combinada, desde cualquier ámbito, no sólo con el mero intercambio, sino con resultados de investigación. Para ello hace falta que se posibiliten escenarios más diáfanos y fluidos en el tan necesario equilibro entre intervención y actividad investigadora. En este sentido es reconfortante poder recoger en esta publicación algunos trabajos que muestran los resultados del esfuerzo, no siempre fácil, de investigar con calidad desde la práctica cotidiana.

Por supuesto, la incorporación en las distintas dimensiones y tareas de nuestra práctica, de la deontología profesional (ya comentado en ocasiones anteriores) puede ser un excelente barómetro de calidad.

El intercambio, del encuentro y la difusión es un factor que adquiere cada día más estatus de condición necesaria para contribuir al enriquecimiento y el contraste de nuestro quehacer en el variopinto y amplio ámbito educativo, y para definir y clarificar aspectos ya comentados. Una magnífica oportunidad la tenemos en el Area de educación del próximo Congreso Iberoamericano (Madrid. Julio 98). Otra, menos fugaz, la tenemos en el desarrollo sólido de las Secciones de Psicología Educativa que necesita, cómo no, la participación en las mismas.

En suma, si bien es cierto que la calidad de nuestra intervención pasa por la mejora de procesos internos, no lo es menos la ayuda que produciría una modificación de ciertas condiciones objetivas respecto a las funciones en que se ha venido situando nuestro rol actual.

Por último, el panorama de la posible ejecución de transferencias en materia educativa puede ser un momento idóneo para redefinir y potenciar, allí donde sea necesario, la riqueza de la variedad de la intervención profesional y replantearse con serenidad cómo optimizar los recursos de dicha intervención. Olvidarlo, o hacer un mero transplante de funciones existentes es un lujo que una administración sensata no se debería permitir, y menos, precisamente, pensando en una educación de calidad.