José I. Robles-Sánchez
Inspección General de Sanidad, Ministerio de Defensa, Madrid, España
La OMS (2020a) nos advierte que “a medida que la pandemia de coronavirus se propaga rápidamente por todo el mundo, existe un considerable temor, miedo y preocupación en la población en general y en ciertos grupos en particular, como los ancianos, los sanitarios y las personas con enfermedades previas”. Continúa informando que el principal impacto psicológico, hasta la fecha, ha sido un alto porcentaje de estrés o ansiedad. Advierte que con la implementación de medidas como la cuarentena y su interferencia en las actividades y los hábitos diarios, con seguridad van a aumentar los niveles soledad, depresión, consumo nocivo de alcohol y otros tóxicos y hasta el comportamiento autolesivo. Después de haber superado, hipotéticamente, la fase crítica de la pandemia ocasionada por el coronavirus (SARS-CoV-2), más conocido como COVID-19, suele ser habitual revisar los protocolos de actuación y extraer las llamadas “lecciones aprendidas” para aplicarlas en un futuro cuando se presente un evento de características similares. Sin embargo, antes de llegar a este punto es necesario analizar el cumplimiento de los protocolos de actuación existentes. Desde hace algunos años, al introducirnos en el campo de estudio de las emergencias, se remarcan las diferencias entre el enfoque tradicional de gestión y el modelo actual, puesto que han supuesto cambios importantes. En el modelo tradicional se produjo una evolución desde una visión humanitaria de la emergencia/catástrofe hacia una visión de los riesgos como problemática de desarrollo (desarrollo sostenible), mientras que en el modelo actual la evolución ha ido desde una misión institucional reactiva hacia una misión institucional preventiva. (Tabla 1). El nuevo enfoque se basa, fundamentalmente, en la prevención. “Más vale prevenir que curar”, reza el refrán. La Orden SCO/1980/2005, de 6 de junio, por la que se aprueba y publica el programa formativo de la especialidad de Medicina Preventiva y Salud Pública, dice lo siguiente: La Medicina Preventiva y Salud Pública puede definirse como una especialidad “que capacita para la investigación, aplicación y fomento de políticas y actividades de promoción y protección de la salud (para reducir la probabilidad de la aparición de la enfermedad o impedir o controlar su progresión), de vigilancia de la salud de la población, de identificación de sus necesidades sanitarias y de planificación, gestión y evaluación de los servicios de salud”. En el momento actual no tenemos especialidad de Psicología Preventiva y de la Salud. La Orden SAS/1620/2009, de 2 de junio, por la que se aprueba y publica el programa formativo de la especialidad de Psicología Clínica, en el punto 5.2., sobre los objetivos específicos de la formación del futuro psicólogo clínico refiere que tiene que “participar en las actividades preventivas y de promoción de la salud, de detección e intervención precoces de trastornos y enfermedades mentales y del comportamiento”. Es decir, se debe promover la salud mental de la ciudadanía actuando de forma preventiva. Por otra parte, si la Psicología de las Emergencias y los Desastres es la rama de la psicología que abarca el estudio del comportamiento y el modo de reacción tanto individual como grupal en las diferentes fases de una situación de emergencia o desastre y ese comportamiento y modo de reacción, en gran medida, se puede predecir y extrapolar del aprendizaje de situaciones anteriores, se pone de manifiesto que se debe actuar de modo preventivo y proactivo para evitar, si se puede, que las más que posibles “reacciones normales ante situaciones anormales” vayan a más e interfieran en el normal funcionamiento del individuo en su entorno, causando malestar individual y social. El miedo, la preocupación, el temor, la inseguridad son reacciones predecibles en sujetos normales en un contexto de emergencia, cuando existe una situación de amenaza real y sobre todo impalpable. Experimentar los efectos psicológicos y fisiológicos de estas emociones se encuentra dentro de lo esperable en este tipo de situaciones. Si aceptamos que el estrés se produce ante el desequilibrio de las demandas situacionales y los recursos de que dispone el sujeto para afrontarlas, y esta definición la trasladamos al momento actual, se ha podido comprobar que el sistema sanitario nacional ha sido sometido a una prueba de estrés en momentos en los que no disponía de los recursos necesarios, desbordándose su capacidad de afrontamiento. Ante esta situación, las reacciones normales de miedo, preocupación, temor, inseguridad ante el riesgo de estar infectado y perder la salud se han acrecentado, produciendo malestar individual y social. Clásicamente, se ha aceptado que en la mayoría de las emergencias/desastres se producen una serie de fases que se pueden resumir en tres: alarma, impacto y postimpacto (antes, durante y después). Excepto en aquellas en las que el impacto se produce de forma súbita, inesperada, en la gran mayoría hay una fase de alarma. El objetivo fundamental durante esta fase es la prevención, basada en un conjunto de acciones cuya finalidad es impedir o evitar que sucesos naturales o generados por la actividad humana causen desastres. Si no se pueden evitar, el riesgo cero no existe, se trata de minimizar daños, lo cual se lleva a cabo preparándose para lo que va a venir, implementando un conjunto de medidas estudiadas y diseñadas para reducir al mínimo la pérdida de vidas humanas y otros daños sobre los bienes, organizando oportuna y eficazmente la respuesta y la rehabilitación. Para acometer esta empresa se dispone de una potente herramienta: la gestión operativa del riesgo. Esta gestión operativa del riesgo se puede definir como ejecución de actividades para preparar a la sociedad y a sus instituciones para dar una respuesta adecuada ante la eventualidad de que se presente un fenómeno capaz de desencadenar una emergencia de masas, un desastre. Es una intervención destinada a modificar las condiciones generadoras de riesgo, con el fin de reducir los niveles del mismo, minimizándolos hasta donde sea posible. Involucra, además, al conjunto de acciones destinadas a la gestión de la emergencia y a la reconstrucción postemergencia, dentro de una perspectiva de reducción del riesgo. Supone capacitar a la comunidad para transformar las condiciones causales antes de que ocurra un desastre. La gestión operativa del riesgo es una herramienta para la toma de decisiones que ayuda a identificar de forma sistemática los riesgos y los beneficios operativos y determina las mejores formas de actuación en una situación concreta. Este proceso, como otros procesos de gestión segura del riesgo, está diseñado para minimizar riesgos en base a reducir errores, preservar los activos y salvaguardar la vida y la salud de las personas. La gestión de riesgos es proactiva antes que reactiva. “La filosofía está basada en que es irresponsable y antieconómico esperar que ocurra un accidente para poner medidas preventivas para evitar que vuelva a suceder”. La gestión operativa del riesgo no elimina los errores, pero mejora la habilidad para realizar la misión de forma más eficiente y más efectiva. Se gestiona el riesgo cada vez que se modifica la forma de hacer algo para que las posibilidades de éxito sean tan grandes como sea posible, al tiempo que las posibilidades de fracaso, lesión o pérdida sean las menores posibles. Es un enfoque de sentido común para equilibrar los riesgos y los beneficios que se pueden obtener en una situación y luego poder elegir el modo de acción que resulte más efectivo; es, en definitiva, una técnica de resolución de problemas. Frecuentemente, la gestión del riesgo depende de métodos individuales y de los niveles de experiencia, que son, por lo general, muy reactivos. Es natural centrarse en aquellos peligros que han causado problemas en el pasado. Recordando a McLuhan y Powers (1995), “vemos el mundo a través de un retrovisor, caminamos de espaldas al futuro”. Kettl (2005), después del desastre del Katrina se preguntaba: “¿Por qué no aprendemos?”. El mismo se respondía: Tenemos los instintos encofrados en enfoques obsoletos. Necesitamos rebobinar para triunfar. Tenemos instinto para reorganizar en lugar de dirigir, cuando dudamos reorganizamos, pero los problemas graves que enfrentamos no tienen cabida en una estructura organizativa. Reorganizamos en respuesta al último desastre, pero no planificamos para aquello que puede venir... Un instinto para dictar leyes en lugar de trabajar... Las normas dictan la conducta a seguir y proporcionan seguridad y protección ante los reproches que nos puedan hacer, pero cuando no encajan en una situación concreta, paralizan la capacidad de acción. Se necesita implementar nuevas estrategas para problemas graves, identificar sistemáticamente los riesgos y beneficios y determinar los mejores modos de acción para cualquier situación concreta. El riesgo se define como la probabilidad y gravedad de accidentes o pérdidas ante la exposición a diversos peligros, incluyendo lesiones a las personas y la pérdida de recursos. Los riesgos surgen de la confluencia en una misma comunidad de amenazas y las condiciones de vulnerabilidad (Robles y Medina, 2008):
Se necesita conocer, entender y analizar las condiciones de riesgo existentes, así como los procesos que contribuyen a su configuración. Si amenaza + vulnerabilidad = riesgo, el riesgo no manejado, por desconocerse o no identificarse a tiempo, y sobre el que se actúa inadecuadamente, favorece inexorablemente la aparición de la emergencia. Entre otros factores de vulnerabilidad se encuentran los institucionales y organizativos, que suponen obstáculos que impiden una adecuada adaptación a la realidad y una respuesta inmediata de las instituciones a las emergencias: conflictos de competencias, prevalencia de requisitos sobre urgencias, burocratización, excesivas normas, trámites y controles, politización y corrupción, mala gestión de los recursos. Pero la vulnerabilidad puede cambiarse. Un análisis de la vulnerabilidad va a permitir identificar los puntos débiles de la comunidad y de sus miembros para diseñar propuestas de mitigación y de resiliencia. Deben identificarse, en cada comunidad, los grupos más vulnerables y tomar medidas de protección frente a las amenazas que los puedan afectar. El Dr. Hans Kluge, director regional para Europa de la OMS, nos recuerda que muchas de las cuestiones en esta pandemia se focalizan, especialmente, sobre dos grupos más vulnerables: los niños y las personas mayores (Kluge, 2020); personalmente añadiría el personal sanitario que ha estado en primera línea de acción (Jianbo Lai et al., 2020), el personal que se ocupa del traslado de cadáveres, etc., y las personas con patologías premórbidas graves físicas y mentales. Por las razones aludidas, la reducción de riesgos no es un problema de carácter humanitario, sino del desarrollo y, por tanto, no puede tratarse sino a partir de la planificación. Por ello se hace necesario generar mapas de riesgo en función de la probabilidad de ocurrencia de determinados eventos y el impacto que puedan ocasionar sobre una población diana para poner en marcha los mecanismos preventivos oportunos, aumentando las reservas estratégicas, almacenando productos, preparando equipos virtuales, etc., para que en un momento determinado puedan ponerse en marcha de forma inmediata y de esta forma al comunicar los riesgos el responsable político determinado pueda calmar los temores, normales en la población afectada, de que se dispone de los medios para afrontar la amenaza que se avecina (Tabla 2). Es lo que Kettl (2005) denominaba “comunicar confianza a los ciudadanos en situaciones críticas”. La comunicación de riesgos es un método científico basado en la comunicación efectiva en condiciones de alto riesgo. Es una comunicación veraz, clara, precisa y a tiempo, realizada por líderes muy visibles y con credibilidad; se trata de controlar y normalizar las reacciones de la población afectada con una información clara, breve, coherente, frecuente y confiable, intentando producir conectividad y proporcionar sensación de control de la situación. Glass y Schoch-Spana (2002) proponían una serie de directrices para mejorar la planificación y la respuesta al bioterrorismo aumentando la implicación de la gente:
No olvidar que una declaración de alerta debe ser:
En la fase de impacto, los programas de salud mental en situación de emergencia masiva/desastres van dirigidos a personas normales, que responden de forma normal a una situación anormal, y a identificar a aquellas otras personas con mayor vulnerabilidad a la aparición de trastornos sociales o psicopatológicos como consecuencia directa del impacto del estresor (habitualmente personas con antecedentes psiquiátricos previos). No hay que olvidar que no todo el mundo va a estar afectado y que la gran mayoría de los afectados se recuperarán por sus propios medios sin la intervención de expertos, recordando lo que ya advertía Parad (1971), “es importante señalar que la crisis no es el evento peligroso o una situación en sí misma, más bien, es la percepción de la persona, y la respuesta a la situación”. Y la intervención en crisis es “un proceso centrado en la resolución de los problemas inmediatos mediante el uso de recursos personales, sociales o ambientales” (Hoff, 1995), o esta otra definición de Flannery y Everly (2000), “provisión de cuidados psicológicos de emergencia a las víctimas así como asistir a esas víctimas para que retornen a un nivel adaptativo de funcionamiento y a prevenir o mitigar el potencial impacto negativo del trauma psicológico”. Se trata de intervenir en crisis, favoreciendo la autoeficacia de los individuos y de las comunidades, “empoderando” y reforzando los intentos de afrontamiento positivos. En la página web de la OMS (2020b) sobre salud mental y resiliencia psicológica durante la pandemia por COVID-19 se nos recuerda que todos y cada uno de nosotros somos parte de una comunidad. Está en nuestra naturaleza humana cuidarnos unos a otros, ya que a la vez buscamos el apoyo social y emocional de los demás. Los efectos disruptivos de la COVID-19 nos brindan a todos una oportunidad. Una oportunidad para vernos, llamar y chatear por video, ser conscientes de las necesidades únicas de salud mental de aquéllos a quienes cuidamos, además de sensibles a las mismas. Nuestra ansiedad y miedos no solo deben ser reconocidos y no ignorados, sino mejor entendidos y abordados por individuos, comunidades y gobiernos. Parafraseando a Kettl (2005), ¿lo peor está por venir? Falta hacer el duelo colectivo por los fallecidos, la vuelta a la que llaman “nueva” normalidad, la crisis económica..., nuevos retos para una Psicología científica, dinámica e inserta en el tejido social de un país que ha demostrado ser disciplinado, solidario y resiliente. Ahora se hace necesario psicoeducar a la población con mensajes positivos pero sin bajar la guardia y continuar estimulando el sistema inmunitario con la práctica de mindfulness (Bellosta-Batalla et al. , 2018) y/o del ejercicio físico moderado (Trochimiak y Hübner-Woniak, 2012), no intenso, que disminuye la inmunocompetencia (Mariscal et al., 2019). En definitiva, poder decir eso de “bendita, maldita rutina, una vez más”. Para citar este artículo: Robles-Sánchez, J. I. (2020). La psicología de emergencias ante la COVID-19: enfoque desde la prevención, detección y gestión operativa del riesgo. Clínica y Salud, 31(2), 115-118. https://doi.org/10.50983/clysa2020a17 Referencias |
Para citar este artículo: Robles-Sánchez, J. I. (2020). La Psicología de Emergencias ante la COVID-19: Enfoque desde la Prevención, Detección y Gestión Operativa del Riesgo. Clínica y Salud, 31(2), 115 - 118. https://doi.org/10.5093/clysa2020a17
jirobles@ucm.es Correspondencia: jirobles@ucm.es (J. I. Robles-Sánchez).Copyright © 2024. Colegio Oficial de la Psicología de Madrid